Opinión
Herejías antiguas en tiempos nuevos

Published
6 años agoon
By
Jesús Calvo
Las verdades como los errores, sean en el terreno de la filosofía o en el de la teología, se repiten de forma natural por desconocimiento de la verdadera doctrina, tropezando en la misma piedra o por infección diabólica provocada por los enemigos de siempre contra la Iglesia de Cristo.
De esto el mundo no se librará mientras las inculturas religiosas y filosóficas sigan haciendo la labor disolvente en el marco del escepticismo y el relativismo.
Pero el católico debe exigirse esa solidez de formación que le haga ser libre (la verdad os hará libres), y sentirse firmemente amarrado al puerto contra las embestidas de las olas, con la maroma de sus convicciones en la verdadera doctrina revelada.
Faltando esa solidez, todo se presta a dudas y eternas y vacías discusiones. Dos errores viejos, y que siguen siendo peligrosos para la espiritualidad católica, son el gnosticismo y el pelagianismo.
El gnosticismo ya surgió en los comienzos del cristianismo en época apostólica. Se presentaba con un ropaje de ciencia de alta especulación, pretendiendo representar la verdadera ciencia divina y humana mezclando ideas helenísticas y orientales con otras cristianas. Defendían una oposición eterna entre Dios y la materia como origen del mal. De ahí el “dualismo”. Y Cristo, solo sería un Redentor como emanación del Ser Supremo y no como persona divina concreta. Así, se disuelve la doctrina salvífica concreta en un aprecio inmenso de la propia inspiración subjetiva y con ella se destruye la moral objetiva.
La Iglesia lo desenmascaró y combatió con los apóstoles Pedro y Pablo y San Justino y San Ignacio de Antioquía y, entrando el siglo II, San Ireneo, San Hipólito y Tertuliano, en la instrucción de los fieles.
Un tal Pelagio, británico pero que gozaba en Roma de fama de hombre espiritual, comenzó a defender a principios del siglo V que el hombre con su libertad es capaz de obrar el bien por sí mismo, con sus propias fuerzas, y sin el auxilio de la gracia de Dios, librarse de todo pecado y que éste no se transmita al respeto de la especie humana.
Esto halagaba la vanidad humana, atribuyéndole el obrar el bien al margen de las ayudas de la gracia divina.
Lo pudo decir por su soberbia espiritual de asceta y contra el concepto pesimista que había de la naturaleza humana.
Fue esencialmente San Agustín quien más combatió esta herejía, reconociendo la necesidad de la gracia ante el lastre del pecado original que seguimos heredando. El Padre Zósimo condenó esta soberbia y narcisista doctrina.
El hombre actual, cuando se desvía de las prácticas religiosas (católicos no practicantes), puede caer en estos errores gnósticos de inventarse sus propios errores. Creencias e interpretaciones de la fe y la moral, sintiéndose autosuficiente en sus cumplimientos “a su manera”.
Para el gnosticismo, no se salva uno ni con la fe ni con las obras, sino con ese “conocimiento” subjetivo a gusto de cada quien.
Para el pelagianismo, no se salva con la fe, sino solo con las obras.
Para el protestantismo no se salva con las obras, sino solo con la fe.
Y para el catolicismo, solo nos salvamos con las obras concordes con las exigencias de la fe.
Así podemos resumir y distinguir cada camino de salvación en fondo y en forma, libres de aduladoras doctrinas que nada tienen que ver con la ortodoxia única y verdadera católica.
Vemos cómo la naturaleza del humano no cambia con el paso de los siglos… Tenemos las mismas tendencias al pecado, y la gracia y la oración están para combatir esos peligros de incumplimiento.
Seguimos siendo de carne y polvo, pero nuestras limitaciones pueden convertirse en polvo enamorado por la gracia divina, cuando el humano sigue unido a los recursos redentores del Salvador y unido a esos Sagrados Corazones que laten eternamente por la feliz realización de nuestra eterna bienaventuranza.
Los errores se repiten, pero las virtudes nos enaltecen, triunfando de las pequeñeces terrenales.
¡Nada sin Dios!
Párroco de Villamuñio, León.

por Pino Arlacchi
La Europa de hoy está afectada, como la antigua Grecia, por desigualdades y fracturas: está muriendo porque ha caído en manos de élites de bajo nivel, preocupadas sólo por su propia supervivencia.
Con su insano plan de rearme, la élite gobernante de Europa occidental está intentando construir una amenaza rusa que sólo existe en sus delirios y que sirve para ocultar su incapacidad para jugar el juego real, que es enteramente interno a la propia Europa.
El juego del empobrecimiento lento e inexorable de su población en beneficio de unos pocos privilegiados que dura ya medio siglo. El juego de la pérdida de energía vital del continente, cada vez más aislado en un planeta ya no dominado por Occidente y rebosante de deseos de emancipación y de paz.
El proyecto europeo, concebido después de 1945 como reacción a dos guerras mundiales que llevaron a Europa al borde de la autodestrucción, ha agotado su fuerza motriz.
Ya no es un gran plan de paz y prosperidad compartidas. Se ha corrompido y se ha volcado en un cupio dissolvi, en un renovado impulso suicida.
¿Qué otra cosa puede ser sino un voto de locura a muerte el ataque que la oligarquía de Europa Occidental está lanzando contra otra parte de Europa, Rusia, equipada con armas de destrucción masiva capaces de destruir toda la civilización europea?
¿Qué pasaría si Rusia decidiera tomar en serio la amenaza de agresión de Bruselas y actuara por adelantado y tomara la iniciativa en lugar de esperar veinte años como en el caso de Ucrania? Por el momento, Putin parece más inclinado a considerar las declaraciones de von der Leyen y la histeria antirrusa del Parlamento Europeo como poco más que charlatanería. Pero en el caso contrario no creo que el fin de Europa se produzca lentamente, a lo largo de siglos o generaciones, como le ocurrió a su patria, la Grecia clásica, que se extinguió por las mismas razones absurdas que hoy promueven los ineptos dirigentes de Europa.
No fueron los arcos del invasor persa ni las lanzas macedonias las que silenciaron la voz de Atenas, sino el envenenamiento gradual de sus mismas raíces. La Grecia clásica no cayó ante los golpes de un enemigo externo. Murió por un suicidio prolongado, cometido durante guerras fratricidas. El colapso de la antigua Grecia conserva una resonancia inquietante y una relevancia que no podemos permitirnos ignorar.
La narrativa tradicional que atribuye los orígenes de la decadencia helénica a la “amenaza persa” es una simplificación histórica que no resiste el análisis crítico de los acontecimientos. Como observó Arnold Toynbee, las civilizaciones no mueren al ser asesinadas, sino que se suicidan. El caso griego ayudó a inspirar esta máxima, revelando cómo el sistema de polis, las ciudades-estado, con su extraordinaria vitalidad cultural y sus profundas contradicciones políticas, ya contenía en sí mismo las semillas de su propia desintegración.
El acontecimiento catalizador de este proceso de autodestrucción fue, sin duda, la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), un conflicto que desgarró al mundo griego durante 27 años y que enfrentó a Atenas y su Liga de Delos contra Esparta y la Liga del Peloponeso. La guerra fue iniciada por los espartanos, pero Tucídides, el gran historiador y testigo directo de los acontecimientos, distingue entre la «causa real» y los «pretextos inmediatos».
Según él, la causa fundamental fue “el crecimiento del poder ateniense y el temor que despertó en Esparta”. Atenas había transformado la Liga de Delos (que comenzó como una alianza defensiva al estilo de la OTAN contra los persas) en un imperio marítimo de pleno derecho cuyos barcos amenazaban las costas del Peloponeso espartano. Así pues, si formalmente fue Esparta la que declaró la guerra, Tucídides sugiere que fue el expansionismo ateniense el que hizo que el conflicto fuera prácticamente inevitable. (¿Se te ocurre algo?)
Las cifras hablan por sí solas: Atenas perdió aproximadamente 30.000 ciudadanos durante la epidemia de peste de 430-429 a.C., una cuarta parte de su población.
La agresión de 415-413 a.C. contra Siracusa, espléndida polis siciliana culpable sólo de eclipsar a Atenas, terminó con la derrota y la pérdida de 40.000 hombres y 200 barcos. Cuando, en el año 404 a. C., la ciudad se rindió ante Esparta, sus murallas fueron derribadas mientras sus habitantes lamentaban el fin de la hegemonía ateniense y, con ella, de una época dorada del pensamiento humano.
Como escribe Luciano Canfora: «La Grecia clásica murió así, consumida en una interminable sucesión de guerras, donde cada victoria era efímera y cada derrota permanente. Solo el arte y el pensamiento griegos sobrevivieron, pero en formas cada vez más alejadas de la realidad política».
En el corazón de esta autodisolución había una paradoja no resuelta: el sistema de ciudad-estado que había engendrado el increíble florecimiento cultural del siglo V a. C. C., se mostró incapaz de evolucionar hacia formas de agregación política más amplias.
Cada polis defendía celosamente su propia autonomía (autonomía) y libertad (eleutheria), considerando la independencia un valor absoluto e innegociable. Ningún pensador griego fue más allá de fantasías efímeras sobre una federación de polis de habla griega.
No olvidemos, a este respecto, cómo los padres fundadores de la Unión Europea consideraron la inclusión de Rusia como el objetivo final en el camino hacia una Europa que se extendiera desde el Atlántico hasta los Urales. Un camino interrumpido y un proyecto de expansión colapsado sin remedio. Y sin alternativa.
La lección de la caída de la Grecia clásica es que ninguna excelencia artística y filosófica puede salvar a una civilización cuyo liderazgo no puede afrontar los desafíos políticos y sociales del momento. Las civilizaciones mueren cuando pierden la capacidad de renovarse desde dentro, de rejuvenecerse, como le está sucediendo ahora a China: el país más pobre del mundo se ha convertido en uno de los más ricos en apenas 40 años gracias a la calidad de su liderazgo y a su proyecto socialista.
La Europa contemporánea, como la antigua Grecia, está afectada por desigualdades y fracturas que parecen irreparables. Nuestra civilización está muriendo porque ha caído en manos de élites de bajo nivel, preocupadas sólo por su propia supervivencia, dispuestas a servir a amos externos y condenadas a convertirse en víctimas de su propia paranoia.
Si la parte rusa de Europa decide tomar realmente en cuenta la amenaza armada que la oligarquía europea occidental intenta construir contra ella, la historia se repetirá en forma de una tragedia aún más definitiva que la que destruyó la antigüedad griega. Porque ahora hay un apocalipsis nuclear en escena.
Pero la historia parece repetirse, hasta ahora, en forma de farsa. Esperemos que así sea.
*Artículo republicado con amable autorización del autor.
Pino Arlacchi: Ex Secretario General Adjunto de la ONU. Su último libro es “Contra el miedo” (Chiarelettere, 2020)
Traducción revisada por Carlos X. Blanco


El suicidio de la UE y la antigua Grecia
¡Comparte esta publicación! por Pino Arlacchi La Europa de hoy está afectada, como la antigua Grecia, por desigualdades y...


En España gobierna don Julián. Por Carlos X. Blanco
¡Comparte esta publicación! La colonización marroquí de España. Carlos X. Blanco En diversas publicaciones ya he advertido del peligro...


De cómo la UE y las ONG activistas se apropiaron de la agenda de género
¡Comparte esta publicación! Mathias Corvinus Collegium (MCC) En breve La política de género de la Unión Europea ha experimentado...


¿Quién fue Jean Thiriart (1922-1992)?
¡Comparte esta publicación! Jean THIRIART es el padre del concepto de «Europa Unida» y de la doctrina política,...


Le Pen no es elegible. Los usos políticos de la justicia
¡Comparte esta publicación! Diego Fusaro Es un verdadero terremoto el que sacude Francia estos días, ya que el tribunal ha...


Aires de Guerra. Por Carlos X. Blanco
¡Comparte esta publicación! Carlos X. Blanco Soplan aires de guerra. Azufre y hedor de cadáver es lo que trae...