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Opinión

Sánchez, pillería y oportunismo

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¿Qué nuevo ámbito de la sociedad española va ser el objetivo de Pedro Sánchez para crear problemas donde no los hay? La respuesta no deja de ser una incógnita: puede ser cualquiera. Un Gobierno especializado en despertar demonios dormidos, en desbaratar instituciones varias, en encabronar diversos colectivos, es un Gobierno que puede dedicarse a cualquier acción disolutiva, ya que, en realidad, ha perdido la vergüenza. Por el momento, y antes de que sobrevenga alguna ocurrencia de última hora, el presidente del increíble Gobierno inesperado ha conseguido que las hipotecas sean más caras y más inaccesibles. Esa fraseología consistente en decirle «al pueblo» cosas que supuestamente el pueblo quiere escuchar (o que necesita darse por el cuerpo como una crema de consuelo ante las adversidades) cursa con un precio inevitable: es mentira y, además, contraproducente. Pero así son los peronistas de nuevo cuño, de edición digital.

En la antesala de la vista oral de un juicio trascendental para la democracia española, esa que a ojos de Puigdemont y Otegui prácticamente no existe (menuda paradoja: la ETA de Otegui ha matado en Barcelona con tozudo desempeño durante muchos años, pero eso a Puigdemont le importa tan poco que su único deseo es una alianza con quien representa a los carniceros que laminaron Cataluña; Hipercor, Vich y Ernest Lluch incluidos), a Sánchez solo se le ocurre reclamar con insultante suficiencia un ápice de «autocrítica» al máximo Tribunal español a cuenta del errático y churretoso proceso que tiene que ver con los impuestos de una hipoteca. Sánchez exige a un Tribunal (que le ha hecho un gran favor dejándole la pelota en el área para que la remate a puerta vacía) lo que él ha sido incapaz de poner en práctica a lo largo de estos erráticos meses de Gobierno. Si es que a esta banda se le puede llamar Gobierno. Ni una palabra por sus rectificaciones, por sus Presupuestos fallidos, por sus irregularidades doctorales, por sus ministros abrasados, por sus empeños guerracivilistas o por su alistamiento con el populismo más ramplón: la autocrítica siempre es cosa de los demás.

Dotado de una irritante artificialidad, Sánchez ha pretendido estimular una corriente de adhesión a sus meandros políticos mediante el método antiguo de la baja lisonja. Asegurar, a las pocas horas de haber decidido el Supremo que quien debe seguir pagando impuestos es el ciudadano, que los ciudadanos (y ciudadanas) no van a volver a pagar el impuesto de marras a la hora de escriturar una vivienda mediante la firma de una hipoteca es de una sinvergonzonería demagógica sin precedentes. Cualquiera con dos dedos de frente, y más un supuesto doctor en Economía, sabe que ningún banco está dispuesto a sufragar la compra de vivienda alguna por parte de ningún particular y que todo gasto atribuido a la cuenta de resultados de una entidad que vive del préstamo será repercutido, de una forma o de otra, al crédito concedido, es decir, que el prestatario, quien recibe el dinero para hacerse con una propiedad, correrá con los gastos de manera directa o de indirecta. Si de verdad Sánchez y su camarilla quisieran estar al lado de «la gente», suprimirían un impuesto inusitadamente alto que sirve para engrosar las cuentas de esos sacamantecas que son las comunidades autónomas y no se vestiría de Robin de Los Bosques para hacer creer que ha aliviado la cuenta de resultados de los particulares cargando la imposición sobre los hombros de los malvados banqueros españoles. La jugada, habida cuenta del populismo ramplón de muchos españoles, es de olfato rápido y de conocimiento del terreno que se pisa, pero es una ofensa más a la inteligencia de los votantes, la cual, a simple vista, está por demostrar.

Ahora puede dedicar su tiempo a ver si consigue levantar la losa de Franco. Pero ojo, pesa más de lo que parece.

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Opinión

Profunda reflexión religiosa sobre la renuncia de Benedicto XVI y la Iglesia actual. Por el Sacerdote Jaime Mercant Simó

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Tal día como hoy, el 11 de febrero de 2013, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, un potente rayo impactó en la cúpula de la Basílica de San Pedro del Vaticano.

Sin embargo, horas antes, cayó otro rayo todavía más enérgico a nivel espiritual, que dejó en estado de estupefacción a toda la cristiandad e incluso al mundo entero: el papa Benedicto XVI anunció su renuncia al sumo pontificado.

Dicha dimisión, efectiva día 28 de febrero, a las 20:00h, fue totalmente válida. Al respecto, las suspicaces especulaciones sobre la misma, además de poco rigurosas, nos abocarían al «delirium tremens» del sedevacantismo en el caso de que les diésemos un mínimo de crédito.

Dicho esto, siempre he reconocido que la mencionada renuncia ni me gustó ni la consideré un «acto de valentía», como muchos pública y mediáticamente sostuvieron, incluso aquellos hipócritas que, años antes, defendían y alababan todo lo contrario, a saber, el «acto de coraje y gran resistencia» de Juan Pablo II al no renunciar, pese a su enfermedad e insoportables dolores y al intenso debate público, existente entonces, acerca de dicha cuestión.

Sea como sea, aunque no me gustase su decisión, no quiero juzgar moralmente a Benedicto XVI, porque únicamente Dios sabe el grave y «misterioso» motivo por el cual la tomó. Ahora bien, el papa alemán abandonó la Sede Petrina en un momento, a mi modo de ver, muy inoportuno, esto es, cuando más falta nos hacía; éste es mi parecer y nadie puede obligarme a decir lo contrario.

Su pontificado me marcó muchísimo, tanto que no he dejado de echarle de menos, aunque no esté de acuerdo en todo lo que hizo como papa ni en todo lo que escribió como teólogo; en esa época había más libertad que ahora para realizar un «sano ejercicio» de disentimiento.

Por otra parte, es innegable que, desde entonces, las cosas han cambiado bastante en la Iglesia.

Tampoco voy a juzgar moralmente al papa Francisco ni le faltaré al respeto, habida cuenta de que ostenta el supremo ministerio del apostolado, pero, a la hora de hacer un balance honesto y serio de su pontificado, alejándome de toda suerte de «morbosa papolatría», me es inevitable concluir que esta última década no ha supuesto, propiamente hablando, una «primavera eclesial», como curiosamente les oí decir a unos sacerdotes nostálgicos de los años 70.

Vivimos, en este preciso «articulus temporum» de la historia, en un estado de decadencia tal que podríamos calificarlo de «época de hierro» -así lo siento yo-, lo cual choca frontalmente con la actitud de ingenuo optimismo que manifiesta la legión de sinodalistas radicales. De todos modos, nunca debemos perder la esperanza ni durante los «años de hierro» ni, mucho menos, en los años venideros de persecución; la Iglesia es de Dios y, como tal, es indefectible, pues depende teológica y metafísicamente de las «promesas de Cristo» relativas a su «perpetua asistencia». Dado que hoy es la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, roguemos a la Santísima Virgen, «Mater Ecclesiae», para que interceda por la cristiandad, guardándola de todo peligro bajo su manto protector.

Confiemos en la Virgen María, pues, no lo olvidemos, ella es la «Omnipotente suplicante».

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