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Opinión

Gotas sobre el mar: el agua y el vaso o el carro y los bueyes

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Una breve mirada retrospectiva enseña que desde la llegada de los socialistas al poder en diciembre del 82, enfatizando sus promesas de cambio, la sociedad se ha degradado impulsada por ideologías revanchistas y por el armazón político forjado durante la llamada “alternancia”, cuya esencia ha consistido, de hecho, en un pacto entre las fuerzas antifranquistas.

Desde el inicio de su gobernanza, las fuerzas aniquiladoras llevaban escrito en su agenda oculta que el proyecto de desquite era a largo plazo, precisaba de años de ocupación del Gobierno y había de valerse de los viejos métodos revolucionarios marxistas, tamizados por una publicidad que los hiciera pasar por inocente y pacífico reformismo, disolviendo así las inevitables tensiones de todo proceso transformador.

Manipulando el lenguaje, es decir, haciendo que los significantes pierdan su significado genuino; ocupando y detentando los medios de masas; poniendo en marcha la red clientelar a costa del erario público; invadiendo el poder judicial mediante el asesinato simbólico de Montesquieu; emasculando a una derecha y a una monarquía sin creencias; manteniendo la espada de Damocles sobre una Iglesia católica siempre acomodaticia y ya inclinada al marxismo desde el Concilio Vaticano II; ampliando el tradicional “pan y circo” con el cebo del “destape”; tranquilizando al mundo de las finanzas con planes de corrupción económicos comunes e iniciando el goteo de infiltrados en las Fuerzas Armadas y en el Ministerio del Interior, etc., fueron sorteando las secuelas de su nefasta y congénita incapacidad administrativa, representada entonces por una crisis económica y social que truncó el vigoroso crecimiento que venía desarrollándose desde los promisorios años sesenta y que, como es sabido, recidiva cada vez que gobiernan.

La apresurada y arbitraria reconversión industrial; la imparable destrucción del empleo; la deslealtad de los sindicatos de partido, desligados de unos trabajadores a quienes traicionaban con descaro; el cambio de actitud -nunca explicado al pueblo- sobre la OTAN, etc., suscitaron críticas y decepción social que diluyeron, finalmente, mediante el arcaduz de demonizar a Franco -convirtiendo los logros de éste en errores o en méritos ajenos- y culpando también por el mismo precio a una derecha a la que etiquetaron de nostálgica, heredera del franquismo y, en consecuencia, autoritaria y decadente. Sambenitos que los echacantos de la derecha han venido soportando con despreciable mansedumbre y vacío ideológico hasta nuestros días, incapaces de desprenderse de ellos y arrastrando de paso a sus votantes.

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Toda esta estrategia socialista fue justificada, por supuesto, en nombre de la democracia y de la libertad del pueblo, lo cual, pese al rechazo frontal de una minoría incrédula, que atendía más a la evidencia social que al agit-prop, les garantizó catorce años seguidos de gobierno, suficientes para jugar sin oposición con las cartas marcadas con que suelen, dejando a España tan irreconocible como pretendían desde su arribada al poder y como llegaron a expresar literalmente, por boca de Alfonso Guerra.

A la vista está que, desde aquel alborear de los años 80 –con la fundamental contribución de las atrocidades zapateristas-, la salud del frentepopulismo en términos de poder ha mejorado por mor de sus viejas chirlerías, a costa de debilitar el vigor democrático de la ciudadanía y el tejido y la estructura nacionales. Corolario primero: desde la muerte de Franco hasta hoy, nuestra sociedad ha retrogradado hacia la barbarie, mientras que los ocultos proyectos del revanchismo se han cumplido o están a punto de cumplirse con el actual PSOE (Pedro Sánchez Obseso Exhumador).

Sólo en una sociedad degenerada, embrutecida e inerte, injusta e inhumana, puede germinar una publicidad como la que estos apóstatas de la virtud emplean para la difusión de sus ideas, opiniones y productos ideológicos. De este modo, sus truhanescos cantos de “modernización” y “progreso” prevalecen ahora entre nosotros.

Por fortuna, a una mayoría de españoles comienza a resultarle preocupante el convivir en una sociedad desquiciada, desenfrenada en la ostentación del vicio y de la brutalidad, con frecuencia próxima a la demencia, pasando sin transición del crimen terrorista a la permisividad migratoria, enorgulleciéndose a veces de sus torpezas y aspirando con delicia el olor de los pudrideros.

Todos los zánganos del orden social, los pillos de toda clase y condición, los maleados y malvados, los manifestantes con pólvora violenta en sus mochilas, la mafia clientelar sedienta de subvenciones, los actores de la eterna comedia que el robo, el fraude, la droga, la perversión sexual, la impostada generosidad migratoria, la insidia y el tiro en la nuca representan en las calles de los pueblos y ciudades de la España actual…, a quién pueden votar, sino a la antiespaña?

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Por el contrario, ¿a quién pueden votar los espíritus libres, los hombres sencillos de la calle que padecen la injusticia, se enfrentan al abuso y oponen resistencia a estos tramposos que han arrastrado a la nación hacia un lodazal de iniquidad, ignorancia e incultura, amparados en ese sector de la población que se solaza chapoteando en la ciénaga?

Es obvio que, en las actuales circunstancias, ciertas transformaciones de la vida social española sólo pueden efectuarse desde el poder, y que no es posible emprenderlas sino a través de una formación política exenta del estigma de corrupción que inhabilita a los partidos que nos han traído al abismo de vileza en que nos hallamos. De ahí lo dramático de su fracaso si las diversas fuerzas alternativas no lograran la cohesión necesaria y acabaran condenándose al inmovilismo y, en consecuencia, condenando a sus presumibles electores a las tinieblas.

Corolario segundo: estando claro lo imperativo de unas elecciones, resulta más imprescindible la emergencia inmediata de una alternativa operante y eficiente para administrar la crisis política, institucional, cultural y social -y pronto también económica- a que nos han abocado los traidores. Es absurdo, y a mi juicio inquietante, pedir agua sin tener un cauce para recogerla, pues la realidad es que la España regeneradora se halla huérfana de representación eficaz para oponerse a los liberticidas o a sus cómplices.

Resulta insólito que escasas voces, por no decir ninguna, hayan atendido a lo contradictorio de tal propuesta y que quienes exigen elecciones no hayan sido capaces de extraer sus consecuencias. Por mi parte, me veo obligado a insistir: sin una organización política a la medida de lo que España -respetable, unida y libre- necesita, la convocatoria electoral se convertiría en la trampa que hipotecaría, tal vez de modo definitivo, un futuro ya de por sí difícil.

Primero, pues, un partido político idóneo; seguidamente, elecciones. O eso, o seguir mareando la perdiz.

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Nadie sensato ha puesto nunca el carro delante de los bueyes.

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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