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Economía

No comerciemos con una China que miente, engaña y roba

Redacción

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El presidente de China, Xi Jinping
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Por Gordon G. Chang.- Con despiadada determinación, el presidente de China, Xi Jinping, ha cerrado los mercados chinos a los extranjeros con, entre otras cosas, la aplicación de leyes altamente discriminatorias y la promulgación de leyes y reglamentos perjudiciales. La China de Xi ha seguido haciéndose ilícitamente con propiedad intelectual estadounidense por valor de cientos de miles de millones de dólares anuales. (Foto de Kevin Frayer/Getty Images)

«Esto no revolucionará la relación entre EEUU y China a largo plazo o los términos comerciales entre nosotros, pero demuestra que los dos países pueden trabajar juntos en una cuestión importante», dijo Clete Willems, de Akin Gump, a Bloomberg, refiriéndose al «acuerdo de fase uno» del presidente Trump anunciado el 11 de octubre. «Aprender a hacerlo es fundamental para evitar un deterioro general de todos los aspectos de nuestra, lo que no favorece los intereses a largo plazo de nadie».

A pesar de lo que dijo Willems, lo que ahora favorece los intereses a largo plazo de Estados Unidos es alejarse de los acuerdos comerciales con la República Popular de China.

¿Por qué? Por cuatro motivos. El primero: China jamás ha aceptado el concepto de ventaja comparativa que sustenta el sistema de comercio mundial. Sí, los chinos mercantilistas creen que deberíamos comprar sus productos, pero ellos, los maestros de las barreras no arancelarias y otras formas de depredación, han trabajado duro para mantener los productos extranjeros fuera de su mercado. ¿Cómo puede Estados Unidos comercial con un Estado que no cree en los beneficios del comercio?

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El segundo: la China comunista nunca ha cumplido un acuerdo comercial con EEUU. Pekín, en el transcurso de varias décadas, ha vulnerado sistemáticamente sus obligaciones con la Organización Mundial del Comercio y con Estados Unidos en varios acuerdos bilaterales.

El tercero: el sistema económico de China es incompatible con el de Estados Unidos. Xi Jinping, el gobernante chino, ha estado llevando por la fuerza al país a una marcha hacia atrás, la «gran regresión», como ahora se le llama.

Con despiadada determinación, ha cerrado los mercados chinos a los extranjeros con, entre otras cosas, la aplicación de leyes altamente discriminatorias y la promulgación de leyes y reglamentos perjudiciales. Al mismo tiempo, ha vuelto a reunir empresas estatales ya grandes en monopolios formales, dando marcha atrás a la privatización parcial de los años anteriores aumentando la participación estatal de las empresas públicas, haciendo que el Estado se haga con el control de las empresas privadas, pagando más subsidios a los actores del mercado favorecidos por el Estado y persiguiendo el desarrollo a través de dudosas políticas industriales como su infame iniciativa Made in China 2025 para dominar 11 sectores tecnológicos cruciales.

Como ahora dicen en China, el sector público está «avanzando» rápidamente y los sectores privado y extranjero están «retrocediendo». Eso es porque Xi está intentando hacer que China vuelva a una forma moderna de maoísmo.

El cuarto: es especialmente difícil comerciar con un ladrón, sobre todo cuando éste ve el contacto comercial como una oportunidad para robar más. La China de Xi ha seguido haciéndose ilícitamente con propiedad intelectual estadounidense por valor de cientos de miles de millones de dólares anuales. Este delito es esencial para lograr la extraordinariamente ambiciosa iniciativa Made in China 2025.

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Por si todo esto no fuese lo suficientemente malo, los planes futuros de Xi son especialmente perniciosos. Por ejemplo, está a punto de aplicar la Ley de Ciberseguridad de 2016 para prohibir el uso de redes privadas virtuales y de encriptación para poder acceder a todos los datos y comunicaciones de las empresas extranjeras que operan en China. Los funcionarios chinos seguramente entregarán la información que obtengan a las propias empresas chinas para poder saberlo todo sobre sus competidores. China ya ha usado datos y tecnología robados para paralizar a empresas extranjeras y llevar a algunas a la quiebra, como Nortel Networks.

Además, Xi Jinping parece que se envalentonará aún más al exigir a las empresas estadounidenses en China que juren obediencia a Pekín, que promuevan las posturas del Partido Comunista e implementen sus políticas allá donde operen. Eso, al fin y al cabo, es evidente por la reprobable conducta de la Asociación Nacional de Baloncesto, Apple y ESPN: todas cedieron a las intimidaciones chinas este mes.

Pero, por muy decepcionante que fuese la actitud de estas empresas —ninguna de ellas fue firme en su defensa de los valores estadounidenses— no se puede esperar que resistan el ataque de un poderoso Estado comunista. Por lo tanto, los estadounidenses van a tener que tomar una decisión: o tomar el dinero chino o mantener un mercado de ideas libre.

La desconexión de las dos economías es, por supuesto, indeseable, pero es necesaria cuando China está presionando a los estadounidenses y no les deja otra opción si quieren defender las libertades y la soberanía.

Todo esto nos lleva de vuelta al actual debate comercial. Cuando quedó claro que habría algún tipo de acuerdo comercial, los grandes almacenes comerciales empezaron a hacer grandes pedidos a los fabricantes chinos para la temporada que viene. Si hubiese parecido que no habría acuerdo, muchos de los pedidos habrían ido a otras partes.

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El 11 de octubre, Pekín cosechó otro gran beneficio. Trump accedió a aplazar un aumento de tarifas programado para el martes siguiente.

Habiendo obtenido lo que quería, China se lanzó a por todas. El 17 de octubre, Pekín negó que se había comprometido a comprar productos agrícolas estadounidenses por valor de entre 40.000 y 50.000 millones de dólares. El presidente Trump, en su reunión en el Despacho Oval con Liu He, el principal negociador de China, dijo que Pekín había hecho esa promesa como parte del acuerdo comercial con EEUU.

Si Pekín no estaba de acuerdo con las compras adicionales, el momento de decirlo había sido cuando Liu estaba con Trump, hablando sobre la compra agrícola. Con su silencio, Liu le permitió a Trump pensar que tenía un acuerdo cuando, en realidad, no era así. Así que Trump hizo una concesión real —el aplazamiento de las tarifas— por una promesa que no era tal.

Otra promesa comercial rota es otro motivo para que los estadounidenses estén de acuerdo con Arthur Waldron, de la Universidad de Pensilvania, que sostiene que el «compromiso» de China es el «mayor fracaso de la política exterior» de Washington. Los legisladores sobre China de Estados Unidos predijeron que la actitud de Pekín —comercial y de otros tipos— mejoraría con el tiempo, pero ha ocurrido lo contrario.

El compromiso, al no imponerle un coste a Pekín por sus movimientos depredadores y otros motivos, ha contribuido al evidente deterioro de la conducta china. Trump ha empezado a romper con esa estrategia fallida que ha dominado la política estadounidense desde que Nixon fue a la capital china en 1972 a reunirse con Mao.

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Visto en retrospectiva, ir a Pekín fue la decisión equivocada. También se equivoca Clete Willems. A juzgar por el hecho de que Pekín ha vuelto a romper un acuerdo comercial en los últimos días, es evidente que el régimen comunista de China no es capaz de trabajar con Estados Unidos, ni con cualquier otro país, a fin de cuentas.

Así que no comerciemos con una China que miente, engaña y roba.

(Gatestone Institute)

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Europa se queja de los aranceles que Trump está imponiendo progresivamente a productos procedentes de otros países, incluida la Unión Europea. Son lágrimas de cocodrilo derramadas por políticos incompetentes, que al menos deberían tener la cortesía de permanecer en silencio, dada su conducta caracterizada por la duplicidad y la superficialidad. Apelan a un principio abstracto, pero olvidan que el libre comercio siempre ha sido la voz de los más fuertes: de aquellos que, ya por delante en los mercados internacionales, quieren evitar la competencia de aquellos países que amenazan su primacía.
No nos gustaría vernos obligados a desempolvar a Ricardo para recordar cómo funcionan realmente ciertas dinámicas, invariablemente acompañadas de las quejas de los patrones. Cuando la Unión Europea impone aranceles a los productos chinos (pensemos en los coches eléctricos, mejores, más eficientes y menos caros que los nuestros), nadie en Bruselas parece tener ningún remordimiento de conciencia. Pero cuando Estados Unidos hace lo mismo, empiezan las quejas.
En resumen: haz lo que digo, no lo que hago. Cuando Europa no puede justificar su propio comportamiento, acusa a otros de prácticas comerciales desleales e impone impuestos para impedir la invasión de productos extranjeros. Éstas son las excusas habituales, útiles para hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros.
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Cada nación tiene derecho a proteger su propia industria, especialmente en sectores avanzados que requieren desarrollo autónomo. Por supuesto, no damos crédito a ciertas campañas de propaganda ridículas, como la de Salvini, que quería gravar el arroz camboyano para “defender” la producción nacional. Pero no hay nada malo en querer proteger sectores estratégicos, capaces de fortalecerse primero en los mercados internos y luego competir en los mercados internacionales con mayor valor agregado. Sin protecciones gubernamentales, terminaríamos sucumbiendo a la competencia global. Esto es exactamente lo que le ha sucedido a Italia desde los años 90, víctima de un servilismo insensato hacia una UE y una potencia estadounidense que tienen todo el interés en relegarnos a sectores en los que no podemos competir con ellos. Los Hermanos de Italia probablemente ni siquiera saben de qué estamos hablando, ya que para ellos la patria es una consigna que satisface un postfascismo que incluso han negado.
La lección sigue siendo la de mediados del siglo XIX, contenida en la obra Das nationale System der politischen Ökonomie. Y List no era ciertamente un protofascista, ni un autarquista ni un corporativista, sino un exponente de la escuela liberal, dotado no obstante de una inteligencia nacional concreta.
Es hora de entender que no existen principios económicos que sean válidos para siempre: cada época impone la prevalencia de los suyos propios, en un contexto histórico y político también propio. La actitud hipócrita de Europa es un espejo de la inutilidad política de su actual clase dirigente.
La triste ciencia, cada vez, quiere hacer creer a sus prosélitos que ha llegado a su fase final, aquella en la que existen reglas generales y universales válidas para la eternidad. Puntualmente, sin embargo, la alternancia de dogmas y preceptos cambia las creencias, hasta tal punto que es posible imaginar que en un futuro próximo volverán a prevalecer las nacionalizaciones, el intervencionismo público en la economía y las políticas monetarias gestionadas por los centros de decisión política. La economía es un péndulo oscilante, no una flecha que siempre apunta hacia adelante. Pronto, incluso cavar agujeros con el único objetivo de rellenarlos ya no será sinónimo de desperdicio e interferencia.
Todos los mantras anteriores se desvanecerán y los equilibrios financieros, tanto públicos como privados, serán olvidados. Esto se debe a que la gente no quiere comprender, o prefiere ocultar, un concepto que a la larga es mucho más resistente: es la política, y en particular la política del poder y de los poderes, la que establece lo que hay que hacer para sobresalir.
Preparémonos para los próximos giros académicos y ministeriales.

http://www.conflittiestrategie.it/dazi-amari

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Traducción: Carlos X. Blanco

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