España
Una reflexión serena antes de votar

Published
6 años agoon
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Redacción
Teodoro García Egea.- El pluralismo político es uno de los valores de nuestra democracia. Así se proclama en el artículo primero de la Constitución, al mismo nivel que la libertad, la justicia y la igualdad. Los constituyentes quisieron así dejar constancia de su rechazo al régimen de partido único implantado por la dictadura. Pero la debilidad parlamentaria de la mayor parte de los gobiernos democráticos ha tenido un efecto muy negativo. Hemos vivido —padecido más bien— un bipartidismo imperfecto. El partido más votado, unas veces el PSOE y otras el PP, desde la muerte electoral de la UCD en 1982, no tuvo más remedio que contar con el apoyo de los nacionalistas catalanes o vascos.
Desde 1980 hasta 2003, el líder de Convergencia Democrática de Cataluña y presidente de la Generalidad, Jordi Pujol, hizo un doble juego. En Madrid encandilaba a la clase política con sus solemnes muestras de españolismo. Engañó a todos. Prueba de ello es que en 1984 el periódico centenario de la derecha conservadora le otorgó el título de «“Español del año». Tal doblez le permitió emprender una silenciosa pero eficaz labor de adoctrinamiento catalanista al amparo de las facultades estatutarias en materia de educación, cultura y medios de comunicación con la ayuda de la dejación por parte del Estado de sus obligaciones constitucionales.
Aunque nos duela reconocerlo, es una verdad inconcusa que todos los gobiernos de la democracia hicieron dejación de sus competencias constitucionales y fueron incapaces o miraron a otro lado a la hora de neutralizar o impedir, por ejemplo, que los libros de texto autorizados estuvieran impregnados de los falsos dogmas nacionalistas llegando de hecho a expulsar de las aulas el estudio del castellano.
Por otra parte, la fragmentación en varios partidos que han experimentado las dos grandes opciones de la Transición —la socialdemócrata europeísta del PSOE y el liberalismo humanista del Partido Popular— hace que pueda agravarse en el futuro la debilidad de los gobiernos y entremos en un periodo de inestabilidad perjudicial para la sociedad española. Como muestra, hace nueve meses un partido como el socialista con tan sólo 84 escaños derribó a un presidente, que acababa de ver cómo los presupuestos generales habían obtenido mayoría absoluta, con una moción de censura avalada por 91 diputados más procedentes de ideologías populistas antidemocráticas, de simpatizantes de ETA y de las formaciones independentistas promotoras del fallido golpe de Estado para la proclamación de la República de Cataluña.
Las encuestas vaticinan que podría darse la paradoja de que, aunque la suma de votos del PP, Ciudadanos y Vox lograran una mayoría, a causa de nuestra ley electoral, el voto minoritario de la derecha pasaría a sumar los del partido mayoritario de izquierdas. Está demostrado que en las pequeñas y medianas circunscripciones las nuevas formaciones políticas de derechas no tienen posibilidades de obtener escaño y que ese voto irá a parar inevitablemente a los socialistas, comunistas o separatistas. No lo permitamos.
Estas líneas no pretenden ser una invitación al «voto útil» —porque en una democracia todos lo son— sino una reflexión serena para que cada elector valore las consecuencias de su voto. Y la primera reflexión que necesitamos hacer antes de votar es si nuestra prioridad política, por encima de los partidos y sus líderes, es formar un gobierno que luche por mantener la unidad de España y recuperar el orden constitucional. Por esto, pido el voto responsable para el Partido Popular.
* Teodoro García Egea es secretario general del PP.

por Pino Arlacchi
La Europa de hoy está afectada, como la antigua Grecia, por desigualdades y fracturas: está muriendo porque ha caído en manos de élites de bajo nivel, preocupadas sólo por su propia supervivencia.
Con su insano plan de rearme, la élite gobernante de Europa occidental está intentando construir una amenaza rusa que sólo existe en sus delirios y que sirve para ocultar su incapacidad para jugar el juego real, que es enteramente interno a la propia Europa.
El juego del empobrecimiento lento e inexorable de su población en beneficio de unos pocos privilegiados que dura ya medio siglo. El juego de la pérdida de energía vital del continente, cada vez más aislado en un planeta ya no dominado por Occidente y rebosante de deseos de emancipación y de paz.
El proyecto europeo, concebido después de 1945 como reacción a dos guerras mundiales que llevaron a Europa al borde de la autodestrucción, ha agotado su fuerza motriz.
Ya no es un gran plan de paz y prosperidad compartidas. Se ha corrompido y se ha volcado en un cupio dissolvi, en un renovado impulso suicida.
¿Qué otra cosa puede ser sino un voto de locura a muerte el ataque que la oligarquía de Europa Occidental está lanzando contra otra parte de Europa, Rusia, equipada con armas de destrucción masiva capaces de destruir toda la civilización europea?
¿Qué pasaría si Rusia decidiera tomar en serio la amenaza de agresión de Bruselas y actuara por adelantado y tomara la iniciativa en lugar de esperar veinte años como en el caso de Ucrania? Por el momento, Putin parece más inclinado a considerar las declaraciones de von der Leyen y la histeria antirrusa del Parlamento Europeo como poco más que charlatanería. Pero en el caso contrario no creo que el fin de Europa se produzca lentamente, a lo largo de siglos o generaciones, como le ocurrió a su patria, la Grecia clásica, que se extinguió por las mismas razones absurdas que hoy promueven los ineptos dirigentes de Europa.
No fueron los arcos del invasor persa ni las lanzas macedonias las que silenciaron la voz de Atenas, sino el envenenamiento gradual de sus mismas raíces. La Grecia clásica no cayó ante los golpes de un enemigo externo. Murió por un suicidio prolongado, cometido durante guerras fratricidas. El colapso de la antigua Grecia conserva una resonancia inquietante y una relevancia que no podemos permitirnos ignorar.
La narrativa tradicional que atribuye los orígenes de la decadencia helénica a la “amenaza persa” es una simplificación histórica que no resiste el análisis crítico de los acontecimientos. Como observó Arnold Toynbee, las civilizaciones no mueren al ser asesinadas, sino que se suicidan. El caso griego ayudó a inspirar esta máxima, revelando cómo el sistema de polis, las ciudades-estado, con su extraordinaria vitalidad cultural y sus profundas contradicciones políticas, ya contenía en sí mismo las semillas de su propia desintegración.
El acontecimiento catalizador de este proceso de autodestrucción fue, sin duda, la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), un conflicto que desgarró al mundo griego durante 27 años y que enfrentó a Atenas y su Liga de Delos contra Esparta y la Liga del Peloponeso. La guerra fue iniciada por los espartanos, pero Tucídides, el gran historiador y testigo directo de los acontecimientos, distingue entre la «causa real» y los «pretextos inmediatos».
Según él, la causa fundamental fue “el crecimiento del poder ateniense y el temor que despertó en Esparta”. Atenas había transformado la Liga de Delos (que comenzó como una alianza defensiva al estilo de la OTAN contra los persas) en un imperio marítimo de pleno derecho cuyos barcos amenazaban las costas del Peloponeso espartano. Así pues, si formalmente fue Esparta la que declaró la guerra, Tucídides sugiere que fue el expansionismo ateniense el que hizo que el conflicto fuera prácticamente inevitable. (¿Se te ocurre algo?)
Las cifras hablan por sí solas: Atenas perdió aproximadamente 30.000 ciudadanos durante la epidemia de peste de 430-429 a.C., una cuarta parte de su población.
La agresión de 415-413 a.C. contra Siracusa, espléndida polis siciliana culpable sólo de eclipsar a Atenas, terminó con la derrota y la pérdida de 40.000 hombres y 200 barcos. Cuando, en el año 404 a. C., la ciudad se rindió ante Esparta, sus murallas fueron derribadas mientras sus habitantes lamentaban el fin de la hegemonía ateniense y, con ella, de una época dorada del pensamiento humano.
Como escribe Luciano Canfora: «La Grecia clásica murió así, consumida en una interminable sucesión de guerras, donde cada victoria era efímera y cada derrota permanente. Solo el arte y el pensamiento griegos sobrevivieron, pero en formas cada vez más alejadas de la realidad política».
En el corazón de esta autodisolución había una paradoja no resuelta: el sistema de ciudad-estado que había engendrado el increíble florecimiento cultural del siglo V a. C. C., se mostró incapaz de evolucionar hacia formas de agregación política más amplias.
Cada polis defendía celosamente su propia autonomía (autonomía) y libertad (eleutheria), considerando la independencia un valor absoluto e innegociable. Ningún pensador griego fue más allá de fantasías efímeras sobre una federación de polis de habla griega.
No olvidemos, a este respecto, cómo los padres fundadores de la Unión Europea consideraron la inclusión de Rusia como el objetivo final en el camino hacia una Europa que se extendiera desde el Atlántico hasta los Urales. Un camino interrumpido y un proyecto de expansión colapsado sin remedio. Y sin alternativa.
La lección de la caída de la Grecia clásica es que ninguna excelencia artística y filosófica puede salvar a una civilización cuyo liderazgo no puede afrontar los desafíos políticos y sociales del momento. Las civilizaciones mueren cuando pierden la capacidad de renovarse desde dentro, de rejuvenecerse, como le está sucediendo ahora a China: el país más pobre del mundo se ha convertido en uno de los más ricos en apenas 40 años gracias a la calidad de su liderazgo y a su proyecto socialista.
La Europa contemporánea, como la antigua Grecia, está afectada por desigualdades y fracturas que parecen irreparables. Nuestra civilización está muriendo porque ha caído en manos de élites de bajo nivel, preocupadas sólo por su propia supervivencia, dispuestas a servir a amos externos y condenadas a convertirse en víctimas de su propia paranoia.
Si la parte rusa de Europa decide tomar realmente en cuenta la amenaza armada que la oligarquía europea occidental intenta construir contra ella, la historia se repetirá en forma de una tragedia aún más definitiva que la que destruyó la antigüedad griega. Porque ahora hay un apocalipsis nuclear en escena.
Pero la historia parece repetirse, hasta ahora, en forma de farsa. Esperemos que así sea.
*Artículo republicado con amable autorización del autor.
Pino Arlacchi: Ex Secretario General Adjunto de la ONU. Su último libro es “Contra el miedo” (Chiarelettere, 2020)
Traducción revisada por Carlos X. Blanco


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