Opinión
12 de octubre: La hispanofobia de la izquierda y el complejo de culpa e inferioridad de la derecha boba, léase PP y Ciudadanos y VOX

Published
7 años agoon

Como bien sabe cualquier persona suficientemente informada, la izquierda ha acabado siendo omnipresente en aquellos ámbitos y facetas esenciales de la vida cotidiana de los españoles, la izquierda ha ganado la batalla en la enseñanza institucionalizada, controla las universidades, controla y censura la ciencia y la investigación, está presente en los medios de información y creadores de opinión, y todo ello lo ha conseguido por la inacción, la apatía, el miedo, el complejo de culpa, el complejo de inferioridad y algunos factores más que caracterizan a la derecha intelectual y sociológica, que haberla hayla; rendición que lleva implícito el reconocimiento de una supuesta “superioridad moral de la izquierda”.
Quienes se hacen llamar “progresistas” han monopolizado todo, y si no todo, poco les falta, y lo han conseguido fundamentalmente adoctrinando a la gente desde los primeros años de vida. Desde el aprendizaje de las primeras letras, desde el instante en el que se enseña a leer a los alumnos se les inculcan una serie de “valores” (mejor habría que llamarlos contravalores) tales como que ellos y sus votantes son “pueblo” y que ellos son los únicos representantes de “el pueblo”, y por lógica, todos los demás “no son pueblo”, es más, son enemigos del pueblo. También proclaman sin rubor que ellos son representantes de los “trabajadores” (aunque la mayoría de ellos nunca han dado un palo al agua); lo mismo podemos decir del peculiar concepto que los izquierdistas tienen de “ciudadano” y “ciudadanía”, de los cuales se apropian en exclusiva y niegan a quienes con ellos no comulgan. Como también se han apropiado de la expresión “demócrata” y “democracia” (y gritan y vociferan aquello de “no nos representan”, “¡¡Democracia –real- ya!! ¡Derecho a decidir!), y se dedican a conceder diplomas y carnés de demócratas, demonizando a quienes según ellos no lo son, tildándolos de todo lo más abominable e indeseable.
Otro de los dogmas izquierdistas es el de que “la calle es suya”, del pueblo; más aún, ellos son la calle, de la calle emana un poder poco menos que supranatural al cual hay que rendirse y someterse… Y, hay de aquel que ose cuestionarlo, tenga la ocurrencia de mostrar alguna objeción, la gente, el pueblo, “la calle” están legitimados para ejercer violencia contra él, pues es un enemigo del pueblo, de la gente, e incluso de eliminarlo físicamente o condenarlo al ostracismo.
En fin, me refiero a quienes consideran que hay “terrorismo” y terrorismo, violencias “revolucionarias”, violencias “progresistas” y violencias “reaccionarias” (y por tanto víctimas de diferentes categorías, dependiendo de quién sea el victimario y quién sea violentados…); quienes consideran que la segunda república española era el “edén” y que una pandilla de energúmenos (que por supuesto, ni eran gente, ni pueblo, ni representaban al pueblo, sino que eran enemigos del pueblo) acabó con aquella sociedad perfecta en la que se olvidan de decir que quienes ellos alaban y ensalzan practicaban la violencia, llevaban un revólver al cinto y ponían bombas, asaltaban cuarteles, promovían insurrecciones como el golpe de estado de 1.934 (revolución de Asturias la llaman).
Hablo de quienes se hacen llamar intelectuales y únicos representantes del “mundo de la cultura” (por supuesto, nunca aceptarán la idea de que la Cultura, con mayúsculas, es el conjunto de los conocimientos científicos, literarios o artísticos conocidos, muy al contrario, ellos solamente reconocen como cultura el conjunto de actividades que realiza el pueblo). Ellos que aborrecen todo lo que huela a cristianismo y catolicismo, y consideran que los EEUU e Israel son el gran Satán, y llaman fascista a todo aquel que tenga el atrevimiento de contradecirlos, pese a que los diversos “fascismos” fueron vencidos en 1.945, hace la friolera de 81 años, tienen también otra particularidad, otra seña de identidad, se trata de su hispanofobia, un profundo odio, una profunda aversión a todo lo que tenga relación con España.
Según la izquierda española (aunque les pese lo de “española”), según los progresistas patrios, la Nación Española, España no existe.
Les importa un bledo, una higa que los romanos (todavía no se les ha ocurrido decir que deben pedirnos perdón sus descendientes, y que tienen contraída con nosotros una “deuda histórica” que debería reparar, pero todo tiene su tiempo) decidieran hace más de 2.000 años crear una provincia en nuestro territorio, a la que denominaron Hispania. Tampoco les importa demasiado que los visigodos, tras la caída del Imperio Romano de Occidente, crearan el “Reino de España” y decidieran que su capital fuera Toledo; o que los Reyes Católicos (¡Uf, a menudos he tenido la ocurrencia de nombrar!) reyes de Castilla y Aragón, agruparan en una nación llamada España, para siempre, a catalanes, gallegos, extremeños, aragoneses, andaluces, asturianos, etc
¡Qué importa si el señorío de Vizcaya se unió al reino de Castilla voluntariamente hace más de 1000 años!
Poco o nada importan las hazañas de aquellos vascos de nombre Juan Sebastián Elcano, o Legazpi, o Blas de Lezo, al servicio de la Corona Española, del Imperio Español… poco importan los muertos catalanes o andaluces o navarros en el desastre de Annual, o la derrota de Alarcos, o las victorias de las Navas de Tolosa o en la batalla de Lepanto.
Picasso, Dalí, Buñuel, Ortega y Gasset, santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, Cervantes, Velázquez, García Lorca, Severo Ochoa, el valle de Arán, la serranía de Cuenca, la sierra Morena, el Teide y el monte Perdido, la Peña de Francia, el Ebro o el Tajo, la mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada, la catedral de Burgos o la Catedral de Santiago de Compostela, las Cortes de Cádiz (y ¡Viva la Pepa!), las guerras carlistas, la primera república, y la restauración monárquica, y la dictadura del General Primo de Rivera, y la segunda república, y la Dictadura del General Franco…. Y por supuesto, también la conquista de América,… la jota, las sevillanas, la muñeira, y la sardana, la tortilla de patatas, el gazpacho, la paella, el pisto manchego, las corridas de toros, Manolete, y “el Cordobés”, y los empalaos de la Vera, las procesiones de Semana Santa, el Betis y el Sevilla, el Atleti y el Real Madrid, y el Barça, y la selección nacional de fútbol, y la RENFE, y la Telefónica, y Zara… y el cierzo y la tramontana… todo ello y mucho más, -aunque ya lo haya mencionado en múltiples ocasiones- es España, pero para la izquierda española, y para la derecha boba y los asiduos tertulianos de las diversas televisiones, y hasta para el “hombre del tiempo” de televisión, es solamente “estepaís” o como mucho “el Estado Español”.
Este 12 de octubre, pese a que algunos renieguen de su españolidad, pese a que algunos lo consideren algo rancio, cosa antigua, hasta propio de franquistas y lindezas por el estilo, hasta el extremo de llamar “fascistas” a quienes tenemos la osadía de salir a la calle con la bandera rojigualda para exigir al gobierno frentepopulista que preside Pedro Sánchez que actúe, aplique la Constitución (especialmente el artículo 116 y declare el estado de sitio…) y detenga a quienes pretenden romper nuestra Patria que en Cataluña; seremos muchos los españoles que celebraremos la Fiesta Nacional, en conmemoración de aquel día que unos ESPAÑOLES descubrieron y triunfaron en América, posiblemente una de las mayores gestas, si no la que más, que hayan conocido los siglos, y de lo cual no debemos sentir culpa de ninguna clase, sino muy al contrario, es algo de lo que debemos sentirnos muy, pero que muy orgullosos.
El 12 de octubre es día de hacer ondear nuestra bandera, de colgarla de nuestros balcones, de sentirse orgullosos, afortunados de ser españoles, de manifestar claramente que no estamos dispuestos a consentir que unos cuantos, con el apoyo de la izquierda, y la derecha boba y cobarde, destruyan lo que nos legaron nuestros mayores, nuestros ancestros, que no vamos a consentir que destruyan la patria común de todos los españoles.

por Pino Arlacchi
La Europa de hoy está afectada, como la antigua Grecia, por desigualdades y fracturas: está muriendo porque ha caído en manos de élites de bajo nivel, preocupadas sólo por su propia supervivencia.
Con su insano plan de rearme, la élite gobernante de Europa occidental está intentando construir una amenaza rusa que sólo existe en sus delirios y que sirve para ocultar su incapacidad para jugar el juego real, que es enteramente interno a la propia Europa.
El juego del empobrecimiento lento e inexorable de su población en beneficio de unos pocos privilegiados que dura ya medio siglo. El juego de la pérdida de energía vital del continente, cada vez más aislado en un planeta ya no dominado por Occidente y rebosante de deseos de emancipación y de paz.
El proyecto europeo, concebido después de 1945 como reacción a dos guerras mundiales que llevaron a Europa al borde de la autodestrucción, ha agotado su fuerza motriz.
Ya no es un gran plan de paz y prosperidad compartidas. Se ha corrompido y se ha volcado en un cupio dissolvi, en un renovado impulso suicida.
¿Qué otra cosa puede ser sino un voto de locura a muerte el ataque que la oligarquía de Europa Occidental está lanzando contra otra parte de Europa, Rusia, equipada con armas de destrucción masiva capaces de destruir toda la civilización europea?
¿Qué pasaría si Rusia decidiera tomar en serio la amenaza de agresión de Bruselas y actuara por adelantado y tomara la iniciativa en lugar de esperar veinte años como en el caso de Ucrania? Por el momento, Putin parece más inclinado a considerar las declaraciones de von der Leyen y la histeria antirrusa del Parlamento Europeo como poco más que charlatanería. Pero en el caso contrario no creo que el fin de Europa se produzca lentamente, a lo largo de siglos o generaciones, como le ocurrió a su patria, la Grecia clásica, que se extinguió por las mismas razones absurdas que hoy promueven los ineptos dirigentes de Europa.
No fueron los arcos del invasor persa ni las lanzas macedonias las que silenciaron la voz de Atenas, sino el envenenamiento gradual de sus mismas raíces. La Grecia clásica no cayó ante los golpes de un enemigo externo. Murió por un suicidio prolongado, cometido durante guerras fratricidas. El colapso de la antigua Grecia conserva una resonancia inquietante y una relevancia que no podemos permitirnos ignorar.
La narrativa tradicional que atribuye los orígenes de la decadencia helénica a la “amenaza persa” es una simplificación histórica que no resiste el análisis crítico de los acontecimientos. Como observó Arnold Toynbee, las civilizaciones no mueren al ser asesinadas, sino que se suicidan. El caso griego ayudó a inspirar esta máxima, revelando cómo el sistema de polis, las ciudades-estado, con su extraordinaria vitalidad cultural y sus profundas contradicciones políticas, ya contenía en sí mismo las semillas de su propia desintegración.
El acontecimiento catalizador de este proceso de autodestrucción fue, sin duda, la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), un conflicto que desgarró al mundo griego durante 27 años y que enfrentó a Atenas y su Liga de Delos contra Esparta y la Liga del Peloponeso. La guerra fue iniciada por los espartanos, pero Tucídides, el gran historiador y testigo directo de los acontecimientos, distingue entre la «causa real» y los «pretextos inmediatos».
Según él, la causa fundamental fue “el crecimiento del poder ateniense y el temor que despertó en Esparta”. Atenas había transformado la Liga de Delos (que comenzó como una alianza defensiva al estilo de la OTAN contra los persas) en un imperio marítimo de pleno derecho cuyos barcos amenazaban las costas del Peloponeso espartano. Así pues, si formalmente fue Esparta la que declaró la guerra, Tucídides sugiere que fue el expansionismo ateniense el que hizo que el conflicto fuera prácticamente inevitable. (¿Se te ocurre algo?)
Las cifras hablan por sí solas: Atenas perdió aproximadamente 30.000 ciudadanos durante la epidemia de peste de 430-429 a.C., una cuarta parte de su población.
La agresión de 415-413 a.C. contra Siracusa, espléndida polis siciliana culpable sólo de eclipsar a Atenas, terminó con la derrota y la pérdida de 40.000 hombres y 200 barcos. Cuando, en el año 404 a. C., la ciudad se rindió ante Esparta, sus murallas fueron derribadas mientras sus habitantes lamentaban el fin de la hegemonía ateniense y, con ella, de una época dorada del pensamiento humano.
Como escribe Luciano Canfora: «La Grecia clásica murió así, consumida en una interminable sucesión de guerras, donde cada victoria era efímera y cada derrota permanente. Solo el arte y el pensamiento griegos sobrevivieron, pero en formas cada vez más alejadas de la realidad política».
En el corazón de esta autodisolución había una paradoja no resuelta: el sistema de ciudad-estado que había engendrado el increíble florecimiento cultural del siglo V a. C. C., se mostró incapaz de evolucionar hacia formas de agregación política más amplias.
Cada polis defendía celosamente su propia autonomía (autonomía) y libertad (eleutheria), considerando la independencia un valor absoluto e innegociable. Ningún pensador griego fue más allá de fantasías efímeras sobre una federación de polis de habla griega.
No olvidemos, a este respecto, cómo los padres fundadores de la Unión Europea consideraron la inclusión de Rusia como el objetivo final en el camino hacia una Europa que se extendiera desde el Atlántico hasta los Urales. Un camino interrumpido y un proyecto de expansión colapsado sin remedio. Y sin alternativa.
La lección de la caída de la Grecia clásica es que ninguna excelencia artística y filosófica puede salvar a una civilización cuyo liderazgo no puede afrontar los desafíos políticos y sociales del momento. Las civilizaciones mueren cuando pierden la capacidad de renovarse desde dentro, de rejuvenecerse, como le está sucediendo ahora a China: el país más pobre del mundo se ha convertido en uno de los más ricos en apenas 40 años gracias a la calidad de su liderazgo y a su proyecto socialista.
La Europa contemporánea, como la antigua Grecia, está afectada por desigualdades y fracturas que parecen irreparables. Nuestra civilización está muriendo porque ha caído en manos de élites de bajo nivel, preocupadas sólo por su propia supervivencia, dispuestas a servir a amos externos y condenadas a convertirse en víctimas de su propia paranoia.
Si la parte rusa de Europa decide tomar realmente en cuenta la amenaza armada que la oligarquía europea occidental intenta construir contra ella, la historia se repetirá en forma de una tragedia aún más definitiva que la que destruyó la antigüedad griega. Porque ahora hay un apocalipsis nuclear en escena.
Pero la historia parece repetirse, hasta ahora, en forma de farsa. Esperemos que así sea.
*Artículo republicado con amable autorización del autor.
Pino Arlacchi: Ex Secretario General Adjunto de la ONU. Su último libro es “Contra el miedo” (Chiarelettere, 2020)
Traducción revisada por Carlos X. Blanco


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