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El verdadero origen de España, desvelado: «Sí, nació con un rey visigodo, Leovigildo»

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El doctor en Historia José Soto Chica analiza en su nuevo ensayo histórico la importancia de Leovigildo. Golpe definitivo a las pseudoteorías nacionalprogresistas catalanas.

José Soto Chica zanja el debate eterno de un golpe seco y sincero: «La historia de Hispania, y en última instancia de España, comienza con Leovigildo». Sabe que sus palabras generan debate, pero está harto de que, por estos lares, nos empeñemos en mezclar la política con el pasado: «En este país nos ponemos muy exquisitos al hablar de soberanía nacional y huimos de la asociación porque la consideramos ‘facha’, pero yo me dedico a la investigación, que es algo diferente». Al otro lado de la línea telefónica, el que es hoy uno de los mayores expertos en el mundo visigodo enarbola una serie de razones que confirman que este monarca del siglo VI hizo un esfuerzo por aunar la península ibérica a muchos niveles; del político, al territorial.

Y no dispara al albur. Sustenta sus afirmaciones en los conocimientos que ha adquirido para dar forma a su nuevo ensayo –’Leovigildo. Rey de los hispanos‘ (Desperta Ferro)– y en la infinidad de estudios que atesora bajo el brazo. No en vano es doctor en historia medieval y profesor contratado doctor de la Universidad de Granada e investigador del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas de Granada. «Nos puede gustar más o menos, pero quien creó el reino de Hispania fue él, y, aunque aquel proyecto tenía diferencias lógicas con España, no podemos negar que una proviene de la otra», insiste. Y hoy, se ha propuesto explicarnos el porqué.

Unificar el territorio

A su llegada al trono en el 568, Leovigildo se dio de bruces con una península dividida en mil y un reinos y poblaciones: el visigodo de Toledo, las comunidades independientes del norte, el suevo, Córdoba… La guinda la constituía el Imperio bizantino; en el cenit de su expansión a través de los territorios dominados en otra era por las legiones, las tropas del viejo Imperio romano de Oriente habían desembarcado en el sur allá por el año 552 y habían conquistado una ancha franja de terreno que se extendía desde Denia hasta Cádiz. En la práctica, cada uno constituía un potencial enemigo ávido de territorio.

«Llegó a un reino que estaba desgarrado por las contiendas civiles. No controlaba el territorio porque había muchas entidades locales que, aprovechando el caos de la caída del Imperio romano y la crisis de los visigodos, se habían convertido en estados independientes: Córduba, la Oróspeda, Sabaria, Cantabria…», explica Soto Chica. La lista es extensísima. Frente a ese panorama, Leovigildo planteó un proyecto militar unificador que no se había visto desde las viejas legiones de la Ciudad Eterna. Su máxima era aunar todo el territorio bajo un mismo cetro: el suyo. Y, para ello, se pasó la vida guerreando, como bien explica el doctor en historia a este diario.

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Bosquejar las campañas militares del monarca es misión imposible. Su primer objetivo fue el Imperio bizantino, al frente por entonces de un Justino II centrado en acabar con los persas y expandirse por Occidente. En el 570, cuando Liuva todavía vivía, el monarca llevó a cabo sus primeras incursiones en Málaga y Medina Sidonia. Esta última, buque insignia romana, fue tomada ‘por la astucia’, y su guarnición, pasada por las armas. En el 572 le tocó el turno a Córdoba, enemiga de los visigodos desde su entrada en la Península. En esta contienda, Leovigildo se apoderó de la urbe en mitad de la noche.

Sin embargo, cuando el monarca tenía a su enemigo romano contra las cuerdas, un nuevo contendiente resurgió desde el norte: los suevos del rey Miro. Estos habían avanzado hasta el Duero poniendo en jaque al rey. En los meses posteriores, Leovigildo cambió la dirección de la guerra y hostigó sus aldeas. De paso, desvió en el 574 sus fuerzas para derrotar a los pueblos menores afincados en Cantabria y Saldaña. Y ese mismo año, por si fuera poco, acabó con los araucones, que residían entre Galicia y León. La tarea se completó entre el 576 y el 577, cuando los suevos solicitaron la paz y el rey se lanzó de bruces contra la Oróspeda, al sudoeste.

Lo más llamativo es que Leovigildo no se quedó tan solo en la ocupación militar de los territorios, sino que apostó, una vez más, por la unificación. «Él era un conquistador y tenía un proyecto de Estado con unas bases arraigadas en Roma. La administración, el sistema legal… Todo eso derivaba de la Ciudad Eterna», explica Soto Chica. El experto recuerda algo que solemos obviar: en aquella primigenia España no hubo que recuperar el derecho romano siglos después, cómo sí sucedió en otras zonas de Europa: «No llegamos a imaginar la trascendencia que tiene el sistema que inició. Aquí ya estaba en marcha en el siglo VI un proceso que se replicó en Francia o Alemania en el XII».

Soto Chica insiste; todavía no se cree que los libros de historia traten a Leovigildo como un monarca más cuando, en realidad, sus medidas fueron pioneras en aquella vieja Europa que todavía sollozaba por la caída de la Ciudad Eterna. «En la época de Roma, aquí había una organización administrativa que se llamaba ‘diócesis hispaniarum‘ en la que siete provincias tenían un gobierno común, con un conde afincado en Mérida. Todo eso se fue al garete con las invasiones bárbaras y, en cierta medida, Leovigildo lo recuperó. Y no solo eso, sino que transformó la unidad administrativa en una unidad política mediante sus campañas», desvela.

Aunque es cierto que no llegó a culminar su gran idea. Cuando dejó este mundo en el 586, todavía quedaba territorio de los romanos en el sureste de Hispania. Con todo, Soto Chica confirma una vez que el que puso en marcha aquella idea unificadora fue él, y en una fecha tan temprana como el siglo VI: «Por eso estoy seguro de que las raíces de España se encuentran allí. Leovigildo tenía un proyecto político con mayúsculas; creó un estado. Hasta entonces no había una administración realmente estable en Hispania tras la caída del Imperio romano. No había un proyecto con una ideología, que era la recreación del Imperio romano aquí».

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Supervivencia social

Pero Leovigildo no se encontró tan solo con una península dividida. En el 586 se topó también con un reino en crisis; normal, pues su epicentro político había estado en Francia hasta hacía un suspiro. «A su llegada al trono, se percató de que los visigodos, que eran una minoría, solo tenían una posibilidad real de sobrevivir: mezclarse con la población hispanorromana, y, más concretamente, con sus élites», añade. Por ello, creó un nuevo código de leyes donde las diferencias que existían entre unos y otros a nivel legal desaparecieron. Aquello supuso una revolución que, como sucedió con la recuperación de la administración romana, no se vivió en aquella vieja Europa hasta siglos después.

«Todavía en el siglo IX, si cometías un delito en territorios como Francia, te juzgaban según tu procedencia étnica. Si eras burgundio te juzgaban por la ley la de los burgundios; si eras sario, por la de los sarios; si eras romano, por el código de Alarico… Pero en Hispania no. Eso se acaba con Leovigildo. Aquí la ley era igual para todos», explica el autor a este diario. La regulación de las leyes se llevó a cabo a través del llamado Código de Leovigildo, promulgado en el 569; un texto que, por ejemplo, permitía el matrimonio mixto entre godos e hispanorromanos. «La conclusión es que se creó un proyecto político que, en la práctica, fue la recreación de Roma en Hispania. Y eso cambió por completo nuestra historia», sostiene Soto Chica.

Problemas religiosos

Sin embargo, si en algo falló Leovigildo fue en su obsesión por mantener el arrianismo, la religión que profesaban los visigodos, a pesar de que conocía la gran expansión del catolicismo. Las fuentes de la época confirman que el monarca quiso no solo mantener sus creencias, sino conseguir que los siete millones de súbditos tardorromanos se unieran a ella. Así, en el 580 organizó un sínodo con el que pretendía hallar caminos comunes entre ambos cultos. Pero no lo logró. Las diferencias provocaron, incluso, que su hijo Hermenegildo se alzara en armas contra él en una revolución que, aunque fue decapitada, dañó la figura del monarca.

Soto Chica se zambulle un poco más en este tema; es importante dar contexto, afirma. «Aquella religión no venía de la nada. Los visigodos se convirtieron al cristianismo en el siglo IV, pero a la versión que imperaba: el arrianismo. Por entonces parecía que era la que iba a prevalecer porque el emperador Constancio la profesaba, pero, tras su muerte y la de Juliano el Apóstata, se impuso el catolicismo», desvela. A las poderosas élites visigodas no les importó; suponía una forma de diferenciarse del pueblo llano. Sin embargo, tras la batalla de Vouillé, en el 507, se transformaron en una «élite amenazada», como bien explica el historiador. «A partir de entonces, los reyes entendieron que debían fundirse con los católicos para sobrevivir», confirma.

«Leovigildo quiso hacer más tolerable el arrianismo para los católicos y así lograr la unidad religiosa. Pero fue un error, porque en Hispania eran una proporción de uno contra sesenta. Y no se podía hacer la unidad en torno a la minoría. Él supo que había fracasado, pero era un hombre muy orgulloso y no quiso dar su brazo a torcer», desvela. No obstante, lo dejó todo preparado para que su hijo, Hermenegildo, pudiese dar el salto hacia el nuevo culto. «Le rodeó de consejeros nicenos y católicos. Sabía que, una vez que había fracasado, lo único que podía hacer era aceptar el catolicismo como religión oficial», finaliza. A pesar de ello, tuvo la visión necesaria para apostar por una unidad religiosa.

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Más revoluciones

La enésima revolución de Leovigildo consistió en instalar la capital en Toledo, en lugar de apostar por otras como Mérida, antigua ciudad destacada de la prefectura hispánica. En la urbe, considerada ‘sede regia’, creó además una Corte Real al estilo romano. El por qué acometió estos cambios todavía es discutido, aunque, para el hispanista W. Reinhart, con ello buscaba cautivar a los más de siete millones de súbditos romanos con los que contaba; la mayoría, pues los godos apenas superaban las 100.000 almas.

Otra de las grandes novedades que aplicó fue la de asociar al trono a sus hijos, Recaredo y Hermenegildo. Una ruptura drástica con la tradición visigoda de que fuera la nobleza la que eligiera a los monarcas. A los retoños les dio además el título de ‘Dux’ y les otorgó cargos con responsabilidad. En teoría, aquella decisión garantizaba cierta estabilidad política y reducía la malsana costumbre de acabar con el monarca para instalar a otro candidato en la poltrona, más conocida como ‘morbus gothorum’. La medida, asociada por algunos historiadores a la idea de una posible nación visigoda, le equiparaba a los césares bizantinos.

Aunque el mejor ejemplo de que se veía así mismo como un emperador unificador es que se vestía con los atributos del poder imperial, como una corona con ínfulas o unas vestiduras de color púrpura. Este sencillo cambio le situaba por encima del resto de nobles godos y también de la aristocracia romana afincada en Hispania. Al menos, en imagen. «Acuñó monedas en las que se le veía portando una diadema de piedras preciosas, que era algo exclusivo de los emperadores romanos, lo mismo que la ropa morada y el cetro», completa. Y, para colmo, cuando los textos se referían a él, lo hacían como ‘rey de los hispanos’, y no ‘rey de los godos’. «Eso no había pasado jamás hasta entonces», sentencia Soto Chica.

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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