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Las empanadillas de Arturo y el piolet de Trotsky

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Por Laureano Benítez Grande-Caballero.- A las 15.20 horas del día 20 de agosto de 1940, Ramón Mercader ―conocido como «Raymond» en el mundo bolchevique de la NKVD― penetró en el despacho del judío Lev Davídovich Bronstein, alias Trotsky, en la ciudad mexicana de Coyoacán, se le acercó por la espalda, y le clavó salvajemente un piolet en la cabeza. El exrevolucionario ruso soltó un grito estruendoso, a pesar de lo cual derribó a su agresor, falleciendo al día siguiente.

En la noche del 18 de noviembre de 2018, casi 80 años después, Arturo Pérez-Reverte, el más famoso escritor español en la actualidad, va y dice en un programa de «La Sexta Noche», a una pregunta de Iñaki López ―su presentador― acerca de su opinión sobre la exhumación de Franco: «Que lo piquen y con la mojama hagan empanadillas de carne, me da exactamente lo mismo… Me importa un carajo». De esta tremenda respuesta los malintencionados podrían deducir que, si tiene esa actitud con un relevante hombre de Estado, también le importaría una higa que hicieran picadillo a otros cadáveres… incluido Trotsky, supongo.

Otra pregunta pertinente sería interrogar al Reverte sobre qué instrumento sería el más adecuado para esa carnicería. Podría ser un picahielos, un estilete, un bisturí a lo «Jack el Destripador», pero me da que posiblemente para Arturo lo más idóneo sería un piolet parecido a aquel con el que se asesinó a Trotsky, pues quedaría como más novelesco, sin duda.

En cuanto a la receta de las empanadillas, pues no hay ninguna pregunta sobre esa cuestión, pues todas las empanadillas famosas acaban en Móstoles, con receta de la Encanna. ¿Por qué ha elegido el Reverte empanadillas de carne y no hamburguesas? Pues me da que porque el Alatriste ése zampaba empanadillas, ya que la hamburguesa todavía no estaba por nuestros lares.

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Así que, a falta de tener a algún Vlad El Empalador del que presumir, ya contamos con un Pérez El Empanador ―o Empanadillador, como prefieran―. Y no me digan que éste apodo no queda mejor que llamarle «Destripador», personaje sobre el que igual hace una novela, vete a saber, en la cual Falcó descubre su verdadera identidad.

A ustedes les parecerá ―como a mí― pasmoso, desasosegante, francamente aterrador, que un prestigioso escritor muestre ese prurito carroñero, atreviéndose a ultrajar el cadáver de Franco con una expresión que ni siquiera se le había ocurrido a los más satánicos de los gilipuertas rojos, que vierten en las redes una cantidad tal de comentarios de odio y crueldad contra Franco que aterrorizaría a los mismos milicianos del 36, pero no hay por qué escandalizarse, pues el canibalismo que parece desprenderse de las palabras del Reverte no es sino la continuación del que practicaron los milicianos del 36, aquellos que picaban la carne de las monjas ―cuando todavía estaban vivas―, y luego se la echaban a los cerdos que había en algunas checas, presumiendo luego de que habían hecho chorizos de monjas. Pobres monjas, que de los pellizquitos pasaron a la charcutería.

¿Qué pensará el señor Reverte de esos chorizos monjiles? ¿Le importarán también un carajo? Porque, puestos a picar, qué más da un general que una monja.

Cuando me enteré de esta tremenda y sacrílega frasecita del Reverte, además del escalofrío de horror que me sacudió el espinazo, sentí la flama de una oleada de indignación, que en cuestión de segundos sucedió al pasmo ojiplático. Hasta ese momento, sentía curiosidad por el Reverte, pues todavía no sabía de lo que iba. La gente decía que era buen escritor, así que leí su novela «Un día de cólera», sobre el 2 de mayo, que me pareció magnífica. Pasé luego a leer «El asedio», sobre el sitio a Cádiz de las tropas francesas durante la Guerra de la Independencia, novela que no llegué a terminar. Y estaba pensando leer «Sidi: una historia de frontera», pero, como es natural, desistí de la empresa al enterarme de su opinión sobre Franco. Porque, para mí, «Sidis» no hay más que uno.

Así que uno más para mi lista negra, para ese cajón donde he desterrado para siempre a todo aquel que emita opiniones negativas sobre el Caudillo, o milite en las mentiras de la memoria histórica. Por supuesto que al Reverte le importará un carajo que no le vuelva a leer más, pero espero que esta cruz y raya que le hago anime a todos los patriotas a hacer lo mismo, y le manden a esparragar.

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Porque, lo que son las cosas, a mí me importan desde ahora un carajo los libros de este señor, y, por mí, que los usen para prender barbacoas, calzar mesas, o para otros menesteres, porque no quedarían sabrosos rellenando empanadillas.

Pero, si se mira bien la historia del Reverte, realmente no sorprende tanto su exabrupto antifranquista, pues es un personaje que ya ha confesado en algunas ocasiones una cierta admiración por El Profanador, a quien considera «valiente«, «con agallas», «interesante», «aventurero»… o sea, Alatriste redivivo.

Puede servir de excusa a su catilinaria antifranquista su penosa manía de destacar, de escandalizar con su tuiterismo filibustero, desde el cual goza repartiendo estopa con actitud mesiánica, como si fuera Moisés descendiendo del Sinaí con sus tablas de Flandes, con actitud bravucona de primo Zumosol aleccionando con su palabra iluminada a los ignorantes mortales, maestro de esgrima formidable blandiendo una artúrica Excalibur con la que asustar a los ignorantes, a los incultos, como si fuera in castizo Obiwankenobi.

Quizá todo se deba a sus largos años de reportero de guerra, durante los cuales tuvo que ver muchos picadillos humanos, muchas empanadillas y hamburguesas hechas de carne cadavérica, y esas visiones le traumatizaron de por vida. Criado en territorios komanches, posteriormente sacó su vena «gore» en un programa de esos de «reality», titulado «Código Uno», donde abordaba casos criminales no resueltos por la policía, emitido entre 1993 y 1994, que abandonó porque el mismo Reverte dijo que contenía «basura».

Porque estamos ante un tipo que dijo en cierta ocasión que los espacios de sucesos «son dinamita pura, siempre están en el límite y, a veces, uno se puede pasar». Pues eso, maestro de esgrima, que te has paso dos pueblos con lo de la empanadilla de Móstoles.

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Su arte para la esgrima polemizadora y cáustica la ejerce urbi et orbe en su columna periodística «Patente de corso», donde se abriga la prerrogativa de embestir contra lo que no se amolda a sus mayestáticos principios y sus ideas iluminadas: «Me he venido despachando a gusto […] ni reconocí sagrado, ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. Por eso, mis ajustes de cuentas semanales pueden calificarse de cualquier cosa menos de cómodos para quienes alberga». Por algo se llama «patente de corso», y los corsos pueden hacer empanadillas con quien les dé la gana, pues por algo son divinos de la muerte.

Jacobino confeso, anticlerical, el Reverte parece aureolado por un halo masónico, que impregna su filosofía con el típico liberalismo del mandil. Desde este punto de vista, lo del piolet antifranco también hay por dónde entenderlo.

Sin embargo, su indiferencia ante una profanación pioletera del Generalísmo no le es óbice para honrar a sus muertos, que para eso son suyos: «Cuando a mi padre lo bajaron a la tumba, un tipo dijo de él: “Era un hombre honrado, un caballero”. No soy alguien de emociones, pero escuchar eso me emocionó. Es un epitafio magnífico para cualquiera».

Pues mire usted, don Reverte, eso era justamente Franco, merecedor de ese magnífico epitafio, y usted lo sabe, porque vivió bajo Franco 24 años, uno más de los que yo tuve la suerte de vivir. Por cierto, además de estudiar en la Complutense, ¿hizo usted alguna actividad de militancia contra el franquismo, hizo usted alguna empanadilla? Yo, mire usted, estuve apresado una semana en Carabanchel por motivos políticos, y ahora no presumo de empanadillas…

Sin embargo, como a pesar de todo le considero un tipo inteligente, me parece que coincidirá conmigo en que no fue una época oscura en absoluto, pues en ella no había muchas de las lacras que hoy usted denuncia en la España actual. A no ser, claro, que usted viviera en una España paralela a la mía, sacada de un «Club Dumas» de esos.

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Y también me permito recordarle unas palabras suyas sumamente reveladoras, que sirven perfectamente para justificar el Alzamiento Nacional de Franco contra la luciferina II Repúblika: «Cuando a la gente la acorralas, tiene dos caminos: resignarse a ser cordero, o pelear».

Volviendo al rey del piolet, el camarada Ramón Mercader salió de la cárcel en 1960, vivió un tiempo en la Unión Soviética y luego en Cuba, donde falleció en 1979. Cuando estaba a punto de morir, su mujer le preguntó si tenía miedo. «No, pero todavía le oigo gritar». «¿A quién?» «A Trotsky. Todavía le oigo gritar y sé que me está esperando al otro lado», se cuenta que dijo el camarada.

Así que, don Reverte, tenga mucho cuidado de lo que dice: evidentemente, los muertos hechos picadillo para empanadillas no gritan, pero mucha gente dice que es posible que esperen al otro lado. Yo que usted ―un tipo inteligente―, tendría cuidado.

PD: y es una pena todo esto, porque, de verdad, es usted un buen escritor, y me hubiera gustado leer su novela «Sidi». Qué se le va a hacer: también un escritor como usted puede tener sus «empanadas» mentales.

ARTÍCULO DE ARMANDO ROBLES PUBLICADO EN 2012: ARTURO, DEBÍ DEJAR QUE TE OSTIARAN DEL TODO

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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