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El verdadero origen de España, desvelado: «Sí, nació con un rey visigodo, Leovigildo»

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El doctor en Historia José Soto Chica analiza en su nuevo ensayo histórico la importancia de Leovigildo. Golpe definitivo a las pseudoteorías nacionalprogresistas catalanas.

José Soto Chica zanja el debate eterno de un golpe seco y sincero: «La historia de Hispania, y en última instancia de España, comienza con Leovigildo». Sabe que sus palabras generan debate, pero está harto de que, por estos lares, nos empeñemos en mezclar la política con el pasado: «En este país nos ponemos muy exquisitos al hablar de soberanía nacional y huimos de la asociación porque la consideramos ‘facha’, pero yo me dedico a la investigación, que es algo diferente». Al otro lado de la línea telefónica, el que es hoy uno de los mayores expertos en el mundo visigodo enarbola una serie de razones que confirman que este monarca del siglo VI hizo un esfuerzo por aunar la península ibérica a muchos niveles; del político, al territorial.

Y no dispara al albur. Sustenta sus afirmaciones en los conocimientos que ha adquirido para dar forma a su nuevo ensayo –’Leovigildo. Rey de los hispanos‘ (Desperta Ferro)– y en la infinidad de estudios que atesora bajo el brazo. No en vano es doctor en historia medieval y profesor contratado doctor de la Universidad de Granada e investigador del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas de Granada. «Nos puede gustar más o menos, pero quien creó el reino de Hispania fue él, y, aunque aquel proyecto tenía diferencias lógicas con España, no podemos negar que una proviene de la otra», insiste. Y hoy, se ha propuesto explicarnos el porqué.

Unificar el territorio

A su llegada al trono en el 568, Leovigildo se dio de bruces con una península dividida en mil y un reinos y poblaciones: el visigodo de Toledo, las comunidades independientes del norte, el suevo, Córdoba… La guinda la constituía el Imperio bizantino; en el cenit de su expansión a través de los territorios dominados en otra era por las legiones, las tropas del viejo Imperio romano de Oriente habían desembarcado en el sur allá por el año 552 y habían conquistado una ancha franja de terreno que se extendía desde Denia hasta Cádiz. En la práctica, cada uno constituía un potencial enemigo ávido de territorio.

«Llegó a un reino que estaba desgarrado por las contiendas civiles. No controlaba el territorio porque había muchas entidades locales que, aprovechando el caos de la caída del Imperio romano y la crisis de los visigodos, se habían convertido en estados independientes: Córduba, la Oróspeda, Sabaria, Cantabria…», explica Soto Chica. La lista es extensísima. Frente a ese panorama, Leovigildo planteó un proyecto militar unificador que no se había visto desde las viejas legiones de la Ciudad Eterna. Su máxima era aunar todo el territorio bajo un mismo cetro: el suyo. Y, para ello, se pasó la vida guerreando, como bien explica el doctor en historia a este diario.

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Bosquejar las campañas militares del monarca es misión imposible. Su primer objetivo fue el Imperio bizantino, al frente por entonces de un Justino II centrado en acabar con los persas y expandirse por Occidente. En el 570, cuando Liuva todavía vivía, el monarca llevó a cabo sus primeras incursiones en Málaga y Medina Sidonia. Esta última, buque insignia romana, fue tomada ‘por la astucia’, y su guarnición, pasada por las armas. En el 572 le tocó el turno a Córdoba, enemiga de los visigodos desde su entrada en la Península. En esta contienda, Leovigildo se apoderó de la urbe en mitad de la noche.

Sin embargo, cuando el monarca tenía a su enemigo romano contra las cuerdas, un nuevo contendiente resurgió desde el norte: los suevos del rey Miro. Estos habían avanzado hasta el Duero poniendo en jaque al rey. En los meses posteriores, Leovigildo cambió la dirección de la guerra y hostigó sus aldeas. De paso, desvió en el 574 sus fuerzas para derrotar a los pueblos menores afincados en Cantabria y Saldaña. Y ese mismo año, por si fuera poco, acabó con los araucones, que residían entre Galicia y León. La tarea se completó entre el 576 y el 577, cuando los suevos solicitaron la paz y el rey se lanzó de bruces contra la Oróspeda, al sudoeste.

Lo más llamativo es que Leovigildo no se quedó tan solo en la ocupación militar de los territorios, sino que apostó, una vez más, por la unificación. «Él era un conquistador y tenía un proyecto de Estado con unas bases arraigadas en Roma. La administración, el sistema legal… Todo eso derivaba de la Ciudad Eterna», explica Soto Chica. El experto recuerda algo que solemos obviar: en aquella primigenia España no hubo que recuperar el derecho romano siglos después, cómo sí sucedió en otras zonas de Europa: «No llegamos a imaginar la trascendencia que tiene el sistema que inició. Aquí ya estaba en marcha en el siglo VI un proceso que se replicó en Francia o Alemania en el XII».

Soto Chica insiste; todavía no se cree que los libros de historia traten a Leovigildo como un monarca más cuando, en realidad, sus medidas fueron pioneras en aquella vieja Europa que todavía sollozaba por la caída de la Ciudad Eterna. «En la época de Roma, aquí había una organización administrativa que se llamaba ‘diócesis hispaniarum‘ en la que siete provincias tenían un gobierno común, con un conde afincado en Mérida. Todo eso se fue al garete con las invasiones bárbaras y, en cierta medida, Leovigildo lo recuperó. Y no solo eso, sino que transformó la unidad administrativa en una unidad política mediante sus campañas», desvela.

Aunque es cierto que no llegó a culminar su gran idea. Cuando dejó este mundo en el 586, todavía quedaba territorio de los romanos en el sureste de Hispania. Con todo, Soto Chica confirma una vez que el que puso en marcha aquella idea unificadora fue él, y en una fecha tan temprana como el siglo VI: «Por eso estoy seguro de que las raíces de España se encuentran allí. Leovigildo tenía un proyecto político con mayúsculas; creó un estado. Hasta entonces no había una administración realmente estable en Hispania tras la caída del Imperio romano. No había un proyecto con una ideología, que era la recreación del Imperio romano aquí».

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Supervivencia social

Pero Leovigildo no se encontró tan solo con una península dividida. En el 586 se topó también con un reino en crisis; normal, pues su epicentro político había estado en Francia hasta hacía un suspiro. «A su llegada al trono, se percató de que los visigodos, que eran una minoría, solo tenían una posibilidad real de sobrevivir: mezclarse con la población hispanorromana, y, más concretamente, con sus élites», añade. Por ello, creó un nuevo código de leyes donde las diferencias que existían entre unos y otros a nivel legal desaparecieron. Aquello supuso una revolución que, como sucedió con la recuperación de la administración romana, no se vivió en aquella vieja Europa hasta siglos después.

«Todavía en el siglo IX, si cometías un delito en territorios como Francia, te juzgaban según tu procedencia étnica. Si eras burgundio te juzgaban por la ley la de los burgundios; si eras sario, por la de los sarios; si eras romano, por el código de Alarico… Pero en Hispania no. Eso se acaba con Leovigildo. Aquí la ley era igual para todos», explica el autor a este diario. La regulación de las leyes se llevó a cabo a través del llamado Código de Leovigildo, promulgado en el 569; un texto que, por ejemplo, permitía el matrimonio mixto entre godos e hispanorromanos. «La conclusión es que se creó un proyecto político que, en la práctica, fue la recreación de Roma en Hispania. Y eso cambió por completo nuestra historia», sostiene Soto Chica.

Problemas religiosos

Sin embargo, si en algo falló Leovigildo fue en su obsesión por mantener el arrianismo, la religión que profesaban los visigodos, a pesar de que conocía la gran expansión del catolicismo. Las fuentes de la época confirman que el monarca quiso no solo mantener sus creencias, sino conseguir que los siete millones de súbditos tardorromanos se unieran a ella. Así, en el 580 organizó un sínodo con el que pretendía hallar caminos comunes entre ambos cultos. Pero no lo logró. Las diferencias provocaron, incluso, que su hijo Hermenegildo se alzara en armas contra él en una revolución que, aunque fue decapitada, dañó la figura del monarca.

Soto Chica se zambulle un poco más en este tema; es importante dar contexto, afirma. «Aquella religión no venía de la nada. Los visigodos se convirtieron al cristianismo en el siglo IV, pero a la versión que imperaba: el arrianismo. Por entonces parecía que era la que iba a prevalecer porque el emperador Constancio la profesaba, pero, tras su muerte y la de Juliano el Apóstata, se impuso el catolicismo», desvela. A las poderosas élites visigodas no les importó; suponía una forma de diferenciarse del pueblo llano. Sin embargo, tras la batalla de Vouillé, en el 507, se transformaron en una «élite amenazada», como bien explica el historiador. «A partir de entonces, los reyes entendieron que debían fundirse con los católicos para sobrevivir», confirma.

«Leovigildo quiso hacer más tolerable el arrianismo para los católicos y así lograr la unidad religiosa. Pero fue un error, porque en Hispania eran una proporción de uno contra sesenta. Y no se podía hacer la unidad en torno a la minoría. Él supo que había fracasado, pero era un hombre muy orgulloso y no quiso dar su brazo a torcer», desvela. No obstante, lo dejó todo preparado para que su hijo, Hermenegildo, pudiese dar el salto hacia el nuevo culto. «Le rodeó de consejeros nicenos y católicos. Sabía que, una vez que había fracasado, lo único que podía hacer era aceptar el catolicismo como religión oficial», finaliza. A pesar de ello, tuvo la visión necesaria para apostar por una unidad religiosa.

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Más revoluciones

La enésima revolución de Leovigildo consistió en instalar la capital en Toledo, en lugar de apostar por otras como Mérida, antigua ciudad destacada de la prefectura hispánica. En la urbe, considerada ‘sede regia’, creó además una Corte Real al estilo romano. El por qué acometió estos cambios todavía es discutido, aunque, para el hispanista W. Reinhart, con ello buscaba cautivar a los más de siete millones de súbditos romanos con los que contaba; la mayoría, pues los godos apenas superaban las 100.000 almas.

Otra de las grandes novedades que aplicó fue la de asociar al trono a sus hijos, Recaredo y Hermenegildo. Una ruptura drástica con la tradición visigoda de que fuera la nobleza la que eligiera a los monarcas. A los retoños les dio además el título de ‘Dux’ y les otorgó cargos con responsabilidad. En teoría, aquella decisión garantizaba cierta estabilidad política y reducía la malsana costumbre de acabar con el monarca para instalar a otro candidato en la poltrona, más conocida como ‘morbus gothorum’. La medida, asociada por algunos historiadores a la idea de una posible nación visigoda, le equiparaba a los césares bizantinos.

Aunque el mejor ejemplo de que se veía así mismo como un emperador unificador es que se vestía con los atributos del poder imperial, como una corona con ínfulas o unas vestiduras de color púrpura. Este sencillo cambio le situaba por encima del resto de nobles godos y también de la aristocracia romana afincada en Hispania. Al menos, en imagen. «Acuñó monedas en las que se le veía portando una diadema de piedras preciosas, que era algo exclusivo de los emperadores romanos, lo mismo que la ropa morada y el cetro», completa. Y, para colmo, cuando los textos se referían a él, lo hacían como ‘rey de los hispanos’, y no ‘rey de los godos’. «Eso no había pasado jamás hasta entonces», sentencia Soto Chica.

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