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Opinión

Una España desde el siglo VI. Quince siglos, nada menos

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En De laude et deploratione Spaniae, San Isidoro (560-636), prólogo a su Historia Gothorum (624) con base en Plinio el Viejo, sin duda, en su alabanza a Italia al final de su Historia Natural hace un elogio de España: De todas las tierras que se extienden desde el mar de Occidente hasta la India tú eres la más hermosa. ¡Oh sacra y venturosa España, madre de príncipes y de pueblos!… Tú eres la gloria y el ornamento del mundo, la porción más ilustre de la Tierra… Tú riquísima en frutas, exuberante en racimos, copiosa en mieses, te revistes de espigas, te sombreas de olivos, te adornas de vides. Están llenos de flores tus campos, de frondosidad tus montes, de peces tus ríos…”

En virtud de la última división de la diócesis de la Hispania romana hecha por Diocleciano (emperador de 284 a 305), la España visigótica a la que se refiere el santo, comprendía, en la prefectura de las Galias, a cargo de un Vicarias Hispaniarum, las provincias de la Bética, la Cartaginense, la Tarraconense, la Gallecia y la Lusitania. Posteriormente se agrega la Baleárica. No se refiere, pues, a la sola Bética, como afirman algunos.

En el siglo VIII, en el 711 se produce -con la impagable ayuda de los judíos discriminados y un régimen disgregado y traicionero- la invasión en sucesivas oleadas y manu militari de los musulmanes del lejano Califato de Bagdad. Una rápida invasión, en cuatro años. Carlos Martel, en Poitiers, desbarata en el 732 el progreso de la invasión musulmana hacia Europa y provoca su retracción, en sucesivas etapas, al sur peninsular.

El esplendor, el culmen de poderío musulmán, de un Estado poderoso en la península visigoda y cristiana invadida, se produce en el califato de la Córdoba del siglo X con un Omeya, Abderramán III, proclamado emir en el 912 y califa en 929 que reinó 49 años tras dos siglos de invasión, desorden musulmán, rotura con el califato de Bagdad y creación del califato de Córdoba.

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Con la victoria en Covadonga del rey asturiano Pelayo en el 722 se produce el comienzo de una lenta y trabajosa reconquista cristiana que duraría 781 años, en unos tiempos largos y prolongados propios de aquellos tiempos, que hoy no pasarían de décadas. En el X ya están los cristianos en la meseta, en la cuenca del Duero erizada de castillos. En el XI son cuatro reinos -que se van formando y consolidando en la terea- los que la acometen, el de León, Navarra, Aragón y Castilla, junto al condado de Cataluña. Habían repoblado ciudades y se mostraban solidarios con la causa. El califato deviene en taifas, en división y en el XII el impulso se concentra hasta la gran victoria de las Navas en el XIII, en 1212, la de Alfonso VIII y pórtico de la victoria final.

El emirato cordobés, en el largo reinado de su primer emir Abderramán I crea su capital en las ruinas de la Córdoba de del 756 y los sucesores Hixem I y Alhakem I buscaron la unidad a base de mano durísima con los disidentes, dejando de lado el empuje de los reinos cristianos en el norte de la península sin otras réplicas que expediciones de castigo. Abderramán II, aún emir, en 822 se encuentra con una heterogeneidad y permanente inestabilidad porque la población seguía siendo la hispanorromana, con aportaciones visigodas y judías. La árabe no pasaba de cincuenta mil personas, eso sí de calidad y rango, verdadera y poderosa aristocracia.

Se renueva las murallas, edifica la enorme mezquita No le atraía la climatología de la lluvia y el frío y se había producido una despoblación, un colchón, en la meseta norte y los reyes asturianos se limitaban a incursiones por la cuenca del Duero, esperando poder repoblarla. Años y años, hasta este siglo X, en el que se comienza a repoblar y a asentar población cristiana. El califato cordobés hasta el XII no tiene una población 100% islámica. Hasta entonces hubo una coexistencia relativamente pacífica entre las tres civilizaciones, a lo Toledo, siempre bajo la supremacía del Islam. Estos cristianos que se pasaban de bando eran los muladíes, y mozárabes los cristianos de religión, pero arabizados y abducidos en muchos aspectos, que adoptaban nombres árabes, no comían cerdo y sus maneras eran de admiradores de una civilización que consideraban superior.

Abderramán III acometió la construcción de fastuosa Medina Azahara extramuros, en la falda de la sierra y consiguió una capital del califato que llegaba a los cien mil habitantes, e incluso los superaba en concentraciones de tropas, cuando Paris o Roma no pasaban de cuarenta mil. Con él se alcanza una estabilidad política y una bonanza económica, un punto de inflexión y se proclama califa en el 929, a los diecisiete de ser emir. No era feliz, según decía, porque se preocupaba de todo y no dejaba los problemas en manos de favoritos ni ministros. Quizás lo que le molestaba más era la actitud agresiva de los reinos cristianos del norte que no cesaban en sus intentos.

Cuando Abderramán III subió a Simancas en el 939 se produjo un choque brutal de dos masas de caballería. En la retirada, el Califa apenas salvó su vida y poco más. A su regreso a Córdoba crucificó a sus generales. Las siguientes incursiones de castigo ya fueron sin su asistencia personal. Su hijo Alhakem II heredó un Estado fuerte, rico, sin rival en Europa, una corta de avío y un ejército numeroso. Ese fue el climax musulmán.

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Inclinado a las letras, la poesía, la música, las joyas, tapices y bellezas de Medina Azahara y la mayor biblioteca del Occidente de entonces, nombró heredero a Hixem II, un incapaz a merced del favorito de su madre la sultana, Almanzor -el Victorioso- que hizo poco menos que meterle en un convento.

Después y durante veinte años castigó a los reinos cristianos con sus razzias, preferentemente arruinando iglesias y monasterios hasta los cimientos, y degollando a sus moradores como en san Pedro de Cardeña, tipo frente popular republicano, llegando a Santiago –famoso ya en toda la cristiandad- cuyas campanas se llevó a Córdoba a lomos de cautivos. Los finales del siglo XI son los del enfrentamiento a muerte de dos mitades de España. Ni el mismo Almanzor, muerto con el siglo XI, en Medinaceli tras ser derrotado en Calatañazor, creía posible vencer. Era ya una decadencia que terminaría en la derrota de las Navas de Tolosa en el XIII, y se consumaría en el XV con la toma de Granada por los reyes Católicos y la total expulsión de los invasores tras 781 años.

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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