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Opinión

¿Arde Notre Dame de París en el corazón de Europa?

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Parece un símbolo. En Europa y en los países fundados por Europa, ya lleva unos decenios ardiendo el modelo de mujer que nos legó la Iglesia, liderado y ejemplificado en la Madre de Dios, Nuestra Señora.

La Europa que optó por resucitar el romanismo (el esclavismo) en la primera mitad del siglo XX, vuelve a las andadas; pero esta vez más astutamente, empezando por la esclavización de la mujer: volviendo al modelo de mujer de la Roma esclavista. Pero eso sí, a fuego lento y aumentando la temperatura paulatinamente. Por eso Europa aguanta estoicamente el fuego que la está consumiendo.

Viendo arder Nuestra Señora de París, era imposible no ver al mismo tiempo a nuestro entrañable Quasimodo saltando desesperado entre las llamas. ¿Habrá ardido el bueno de Quasimodo con su catedral? ¿Y el arcediano?

Más de uno habrá pensado que ahí ardía la Iglesia y que entre las llamas andaba el alma del arcediano arrastrando consigo la corte infernal de clérigos que como él (pero menos empujados por la anágke, por la fatalidad de las pasiones humanas) se han unido a su labor de zapa de la credibilidad de la Iglesia.

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Pero no olviden esos analistas tan satisfechos que se estarían frotando las manos ante el fuego de la catedral de Nuestra Señora, que si el surgimiento de la Iglesia (tan monacal) fue el surgimiento de Europa, la caída de esa Iglesia –materialmente, porque el poder de la muerte no la podrá destruir- sería también la ruina de Europa. Y no vale invocar el argumento de que ya no era un símbolo de la cristiandad lo que ardía, sino un museo. Cierto es que Francia no está dispuesta a perder ese museo; y claro que lo reconstruirán: como museo, que una joya así, no se puede perder. Les importa mucho menos como lugar de culto. Si fuese por eso, ni se molestarían. Una menos, entre tantos centenares de iglesias que se convierten en museos, restaurantes, salas de conciertos y hasta en mezquitas. Del mismo modo que ni los gobiernos españoles ni los catalanes, ni los de hoy ni los de mañana, por laicistas y anticristianos que sean, estarían dispuestos a perder la Sagrada Familia, que no es que sea mínimo su horario de culto para que pueda ser visitada por los turistas, sino que se está construyendo ya por ellos (gracias a su dinero) y para ellos como parque temático de la Barcelona desinhibida y postmoderna.
Ya lleva más de medio siglo ardiendo el alma cristiana de Francia. Y ése sí que es un incendio tremendamente voraz no solamente para una catedral, sino para Europa. Al fin y al cabo, la madera y la piedra se reconstruyen. Pero cuando se quema el alma, como se empeña en ejemplificarnos Víctor Hugo en su gran novela, cuando arde el alma, poco se puede hacer.

En El Jorobado de Nuestra Señora de París arden unas cuantas almas.

Me hubiese gustado hacer la ruta de Quasimodo por Notre Dame; pero no, no he tenido ocasión de hacerla. Resulta que Quasimodo, tan contrahecho, era una de las bellezas de la catedral, era la esmeralda que le ponía el broche de oro; mientras que el arcediano, su alma institucional, alma verdaderamente atormentada, se confundió con el hollín que oscurecía sus piedras venerables. No se ha quemado toda la catedral, sino tan sólo lo más espectacular: su pináculo.

Quemado y derribado. Da que pensar. Un episodio más en la secuencia de consunción de la Iglesia. Y no el peor, porque a la Iglesia es difícil consumirla desde fuera. Es más fácil quemarla desde dentro, es más fácil que provoque su ruina el arcediano. Al fin y al cabo, el pobre Quasimodo es como una estatua más de la iglesia: pero de carne y hueso. Con un alma bellísima, que si no tenía un cuerpo en consonancia, tenía toda la catedral, con la que formaba una buena armonía. Formaba parte del gran libro de piedra, que dice Víctor Hugo.

Pero la decadencia de la catedral y de las grandes catedrales, no se debe a que los libros de piedra han sido suplantados por los de papel, convertidos por la imprenta en tan abundantes como son hoy los sitios y los archivos de internet. Ni el libro hizo más sabio al hombre cuando se produjo su proliferación mediante la imprenta, ni la humanidad de hoy es más sabia que la que se crió en los libros impresos, ni tampoco supera a la que aprendió en pergaminos. No es eso, no es el soporte del conocimiento el que nos hace más sabios.

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Ni la catedral de Notre Dame ni las demás catedrales y grandes iglesias son libros en los que se instruye el pueblo fiel. Lo son además. Pero son en primer lugar la expresión más espectacular y solemne del reconocimiento de Dios como Creador y Señor del hombre y del Universo. Son un canto al Señor y Creador del hombre. Un canto en piedra. En cada pueblo, en cada época de la historia, el hombre creyente ha elevado a Dios su mejor canto de alabanza, de reconocimiento, de aceptación y de sumisión a su santa Ley.

Y no son las lecciones en piedra lo que está ardiendo en toda Europa, y recientemente en Francia. Lo que arde es la presencia de Dios entre nosotros; lo que arde es el mayor y más sublime fundamento del hombre, que es Dios. Lo que arde sin parar es lo mejor de nosotros mismos, lo mejor de Europa. Y tenemos la soberbia pretensión de que no dejaremos de ser europeos aunque dejemos de ser cristianos. Demasiado fácilmente hemos olvidado que nos guste o no nos guste, el hombre está hecho de Dios. Y esto no sólo desde la perspectiva religiosa, sino también desde la perspectiva antropológica. Sin Dios, sin El Señor, el hombre no tiene explicación.

Por eso lo más grave del incendio de Nuestra Señora de París, es que estamos viendo arder la gloria de Dios construida por nuestros antepasados, con la mayor indiferencia hacia esa gran herencia. Lo único que nos preocupa es el museo; y reconstruiremos el museo, claro que sí; y nos sentiremos orgullosos de ello. Pero ni nos lamentamos por el gran jirón de humanidad que hemos perdido al desprendernos de Dios, ni se vislumbra la menor intención de recuperarlo. Es que, como la rana, nos vamos quemando lenta, lentamente y ni nos damos cuenta. Un tercero vendrá que nos encontrará cocidos.

Y una reflexión más: ha ardido Nuestra Señora. El culto sublime a la Madre de Dios, que es el culto de respeto y admiración que ha dedicado la Iglesia a la mujer madre, ejemplificado y exaltado en la Madre de Dios. También esto ha ardido a fuego lento; pero últimamente con un fuego mucho más intenso que el que quemó la catedral. Va un abismo de la mujer que promocionó y dignificó la Iglesia, a la mujer que se está promocionando ahora como el mayor desarrollo de la humanidad. Demasiado fácilmente hemos olvidado de dónde venía la mujer que redimió el cristianismo bajo el liderazgo de la Madre de Dios, de Notre Dame, de Nuestra Señora. Venía del oficio de mujer esclava, mujer de usar y tirar. Por eso es tan capital la presencia de la Madre de Dios, Nuestra Señora, velando por la dignidad y la libertad de la mujer. Es que la Iglesia emprendió con más urgencia y más ahínco la liberación de la mujer, que la del hombre. Ahí estaba en el corazón de Europa, la Madre de Dios para tan gran empeño. Estaba, pero ya no está, al menos visiblemente. ¿También eso ha ardido?

Dios quiera que más que recuperar el museo de Notre Dame, recuperemos la fe en el Dios uno y Trino; el Dios que, encarnándose en las entrañas inmaculadas de Nuestra Señora, se hizo hombre para destruir con su resurrección el poder del pecado y de la muerte que atenazan a cada ser humano que viene a este mundo. Con esta fe operante en la práctica del bien se construyó esa catedral, se construyó el hombre, cuyo misterio sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado en el vientre de Nuestra Señora, la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia Santa y Católica.

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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