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Opinión

Eros y Tánatos

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En la revolución de mayo del 68, la metafísica del Eros y el Tánatos, el amor y la muerte, fue un clásico. Al celebrarse el medio siglo de esa gran movida en la que iba incluida la pederastia con su buena aura de santidad, puesto que era la “singularidad” celebrada de algunos líderes (nos lo recuerda Benedicto XVI), nadie se ha acordado del tánatos, del tributo de muerte que se cobraría la entrega desenfrenada al eros, es decir al hedonismo a cualquier precio. Efectivamente, precio de muerte.

Porque en la medida en que se aceptaba la represión del eros, en esa misma medida se eludía el elevadísimo precio de muerte que finalmente se ha tenido que pagar por haber soltado al eros dejándolo sin ninguna atadura. En la naturaleza las cosas son así. El Eros va totalmente suelto y libre, sin represiones. Pero ahí todos saben que cuanto más recio sea el festival fornicativo, más solemne y abundoso será el tributo a la muerte: ya sea alimentando a los dioses predadores, ya sea sufriendo la incapacidad de disponer de recursos alimentarios para la totalidad de la vida que ha producido en tanta abundancia un eros desenfrenado. No hace falta ser muy sabio para llegar a esta conclusión.

El gran gurú de esa movida del 68, Herbert Marcuse, en su obra Eros y Civilización, ya advierte que la educación para el consentimiento de la muerte introduce un elemento de rendición dentro de la vida desde el principio; un elemento de rendición y sumisión. Y añade una interesante reflexión: La muerte es un signo de la falta de libertad, es un signo de derrota.

Obviamente Marcuse no pensaba en la muerte “administrada” por los poderes que rigen la sociedad, sino en la muerte que avanza por sí misma, sea cual sea la administración de la vida. Pero se acerca a ello cuando dice de forma desgarradora que: “El silencioso “acuerdo profesional” sobre el hecho de la muerte y la enfermedad (ojo con el “acuerdo profesional” sobre estas dos cuestiones) es quizá una de las más amplias expresiones del instinto de muerte (instinto colectivo obviamente) -o mejor de su utilidad social.

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Muy serio es eso de la utilidad social de la enfermedad y la muerte. Serio y profético, hay que añadir. Utilidad social. Y prosigue Marcuse, más descarnado aún: En una civilización represiva, la muerte misma llega a ser un instrumento de represión. En eso andamos. Y vale la pena que nos detengamos en este grandioso festival-aquelarre de muerte que nos están ofreciendo hoy los que intentan gobernarnos en adelante. Muerte es lo que ofrecen en mayor abundancia: muerte prenatal, con extrema violencia, para que la conciencia de esa violencia gestionada desde el poder, haga a la gente totalmente dócil a ese poder que tan sabiamente administra la justificación psicológica y penal de la muerte. Y a la administración de la muerte a los no nacidos, al servicio del desenfreno del eros (a menudo, un desenfreno impuesto), hay que añadir el gran festival de muerte que nos prometen los políticos más progresistas (en el progreso, entran también los vientres de alquiler) a cuenta de los ancianos para los que la ancianidad se ha convertido en una enfermedad terminal, y a cuenta de otros enfermos terminales (la terminalidad, ya ves, es tremendamente elástica). La experiencia está avanzando en Europa a pasos agigantados. Cada vez son más los eutanasiables (viejos y enfermos incurables que se pueden considerar y en efecto se consideran en muchos casos como terminales), igual que cada vez ha sido mayor el número de abortables (hasta se prepara en esta Europa tan avanzada ¡y tan decrépita!, legislación para la eutanasia post parto).

Es que una vez que se deja ir uno por el plano inclinado, lo más natural es seguir cayendo.

Poco se imaginaban Marcuse y compañía que en pocos decenios, la alianza entre Eros y Tánatos iba a ser tan íntima. Fueron en primer lugar el aborto y el infanticidio prenatal, puestos sin el menor escrúpulo al servicio de la más absoluta libertad sexual del hombre (convenientemente agazapada tras la impuesta libertad sexual de la mujer: un género singular, la “libertad impuesta”), los que abrieron de par en par las puertas de la muerte. Y puesto que el ensayo funcionó a pedir de boca, lo que procedía era continuar por la pendiente. Después de haber ensayado con éxito el asesinato de los más pequeños (con el respectivo blanqueo del nombre, para así blanquear las conciencias), proceder sin miramientos al asesinato de los demasiado viejos y demasiado enfermos. De nuevo con el respectivo blanqueo del nombre: “eutanasia”.

Ya no hace falta que recurramos a san José como patrón de la buena muerte, ni que en cada Avemaría imploremos el ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Ya no hace falta, porque la superioridad moral de la izquierda nos hace de patrón de la buena muerte. Son ellos los que se cuidan de hacernos morir bajo sus excelsas normas; ellos los que administran nuestra vida, nuestra enfermedad y nuestra muerte, de manera que, como dice Marcuse, en una civilización represiva, la muerte misma llega a ser un instrumento de represión. Y claro, es el recuerdo de la culpa acumulada de la humanidad contra sus víctimas, el que oscurece la posibilidad de una civilización sin represión. Terrible diagnóstico, estremecedora profecía del gurú de la revolución de Mayo del 68. El recuerdo martilleante de la horrible acumulación de infanticidios y la espeluznante expectativa de tantos asesinatos de ancianos eutanasiados, oscurece con negrísimas sombras la posibilidad de una civilización sin represión. ¡Adónde vas, vieja Europa con tanto atropello!

Vamos hacia el totalitarismo: y lo que con más fuerza nos está empujando a él son los crímenes de los que los políticos aprendices de totalitarios, han hecho cómplice a toda la sociedad. Es dificilísimo que la sociedad se sacuda de encima esa losa que la oprime. Es que la conciencia (la mala conciencia: mala conciencia por más que se la blanquee) va haciendo su trabajo de zapa y minando la resistencia al totalitarismo. Y el clero (alto y bajo) -salvo honrosas excepciones- guarda silencio, ¡qué triste pena!, como el Ebro al pasar por el Pilar.

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Puesto que sobran ejemplos respecto a la inmoralización y desmoralización de la sociedad mediante la práctica del aborto, traigo a colación un par de ejemplos respecto a la fuerza inmoralizante y desmoralizante de la eutanasia. Supe de una señora que andaba bastante holgada de recursos, pero no tanto como para poder afrontar los gastos de una persona que cuidase a sus padres, ya de provecta edad, que al no valerse ya por sí mismos a causa de una caída, se trasladaron a vivir a casa de la hija. Anduvo ésta dando voces por ver si daba con alguien que por un sueldo moderado pudiera vivir con sus padres y atender a sus necesidades de cuidado. Y entretanto los tenía en su casa. Al alargarse en exceso la búsqueda, parece que la mujer no pudo resistir más esa situación; y resultó que con una distancia de cuatro días, murieron ambos de accidente natural en casa de la hija. Nadie le preguntó nada; pero se creó en torno a ella un incomodísimo clima de sospecha. No la conciencia de la mujer, sino la de su entorno enrareció las relaciones, de manera que se fue quedando cada vez más sola. La sospecha de la aplicación de la eutanasia a sus padres, hizo que la gente no se atreviera a mirarla a la cara. Y casos, sobre todo de mujeres que después de haber “facilitado” en el hospital la eutanasia de su padre o su madre terminal han quedado con un gran agujero negro en la conciencia, se dan cada vez más. Es que tan duro es para un hijo pronunciar la sentencia de muerte de su padre o de su madre sólo porque ya les queda poca vida, como para una madre pronunciar la sentencia de muerte de su hijo porque aún no ha nacido. Esas cosas mellan terriblemente la conciencia y desarbolan a la persona. Con esas prácticas somos más vulnerables y es más fácil tenernos sometidos.

En esta felicísima alianza entre Eros y Tánatos de nuestra modernidad que avanza como una división de panzers, matar niños y viejos es una trivialidad. Para el mundo que nos está construyendo el progreso, hay cosas mucho más importantes. Y sí, claro, el silencio y la inacción de los buenos, son indispensables para que prosperen estos regalos envenenados que le hacen a la sociedad sus dirigentes.

Si en la dialéctica eros-tánatos y en la lucha entre el hedonismo y el respeto a la vida, es la muerte la que acaba llevándose el gato al agua, es que nos hemos sumergido ya en un sistema totalitario del que no nos dejará huir una conciencia tan decididamente aliada con la muerte más vil.

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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