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Internacional

Los “progresistas”: Unos cobardes ante el islam

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BD.- La mayoría de los occidentales están más que hartos de los inmigrantes musulmanes cuya violenta cultura supremacista basada sobre el honor es incompatible con nuestra cultura de civilidad. Un abismo separa la población de las élites supuestamente progresistas, que se comportan como una mujer maltratada que hace todo lo posible para evitar la cólera de su violento marido. Y estas cobardes élites se atreven a acusar de islamofobía a todos aquellos que se niegan a permanecer encerrados en esa relación patólogica o a someterse al síndrome de Estocolmo. En realidad estos “progresistas” son unos cobardes afectados de una verdadera fobia de la crítica al islam: han elegido el apaciguamiento y la sumisión antes que la afirmación de sí mismos. No debemos contar con estos cobardes para defender los logros de nuestra cultura de libre debate.

La cortesía consiste en evitar decir las verdades que puedan sucitar reacciones violentas, el civismo consiste en poder decir esas verdades sin exponerse a la violencia.

Una reciente serie de reportajes nos informa que la opinión pública de los países europeos se preocupa seriamente del carácter cada vez más agresivo del islam, tal y como este se expresa a través de las poblaciones inmigradas. Citaremos a Soeren Kern, investigador responsable del servicio Relaciones Transatlánticas, en la sede madrileña del “Strategic Studies Group”.

“En estos momentos en que los europeos despiertan a las consecuencias de décadas de inmigración masiva proveniente de países musulmanes, los resultados revelan el abismo que separa los electores de sus dirigentes políticos en el tema de la ideología multicultural, que anima a los inmigrantes musulmanes a permanecer en una segregación voluntaria en lugar de integrarse a su sociedad de acogida.

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Estos resultados son similares a los de decenas de otros sondeos recientes. Estos proporcionan una abundante prueba empírica que demuestra que el profundo escepticismo hacia la inmigración musulmana no está limitada a una minoría de “extrema derecha”, como lo pretenden muchas veces los militantes del multiculturalismo. Una mayoría de electores provenientes de todo el abanico político expresan ya su inquietud sobre el papel del islam en Europa”.

El abismo al que se refiere el artículo constituye uno de los hechos más preocupantes en la cultura occidental en el transcurso de la última década: por una parte, una élite que controla una gran parte del discurso en el espacio público (periodistas, universitarios, comentadores, políticos tradicionales…) y que teme más ser tachada de islamófoba y de racista que lo que teme a los racistas islamistas, y por otra parte, un población que se hace sermonear sobre la islamofobia y el racismo en cuanto expresa sus preocupaciones sobre el comportamiento de sus vecisnos musulmanes.

En las culturas del honor, es legítimo, previsible e incluso deseable, ir hasta el extremo de derramar la sangre para salvar el honor mancillado. La crítica pública es percibida como una afrenta, una ofensa personal insoportable. Así, en esas culturas, las personas se cuidan mucho de parecer “correctas”, y la libertad de prensa es imposible, aun en el caso en que sus leyes proclamen lo contrario. Sin embargo, la modernidad está basada sobre el debate público, sobre la civilidad antes que sobre el deseo de agradar. A la inversa, el islam contemporáneo rechaza vehementemente la autocrítica que exige la modernidad. El espíritu crítico le parece un ataque insoportable hacia el honor de los musulmanes. De esta manera, el yihad mundial y los profetas apocalípticos que mantienen una retórica genocidaria representan una forma particularmente violenta de modernidad abreactiva, en la cual los poderes de la sociedad moderna (en particular la tecnología) están centrados sobre la destrucción de la cultura moderna de los debates públicos abiertos. Sin embargo, la modernidad exige una mayor madurez, la secularización implica un mayor civismo de parte de las religiones y les prohibe el recurso a la fuerza del Estado para imponer sus creencias a los demás. Las comunidades religiosas deben renunciar a su necesidad de demostrar que detentan la verdad por la exposición de signos ostentosos de su superioridad. Esto implica un alto grado de confianza en si mismo y de tolerancia hacia la crítica pública.

Las manifestaciones actuales del resurgimiento islámico tienden a tratar al “otro”, el infiel, con brutalidad. Los peligros padecidos por los no musulmanes en las naciones de mayoría musulmana se reproducen de manera casi perfecta en el comportamiento musulmán en los enclaves musulmanes en Europa, esas zonas ya fuera del alcance la ley y en otras zonas sometidas al imperio de la sharia donde el derecho ya no se ejerce. En consecuencia, la relación del islam y de los musulmanes con el kufar (el infiel, literalmente: el que enmascara la verdad) será el gran problema a resolver durante la próxima generación, y en el corazón de este problema reside la facultad de los musulmanes de tolerar las críticas provenientes de los no musulmanes.

Nosotros, occidentales modernos (y posmodernos), que hemos sido pioneros en establecer las reglas grandiosas del dominio de uno mismo, nosotros que hemos imaginado y creado esta cultura tan rica, tan abigarrada y sin embargo tan tolerante, estamos en nuestro derecho de exigir que el islam adopte esas reglas, y sobre todo por aquellos que se aprovechan de la cortesía y el civismo de esta sociedad que hemos creado.

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En realidad, porque nos importan esos valores de tolerancia, de libertad y de generosidad hacia el “otro”, nos debemos a nosotros mismos y a los musulmanes que están entre nosotros, imponerles esas reglas. Todo lo demás, incluida la idea fantasiosa que esto no es un problema, será un suicidio cultural. A pesar de ello, hasta ahora no logramos llevar las cosas bien, sobre todo porque tratamos de eludir el problema. La “sensibilidad exarcerbada” de los musulmanes es proverbial, y una buena parte del discurso público y hasta universitario reconoce tácitamente esta realidad cultural practicando el apaciguamiento.

A lo largo de esta última década la situación se ha degradado sin cesar. La actitud de la izquierda autoproclamada “progresista” (que fue antaño el bastión de las críticas contra los abusos del poder, la misoginia o la beligerancia) se ha mostrado extremadamente pusilánime hacia los musulmanes “hipersensibles”. Continuamente, como cuando el discurso de Benedicto XVI, han intentado impedir que los infieles, que tratan de islamófobos, digan lo más mínimo que pudiera herir los sentimientos de los musulmanes. En efecto, los progresistas se muestran más preocupados de ver a los críticos del islam provocar una erupción de cólera musulmana que de explorar las fuentes de esa violencia islámica. Y estos bienpensantes atacan aquellos que defienden los principios de la democracia arrojándoles el anatema con un tono despreciativo, lo que nunca se atreverían a hacer con los musulmanes.

Para terminar, volvamos al “abismo” que separa el pueblo de las élites. Nuestros periodistas, nuestros maestros pensadores, sienten una forma muy particular de islamofobia: esa que consiste en un temor desmesurado a criticar el islam. Traicionan sin ningún escrúpulo a sus conciudadanos, a todos aquellos que se han enrolado para defender nuestras reglas de vida cívica. No podemos contar con esta banda de cobardes que dominan el espacio público para defender nuestra cultura política moderna, tolerante y liberal.

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2 Comentarios

1 Comentario

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    Carmen

    07/07/2019 at 13:38

    Lógico. Saben que los musulmanes no creen en los derechos humanos, y rápidamente van a por ti. ¡Que le pregunten al escritor ese amenazado de muerte desde hace años, y cuyo nombre ahora no recuerdo!

  2. Avatar

    Carmen

    08/11/2018 at 13:09

    Lógico. Saben que los musulmanes no creen en los derechos humanos, y rápidamente van a por ti. ¡Que le pregunten al escritor ese amenazado de muerte desde hace años, y cuyo nombre ahora no recuerdo!

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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