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Una comunidad sólo para blancos: Orania, una paraíso en medio del caos y la violencia de la Sudáfrica post apartheid

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Letrero de bienvenida a la comunidad sudafricana creada sólo para blancos.
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Cuando Sudáfrica pasaba página al régimen segregacionista, nació Orania, una pequeña comunidad encerrada en sí misma, que preserva la cultura y la lengua de los antiguos colonizadores europeos. Un lugar sólo para blancos.
“¿Se te hace extraño ver a blancos trabajando como albañiles?”. Robert se quita su gorra de estampado militar y se seca el sudor. “Sabrás que en Sudáfrica esto no es normal”, dice. Él y otros dos hombres construyen un muro de lo que será una casa unifamiliar. Cobran 180 rands al día, unos 13 euros. En Orania, un pequeño pueblo situado en el árido desierto del Karoo, sólo viven blancos. Fuera de sus límites es conocido como el pueblo de los racistas.

Si Henrik Verwoerd fue el arquitecto del apartheid y el hombre que encerró a Nelson Mandela, su yerno Carel Boshoff fue uno de los fundadores de Orania en 1991. Entonces, el régimen segregacionista sudafricano llegaba a su fin, y una parte de los afrikáners, blancos descendientes de los colonizadores europeos, reclamaban su Volkstaat, su Estado para el pueblo: una comunidad que preservase su cultura, lengua y religión al margen de la nación arco iris de Mandela.

“Los negros son más fáciles de mandar porque no discuten tanto”, se queja Strauss, uno de los constructores que emplean a trabajadores blancos por un bajo sueldo; sin embargo, eligió vivir en Orania “porque no hay negros”.
A través de una compañía creada para la ocasión, un grupo de afrikáners compró al gobierno sudafricano un terreno a orillas del río Orange. Allí, en una de las zonas más despobladas del país, los afrikáners, que representan el 5% de la población, podían ser mayoría en la región. Los compradores privatizaron y poblaron una zona árida, y hoy deciden quién puede vivir en Orania y quién no.

En busca de la paz

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Más de dos décadas después, la comunidad blanca se ha consolidado. Lo que en un principio recordaba a una colonia se asemeja a un apacible camping eficientemente organizado. En Orania viven más de 1.100 personas, hay dos escuelas, bares, un pequeño centro comercial, una joyería, piscina y varias iglesias. Las calles están impecables, y los jardines se riegan a diario.

John Strydom y su mujer visten ropa de domingo. La iglesia a la que asisten es de confesión reformada neerlandesa, una antigua religión originaria de los Países Bajos. Después de la misa se sirve té y galletas de mantequilla. Antes de venir a Orania, Strydom se dedicaba a la medicina. Ahora, entre otras muchas tareas, gestiona las peticiones de residencia en el pueblo, que no son pocas: “Ahora mismo tenemos a 90 familias esperando respuesta”.

El mayor problema que afronta Orania es su crecimiento demográfico. La política de la comunidad sólo permite emplear a albañiles blancos, y los nuevos residentes tienen que esperar meses antes de poder ocupar una casa. En un país donde cada día se cometen 43 asesinatos, un lugar libre de violencia se vuelve atractivo: “Sudáfrica va camino de ser un Estado fallido, no funciona nada. Y eso se traduce en más afrikáners que quieren venir aquí”, cuenta Strydom.

Oficialmente, los requisitos para conseguir plaza son “abrazar la cultura afrikáner” y hablar la lengua afrikáans (mezcla de neerlandés, alemán, zulú y xhosa). Ser blanco es la condición no escrita.

Una nueva vida

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Orania tiene moneda y bandera propias. El año pasado exportó nueces a China, y 27.000 turistas visitaron su resort con spa. La intención es seguir creciendo hasta conseguir una salida al mar. Más allá del proyecto político, hasta aquí llega gente en busca de algo más prosaico, como trabajo. En Orania el paro no existe.

Al centro de trabajo Elim acuden hombres blancos en busca de una nueva oportunidad. Hay tres normas: pagar la habitación, cero alcohol e ir a misa una vez a la semana. El centro es una fábrica de ciudadanos ejemplares para Orania.

Chrichton no tuvo problema en ser aceptado pese a no ser afrikáner. Aprendió la lengua y se enorgullece de que en Orania haya chicas leyendo la Biblia en los bancos: “Aquí todo el que quiera trabajar es bienvenido. Toda persona blanca, claro”. Primero, los residentes ocupan la habitación más pequeña y vieja. Conforme van trabajando, su salario mejora y pueden optar a una habitación mejor. Después de varios años consiguen un pequeño apartamento: la meta final es una lugar en la comunidad. La habitación de Sean Chrichton es una de las medianas. Fue empresario de éxito y, tras divorciarse de su mujer, abandonó su hogar y terminó en una misión religiosa. “Allí encontré a Dios, y un día me hablaron de Orania. Al día siguiente me subí a un autobús”, dice con un fuerte acento escocés. Antes llevaba traje a diario, aquí ha sido carnicero y obrero.

Fuera del Elim, Wimpie Strauss, que viste ropa de safari, recoge a algunos de sus trabajadores, que se sientan en la parte trasera de su pick-up. Strauss es uno de los constructores que dan trabajo, por un sueldo bajo, a los residentes del centro. Admite sin tapujos que vino a vivir aquí “porque no hay negros”. Sin embargo, le cuesta adaptarse a los trabajadores blancos: “Los negros son más fáciles de mandar porque no discuten tanto”.

Devoción y grietas

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Atardece y la luz naranja lo abraza todo. La joven granjera Zoey, de 22 años, conduce su pick-up hasta un lugar sagrado para la comunidad. En lo alto de una colina, unos bustos de bronce colocados en semicírculo vigilan Orania: son las cabezas de los líderes afrikáners, llenas de tierra en polvo. Zoey las limpia con devoción: “Me encantaría poder hablar con ellos”, dice mientras aparta una telaraña de la oreja a Hendrik Verwoerd, ideólogo del apartheid.

“Orania no es un intento de volver al pasado ni de retrasar el reloj”, dice Carel Boshoff, quien, tras la muerte de su padre, el fundador, preside la comunidad.

El bar De Boer (“el granjero”) es el otro lugar de culto de Orania. Los Blue Bulls van perdiendo contra los Western Province. François aparta la mirada de la pantalla gigante después de que un jugador de su equipo reciba un duro placaje: “Los afrikáners que hay fuera todavía tienen trabajadores negros, como en el apartheid. Ellos son los conservadores. Nosotros, que tenemos nuestra propia fuerza laboral, somos los progresistas”. Marti, de 27 años, tercia: “Sudáfrica es un Estado fallido, y cuanto peor les vaya a ellos, mejor nos irá a nosotros. ¡Somos la salvación!”.
Al término del partido, empieza la música: canciones tradicionales afrikáners y Beyoncé. Jeff acaba de ser padre y lo ha estado celebrando. Habla del tiempo, de ovejas, de la calidad del agua. No le importa la política; ha venido a Orania porque cree que es un lugar seguro para sus hijos. De pronto, se levanta. Es un tipo grande y corpulento. Muestra unas cicatrices de bala en el torso. “¿Soldado?”. Niega con la cabeza. “¿Mercenario?”. Asiente. Jeff sigue al cronista al baño, cierra la puerta con pestillo y parece que se está pensando lo que va a decir. Respira hondo: “Por contarte esto alguien podría dispararme. Todo esto es una puta mentira”. Lo repite tres veces. “Aquí se odia a los negros, y si estás en contra de ello, te echan”, afirma.

En moto hacia el futuro

Carel Boshoff sirve más café. Tras la muerte de su padre, hace cinco años, ostenta el cargo de presidente no electo de Orania. Vive en una villa a las afueras del pueblo, en una bonita casa con muebles antiguos y una doncella blanca. Aunque parece poco diestro en la cocina, se ha ofrecido a preparar un almuerzo. Está acostumbrado a que la prensa extranjera le visite para cuestionar su proyecto político. Huevos y tostadas con mermelada de naranja casera. El café y el queso los ha traído de su última visita a Ams­terdam. De fondo, un disco de jazz fusión de una artista sudafricana de origen zulú. “Orania no es un intento de volver al pasado ni de retrasar el reloj. Nuestro sueño final es la independencia, el Volkstaat”, proclama.

Boshoff es un hombre de semblanza intelectual y entendido en filosofía. Es el encargado de hacer realidad el sueño que su padre inició en los noventa. Consolidados los cimientos de Orania, quiere dar más fuerza al motor que empuja la comunidad. “Mi próximo gran proyecto será una pequeña universidad”, señala.

Después del almuerzo, descubre su otra gran pasión: las motos. Se le dibuja una sonrisa cuando el tubo de escape de su Royal Enfield petardea. La ha desmontado decenas de veces pese a que le cuesta encontrar piezas originales en Sudáfrica. “Orania es esto, hacer tu propio trabajo. Hemos demostrado al mundo que eso es perfectamente viable”, explica.

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Tras dos décadas de existencia en una Sudáfrica que lucha por dejar atrás la política del apartheid, que pese a las críticas internacionales convirtió al país en la única potencia africana, Orania es un elemento molesto y cada vez menos excéntrico. “Podríamos mejorar nuestra imagen exterior quitando los bustos de la colina –dice Boshoff–. Pero entonces también tendríamos que haber llorado la muerte de Nelson Mandela”.

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España

Cartas desde Colombia: Librería Europa, un símbolo; Pedro Varela, un referente de lo que la Hispanidad y Occidente representan

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Por Carlos Arturo Calderón Muñoz.-

A inicios de la década de los 2000 este chicuelo caminaba por el centro de Bogotá, lugar en el que siempre pareciera que algo mágico está a punto de pasar pero en el que la caprichosa realidad se impone sin resistencia. Estaba buscando la Editorial Solar, extraño negocio ubicado a unas calles del principal centro de la masonería en Colombia; un recinto rodeado por una sociedad que nunca se entera de su propio drama, pero en cuyo interior se escuchaban acertados análisis geopolíticos. De entre los aromas de esoterismo andino y revisionismo histórico siempre emergían comentarios acerca de una librería con nombre de viejo continente.

En la lejana Barcelona, algún loco llamado como un apóstol con oficio de Papa, había leído tantos libros que un día, en medio de su delirio, decidió contener el avance de la realidad con una muralla de papel; respondiendo al fuego de la maquinaria globalista con letras destinadas a la censura. La lealtad a su sangre le impedía suscribirse a tratados de rendición, pues esa no es costumbre española y capitaneando una empresa que sólo se financiaba de su propia fe logró mantener una quimera por décadas.

Ese caballero andante, que deambula por caminos de tinta y bits, no es más que un viejo que contamina a las juventudes con fantasías seniles. Va por ahí hablando, y peor aún, enseñando con su ejemplo, de ridiculeces como el honor, lealtad, austeridad, marcialidad, el triunfo de la voluntad y otras cosas sin valor alguno. Porque gracias a dios nosotros conocemos el dinero y si se habla de un artículo que éste no puede comprar seguramente no existe.

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¿Por qué alguien renunciaría a amasar una fortuna que le permita satisfacer a los sentidos? ¿En qué momento alguien se aleja del goce sensual para escuchar al rojo que surca por sus venas y por extensión a la divinidad que este representa? Un simple librero sin recursos económicos o linajes políticos se ha vuelto tan problemático para las fuerzas de un sistema que gobierna todo un planeta, que le han tenido que agredir, enjuiciar y encarcelar en múltiples ocasiones. ¿Quién es ese sujeto tan peligroso? ¿Eres tú Pedro?

Con la fuerza de las leyes, más no de la justicia, el señor del mundo ha logrado capturar el bastión que ese quijote contemporáneo defendiera por un cuarto de siglo. Hace tan sólo unos días, alrededor de un centenar de agitadores a sueldo de la finanza internacional representada por Soros, gritaban con odio “Refugiados sí, españoles no”. Esas palabras se dirigían a Manuel Canduela y algunos miembros de Democracia Nacional, quienes protestaban, muy cerca de la ya caída librería, por los atropellos cometidos contra el editor y algunos políticos.

Muy probablemente esos extremistas endofobicos no se imaginan que para muchos hispanos, desde Estados Unidos hasta Chile, incluido el que esto escribe, ese librero, al que le dio por llamarse Pedro Varela, es un referente inequívoco de lo que la Hispanidad y Occidente representan. Es una fantasía de carne y hueso que demuestra que un sólo hombre, que haya hecho de su honor la lealtad, es capaz es de transformar al mundo. Ese pequeño establecimiento, castillo casi inexpugnable de autores malditos, se convirtió en una luz tan potente que nos deslumbró al otro del atlántico.

Conferencia de Pedro Varela en Castellón.

Conferencia de Pedro Varela en Castellón.

 

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Para nosotros, muchos de los cuales nacimos el mismo año que la denominada Librería Europa, Pedro Varela es un ejemplo de ese estado de consciencia al que se llega cuando se mezclan porciones equivalentes de heroísmo y locura, eso a lo que llaman amor. Porque como toda encarnación del arquetipo de la hispanidad sólo puede decir que el amor no engendra cobardes y al nacer en este planeta prisión, no ha hecho más que arrebatarle plazas a la desesperanza para convertirlas en fortalezas de las que pueda emerger un mejor mañana.

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Oponiendo libros a finanzas nos ha demostrado que los Rothchilds, Rockefellers, Soros y demás ralea usurera, son en realidad patéticos acobardados que aman el oro porque al cubrirse con este pueden fingir una nobleza que no tienen. Se aferran con desespero a ese metal porque ellos mismos son incapaces de transmutar su ser en algo más grande. Don Pedro, guiado por la memoria de la sangre e impulsado por la voluntad ha sobrepasado los límites de su materia. Ahora, cuando la Librería Europa ha desaparecido, y aún si su biología fuera asesinada, él no ha sido derrotado. Ya se convirtió en un símbolo para miles de nosotros y nos aseguraremos de que la siguiente generación retome el testigo de nuestra luz como pueblo. Aún si eso implica que el último reducto de los hispanos en las Américas tenga que reconquistar una península ibérica en la que ya no existan españoles.

Sé que muchos de los que de esta parte del mundo llegan a España lo único que quieren es dinero, en este caso en particular no soy la excepción. Quisiera pedirles a todos los que esto lean que, por favor, no comenten el artículo, no le den “me gusta” o asientan en el silencio en su casa. Pedro Varela ha dado mucho por la superviviencia de Occidente y en este momento podemos, con pequeñas acciones, ayudarle a continuar. En la red es fácil encontrar las cuentas bancarias a las que podemos enviarle un auxilio a don Pedro en este momento de apremiante necesidad.

Fachada de la librería Europa.

Fachada de la librería Europa.

 

 

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Por favor, ahórrense lo de una noche de tapas en el bar, pospongan por unos meses ese nuevo celular o desvíen una parte del dinero que quieren donarle a los pobres indígenas de Colombia y dénselo a este hombre, con el mismo amor con el que él ha entregado su vida por Occidente.

En lo que a mí respecta, no me importa lo que diga la Colau, la calle Séneca va a ser lo primero que visite cuando vaya a Barcelona, porque es ahí donde culmina ese puente de literatura que se conecta con las cumbres andinas de una infancia bogotana.

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Muchas gracias don Pedro, siga siendo luz.

*Desde San Bonifacio de Ibagué (Colombia)

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