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Opinión

“Perdón, soy hombre y no lo puedo evitar”, la muerte anunciada de la virilidad

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El hombre se hace feminista cuando no sabe ya cómo agradar a las mujeres. La mujer se hace feminista cuando ya no sabe cómo agradar a los hombres (Enrique Jardiel Poncela).

Hace ya una década que se puso a la venta en Francia el libro de Eric Zemmour “Le premier sexe”. En España fue editado en 2007 con que fue editado en español con el título “Perdón, soy hombre y no lo puedo evitar” por Ediciones Áltera.

Desgraciadamente salvo para etiquetar al autor de “facha”, “misógino”, y cosas por el estilo, de poco más se hicieron eco los medios de información hace diez años.

Éric Zemmour es una persona archiconocida en Francia por su actitud de llamar a las cosas por su nombre, sin rodeos y sin circunloquios, y por pertenecer a lo que algunos denominan “derecha alternativa”.

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Nacido en una modesta familia “pied-noir” (ciudadanos de origen europeo, en su mayoría de origen francés, que residían en Argelia y que se vieron obligados a salir de ese país tras la independencia en 1962) de origen judío-sefardí, formado en el Instituto de Estudios Políticos de París, Zemmour es editor del periódico liberal-conservador Le Figaro (Paris). Personalidad mediática, colaborador asiduo de varios programas televisivos, autor exitoso de ensayos políticos, articulista apreciado, es hombre independiente, incluso iconoclasta y por lo tanto controvertido. Quien lea su libro, que lleva por titulo “El primer sexo”, una réplica al “Segundo sexo” de la papisa del feminismo, la amante de Sartre, Simone de ea, descubrirá a un escritor inteligente, culto, brillante, con enorme sentido del humor.

Éric Zemmour se define como “soberanista” y contra “el derecho de injerencia”, la intervención en un Estado soberano por parte de uno o varios Estados u organizaciones internacionales, mediante la fuerza armada y sin su consentimiento; tampoco les sorprenderá si les digo que propone abiertamente un mayor control de la inmigración y que abomina del llamado “multiculturalismo”, y por supuesto, es abiertamente antifeminista y contrario a las bodas entre homosexuales… Tampoco les extrañará si les digo que viene advirtiendo sin cesar del suicidio al que casi de forma irremediable caminan su propio país y la civilización occidental, si prosigue la creciente islamización, a la vez que los europeos cada vez traen menos hijos al mundo.

Pienso que es sumamente interesante retomar el libro al que aludía al principio:

La tesis de Eric Zemmour es sencilla. El llamado “segundo sexo” ha venido a ser el primero e incluso el único. El feminismo ha descalificado al “macho”. La ideología sesentayochesca ha permitido un nuevo avance de los valores femeninos. La sociedad europea y occidental se afemina a pasos agigantados. El homosexual -“gay”- viene a ser el nuevo modelo cuyas imágenes positivas, proyectadas sin tregua en los medios de comunicación, acaban moldeando la mente de la gente corriente, del ciudadano medio. El hombre moderno se depila, se perfuma, se adorna con afectación, lleva joyas y bisutería, y todo ello fomenta el consumo. Hombres o mujeres, todos iguales, nos convertimos de esa manera en excelentes y entusiastas consumidores.

El “macho” tradicional, el hombre que respeta a su madre, protege a su mujer y se siente responsable de sus hijos, es una especie en extinción. Se muere el hombre tradicional activo, emprendedor, resolutivo, aficionado al riesgo, a la acción y a la aventura. En adelante, el hombre moderno deberá cooperar, comunicar y conservar en vez de competir, obrar y transgredir. Elegirá la efímera pareja antes que la familia duradera, el indispensable hogar de los niños.

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“¿A qué se parece el hombre ideal?”, se pregunta Éric Zemmour en su libro.

El texto de Zemmour es una reflexión sobre la feminización de la sociedad occidental. “El hombre ideal se depila, compra productos de belleza, lleva joyas, sueña con el amor eterno, cree a pie juntillas en los valores femeninos, prefiere el compromiso a la autoridad y, más que de la lucha, es partidario del diálogo y la tolerancia. El hombre ideal es una verdadera mujer”.

Sí, Zemmour nos habla de aquello que en España ya se ha acabado convirtiendo en costumbre: el que algunos varones cuando abren la boca empiezan por pedir perdón por haber nacido con pene, y añaden que están en búsqueda de “su lado femenino”.

Todo ello es resultado de un proceso contradictorio de aceptación a medias, a la vez que de rechazo -también a medias- del feminismo por parte de una gran mayoría de mujeres. Habiendo descartado, tras varios decenios de tanteo, la poco seductora perspectiva de comportarse como hombres, la mayoría de las mujeres “han sacado de esa paradoja una conclusión radical pero, sin embargo, lógica: ya que las mujeres no han conseguido transformarse en hombres, es necesario transformar a los hombres en mujeres”.

Al mismo tiempo que trata de explicarnos el asunto del doble pensar acerca del feminismo por pare de las mujeres, Zemmour establece un paralelismo muy oportuno con los regímenes comunistas de los que el feminismo es deudor ideológico a través de Engels y Beauvoir. Nos cuenta Zemmour que igualmente que algunos comunistas y no comunistas disculparon a Lenin de los desmanes, tropelías, y crímenes cometidos por los estalinistas, así hacen muchas personas cuando hablan del feminismo como algo “bueno”, incluso necesario y consideran que hay “feminismos” y feminismos y que el denominado “de género” en nada tiene que ver con el feminismo genuino, el de las sufragistas, el de los primeros tiempos… Pero, al igual que acabó ocurriendo con el comunismo marxista, la distinción ha acabado por derrumbarse. El estalinismo se hallaba ya dentro, formaba parte del leninismo. Del mismo modo, el feminismo es un bloque. Es una visión del mundo, una voluntad de cambiar a la mujer y al hombre. Borrar 5.000 años de distinción de roles y universos, como ha escrito muy bien Élisabeth Badinter (paradójicamente antigua discípula de Simone de Beauvoir). En suma, destruir la herencia judeocristiana.

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Por eso, precisamente, el feminismo es un ‘-ismo’ del siglo XX que no puede escapar a sus demonios totalitarios.

Zemmour nos pone múltiples ejemplos de tales afanes totalitarios y liberticidas en su libro: “He visto en la televisión un debate entre un joven agricultor, que confesaba algo avergonzado que, sin la prostitución, nunca habría conocido mujer, y Anne Hidalgo, adjunta socialista al alcalde de París, (cuando Zemmour escribió su libro) que, con mirada asesina, le recriminaba: “¡Usted necesita tratamiento médico!”.

Retrocediendo unos cuantos siglos en la Historia de Francia, Éric Zemmour nos recuerda que en el siglo XVIII, Montesquieu y Rousseau ya advertían sobre las terribles consecuencias que podría tener como resultado el cada vez mayor poder de las mujeres y de los peligrosos alcances que podría acarrear el afeminamiento de la sociedad. Las mujeres de la alta sociedad adquirieron entonces un poder considerable. Por ejemplo, quien realmente ostentaba el poder durante el reinado de Luis XV era Madame de Pompadour, hasta el punto de conseguir que los hasta entonces tradicionales aliados de Francia dejaran de serlo, de forma que Austria, el enemigo tradicional de Francia, pasara a no serlo, en contra de Rusia, que había sido amiga de Francia desde los tiempos del Cardenal Richelieu. También fue ella la causante de la caída en desgracia de los jesuitas, para regocijo y aplauso de la izquierda filosófica de la época.

“En los salones de entonces –nos cuenta Zemmour- son las mujeres quienes organizan el encuentro profético de las dos élites: la aristocrática o del nacimiento, y la burguesa o de la inteligencia. Mezcla verdaderamente revolucionaria. Son ellas quienes seleccionan a los afortunados elegidos, según sus propios criterios, en detrimento de un Rousseau que nunca complace”.

Sin embargo, las feministas actuales no consideran suficiente esa participación femenina en el poder político del siglo XVIII, y “repiten maquinalmente que sólo las mujeres de la alta sociedad tenían algo que ver con esa evolución -¡Al parecer de estas lumbreras, el rey pedía opinión a los campesinos varones cuando tenía que tomar alguna decisión trascendente!- y que las mujeres tenían que pasar por el lecho del rey para tener influencia”, nos dice Zemmour con sentido del humor. Y añade, en una aseveración sin duda sorprendente para los españolitos de a pie y no tan pedestres, acostumbrados a la castidad oficial de nuestra clase política, que “podrían contarse con los dedos de una mano las mujeres políticas de estatura nacional que no hayan pasado por los brazos de uno de los tres monarcas franceses de los últimos 30 años: Giscard, Miterrand, Chirac”.

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Tampoco tiene desperdicio la mención que hace de “la paridad”: para conseguir tal cosa y no habiendo suficiente competencia femenina, las listas electorales se han recargado de esposas, amantes, hermanas, primas, secretarias, antiguas novias y adjuntas de prensa.

Igualmente, son de especial interés las observaciones históricas que hace Zemmour en relación con el Código Civil redactado por Napoleón e inspirador de una legislación civil europea que se ha mantenido vigente hasta bien entrado el siglo pasado y en la que el feminismo ha encontrado uno de sus blancos preferidos. Tras el breve paréntesis de austeridad encarnado por la Revolución Francesa comienza, con el Directorio, un nuevo período en el que las mujeres vuelven a ocupar un lugar preponderante. En la sociedad de los increíbles y las maravillosas, la libertad de las mujeres asombra a toda Europa: “las mujeres cambian fácilmente de amante; se casan y se divorcian con la misma rapidez; las tasas de divorcio (que, en París, pone fin a uno de cada tres matrimonios) son casi similares a las actuales; las familias se destruyen y la educación de los hijos es deficiente. […] Es esta sociedad ‘decadente’, como aún se atrevían a decir entonces, la que Napoleón tiene ante sus ojos cuando comienza los trabajos del Código Civil. Ante sus ojos, exactamente, ya que su propia mujer, Josefina, más ligera que sensual, es la encarnación de esa sociedad”.

En ese contexto, el Código Civil impone un marco más estricto a la libertad social de la mujer y, con ello, y sin renunciar al principio del divorcio, logra frenar el vertiginoso ritmo de disolución de las familias. La crítica retrospectiva siempre es fácil. Pero, sin el Código napoleónico, ¿cómo habría evolucionado la sociedad francesa del siglo XIX con una tasa de divorcios similar a la actual?

La sociedad moderna finge creer en los principios de igualdad y respeto en las relaciones entre hombre y mujer. Pero, por poner un ejemplo, jamás se ha visto a una actriz colgada del brazo de un dependiente de carnicería –nos recuerda Zemmour-, y sin embargo es frecuente ver a hombres muy feos, al volante de fabulosos coches deportivos y acompañados de seductoras personas del sexo femenino (¿No les suena esto a cuando en las últimas elecciones en los EEUU, pusieron de todos los colores a Donal Trump por afirmar algo semejante?).

Las estadísticas oficiales demuestran que las mujeres suelen repudiar a su marido y solicitar el divorcio, de manera más frecuente cuando los hombres están desempleados, sin que ello se deba necesariamente a un problema material, ya que son muchas las mujeres capaces de ganarse la vida trabajando fuera del hogar. Esto nos recuerda el juego de palabras de Warren Farrell, según el cual la mujer es sex object [objeto sexual] para el hombre en la misma medida en que el hombre es success object [objeto de éxito] para la mujer.

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El acoso y derribo, el linchamiento de todo lo que huela a masculino comienza casi desde el parvulario, territorio casi exclusivamente femenino ¿Conocen ustedes a muchos profesores de enseñanza infantil? El Ministerio de Instrucción Pública, de Enseñanza ha pasado a ser, en casi todas partes, Ministerio de Educación. “En lugar del proyecto paternal de instruir [instruere significa ‘armar para la batalla, equipar, dotar’] se adopta el proyecto maternal de educar [educare significa, en su primera acepción, ¡alimentar!]. La instrucción, que recurre a la inteligencia, a la capacidad racional, es sustituida por la educación, con su dimensión afectiva y su orientación a la expansión de la personalidad del niño.

Otra conquista “histórica” ha sido el aborto. En los años 70 el eslogan de moda era “mi cuerpo es mío”. Los hombres, obsesionados por el sexo, pensaban que, con esa frase, las mujeres estaban reivindicando su derecho a acostarse con quien les plazca, sin ser molestadas por sus padres o maridos, nos dice Zemmour. Pero a los varones de entonces no se les pasaba por la cabeza su verdadera trascendencia. Lo que las mujeres querían decir realmente era que sus hijos les pertenecían, que tenían derecho de vida y de muerte sobre ellos. Y, en efecto, los hijos, que antes tenían un derecho inalienable a nacer y, como mucho, pertenecían a Dios o al Estado, a partir de los años 70 del siglo XX, en las sociedades occidentales, pertenecen a las mujeres.

Presten atención al análisis de Zemmour:

“El número anual de abortos en Francia se ha estabilizado en torno a los 200.000, respecto de 764.500 nacimientos, según los últimos datos (¡Ojo, son cifras de hace una década, no se olviden!) En un artículo reciente de Le Figaro, Emmanuel Le Roy Ladurie señala que esa proporción (uno de cada cinco) corresponde a las tasas de mortalidad infantil, en el sentido clásico, existentes en el reinado de Luis XV.

Para ese viaje no son menester alforjas … ¿Dos siglos para eso? Estas cifras tendrán acabarán teniendo terribles consecuencias más pronto que tarde en el futuro de los países europeos. Los principales demógrafos nos advierten sobre el futuro de Alemania o de Italia; en el caso de este segundo país, la población habrá descendido a 20 millones de personas dentro de algunos decenios. Desde hace 30 años, todo el mundo se extasía ante el control perfecto de la fecundidad por parte de las mujeres gracias a la contracepción y al aborto. Pero, “casualmente” se suelen olvidar de que el fin de esa historia será tremendamente desgraciado y conducirá inevitablemente a la desaparición programada de los pueblos europeos, al no haber recambio generacional, el envejecimiento progresivo, acelerado de la población, el invierno demográfico conducirá al suicidio colectivo.

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Aunque Zemmour no nombre a España, los que siempre hemos estado en el vagón de cola de Europa, de la “modernidad”, ya estamos situados en las primeras posiciones y hemos alcanzado el dudoso honor de estar en la locomotora que camina hacia el abismo. También España ha incorporado la costumbre de esperar casi al penúltimo óvulo del ciclo reproductivo para iniciar las tareas de fecundación, cada día es mayor el número de mujeres, madres “cuarentonas” e incluso “cincuentonas”. Y por otro lado, las denominadas leyes “de igualdad y género” fomentan el divorcio por desahucio y por repudio –del varón, claro- garantizando que España conduzca definitivamente la locomotora europea que camina hacia el suicidio.

Frente a este panorama, sin duda aterrador, los progresistas consecuentes y los tecnócratas competentes tienen una solución: la inmigración. Pero ahí las feministas se han encontrado una piedra inesperada en el zapato; ¡Han planificado con tanta ilusión una arcadia feminista, purificada de sus segregaciones masculinas, para acabar recluidas en una Eurabia o una Euráfrica rebosantes de testosterona!

Es la gran paradoja de la historia de una feminización que, en realidad, no ha sido más que una “desvirilización”, según Zemmour: la “pulsión de vida” femenina frente a la “pulsión de muerte” masculina. Esquema que afirma que las mujeres no destruyen, sino que protegen; no crean, sino que mantienen; no inventan, sino que conservan; no fuerzan, sino que preservan; no infringen, sino que civilizan. Por ello, la feminización de los hombres ha traído consigo una descompensación del tradicional equilibrio entre ambas pulsiones. “Al feminizarse –dice Zemmour-, los hombres se castran a si mismos, se esterilizan, no se permiten ninguna audacia, no emprenden ninguna innovación, no osan transgredir nada de nada; se contentan con conservar. Entre otras cosas, la feminización de la sociedad y el consiguiente debilitamiento de las pulsiones masculinas explican el estancamiento y el declive intelectual y económico de Europa.

Éric Zemmour, que aparentemente no se ha percatado del parentesco y los antepasados comunes del feminismo y el comunismo (tal vez no haya leído aún el Manifiesto Scum de Valèrie Solanas y “La familia, la propiedad y el estado” de Federico Engels) llega, sin embargo, a emparejarlos en su desenlace previsible. Según él la feminización de los hombres obedece a una voluntad de escapar a la tiranía de una Razón que ilumina, para lo mejor y lo peor, la historia de Occidente. La feminización de los hombres y de la sociedad se vive como una alternativa feliz, la búsqueda de una nueva edad de oro, la parusía universal. El sueño feminista ha sustituido al sueño comunista. Y ya se sabe cómo acaban esos sueños.
Decía un tal Francisco de Goya y Lucientes aquello de “los sueños de la razón producen monstruos”.
Pues, “eso”.

Una vez terminado de leer, cundo un acaba cerrando el valiente libro de Eric Zemmour no puede evitar seguir interrogándose sobre la profunda crisis demográfica de Europa, la feminización-afeminamiento y pérdida de energía de sus pueblos, su sustitución por minorías étnicas inmigradas, indudablemente más viriles… Pero lo más trágico de la historia es que la mujer contemporánea acaba siendo su propia víctima. Se afana en domesticar y afeminar a su compañero, conforme a los nuevos cánones de la sociedad moderna, pero cuando lo consigue y se despierta, rechaza, desprecia, pisotea a su hombre tachándolo de pelele o maricón sin el menor problema. Por fin sola, puede soñar de nuevo en encontrar a un hombre de verdad.

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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