A Fondo

Todo está oscuro

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González Zorrilla (*).- Las llamas que devoraron parte de la catedral de Notre-Dame son el símbolo más dramático y evidente del fin de Occidente. Nuestras naciones se desmoronan desconectadas de su historia, apartadas de sus tradiciones, aisladas de su legado cultural y despojadas de sus grandes valores referenciales. Patrias milenarias se suicidan al mismo ritmo desolador que se aniquilan fetos o se inmolan sus ciudadanos, que han convertido el quitarse la vida, sus vidas, en una de las primeras causas de muerte no natural en Europa. Mientras las iglesias arden en Francia y miles de judíos vuelven a abandonar el viejo continente, ahora perseguidos por las hordas antisemitas alimentadas por la extrema-izquierda política, y cuando el islam generosamente financiado por los países del Golfo comienza a imponer la ley islámica en numerosas zonas de Francia, Gran Bretaña, Alemania, Bélgica o Suecia, la noche cae sobre nuestras ciudades. Con una clase media reducida a su mínima expresión, expoliada por los impuestos abusivos que las élites exigen para subvencionar sus objetivos y sus caprichos multiculturales, feministas, empoderadores, igualitarios, regeneracionistas y comunitarios, nuestras calles y plazas, cada vez más inseguras, más decrépitas, más extrañamente ruidosas y más confusas para quienes siempre hemos vivido, amado y trabajado en ellas, se hunden en la desidia, el olvido y el abandono.

En la hora del crepúsculo civilizacional que nos ha tocado vivir, vuelven los fantasmas de siempre arrasando la libertad, censurando opiniones, prohibiendo creaciones, insultando a nuestro Dios, imponiéndonos nuevas leyes y nuevos silencios y exigiendo nuevos tributos espirituales y materiales. Llega el invierno final a Occidente y trae con él un ingente frío moral que cae sobre nosotros en forma de avalanchas de ruina demográfica, de descomposición territorial, de consumo masivo de opiáceos y drogas sintéticas, de inmigración masiva, de reemplazo poblacional, de populismo sexual, de olvido de nuestro pasado, de insultos a nuestros ancestros y, sobre todo, de destrucción, desprecio y olvido de todo lo excelso y bello que a lo largo de más de 2.000 años nos ha legado nuestro acervo judeocristiano y grecolatino.

El futuro es tan negro como incierto. La calma ficticia que el totalitarismo socialdemócrata ha impuesto sobre la Unión Europea comprando un mínimo bienestar general a base de endeudarnos por generaciones, solamente puede acabar en una tormenta perfecta que nadie sabe cuándo llegará, pero que pocos dudan de que ocurrirá. Y, al mismo tiempo, el espectro totalitario alimentado por las izquierdas socialistas y comunistas, convertidas ya toda ellas en una gran horda de extrema izquierda de inspiración y financiación bolivariana, en alianza con el islam político y el marxismo cultural más aberrante, va cubriéndolo todo con la suavidad y la tenacidad con que la niebla cae sobre las montañas húmedas. Por supuesto, se extiende por los parlamentos y los principales medios de comunicación occidentales, cada vez más convertidos en reductos ideológicamente pestilentes donde reina la oclocracia, la desvergüenza y la ignorancia más absoluta. Pero, además, y como se repasa en profundidad en este número de Naves en Llamas, el nuevo y blando totalitarismo también alcanza a los centros de investigación y a las grandes publicaciones científicas, sometidas al dictamen miserable y cobarde de la corrección política y de la ideología de genéro; se expande por las poderosas factorías de la ficción universal, cuyas películas y series convierten ahora al hombre blanco, cristiano y heterosexual en el principal responsable de todos los males de nuestro tiempo; y se corona en las escuelas y universidades, travestidas actualmente, salvo honrosas excepciones, en auténticas máquinas de producir neocomunistas fanatizados, individuos con identidades sexuales fluidas, jemeres verdes integristas de un inexistente cambio climático y ofuscados feministas siempre prestos a reivindicar un presunto derecho, pero nunca preparados para asumir una obligación.

Intelectuales de talla internacional como Gilles Kepel, Ivan Rioufol, Eric Zemmour o Alain Finkielkraut, entre otros, ya han advertido que nos encaminamos hacia una nueva gran guerra en Europa, y quizás en otras regiones del mundo desarrollado. Ninguna gran cultura de las que han hecho avanzar la humanidad ha muerto sin luchar y la gran civilización occidental, que ha levantado el mundo que vemos a nuestro alrededor, no va a ser diferente. Ciñéndonos solamente al ámbito de la Unión Europea, hay ya demasiados territorios donde no llega, o lo hace muy difuminadamente, el peso de unos Estados presuntamente democráticos que cada se van haciendo más convulsos, más inanes y más inoperantes.

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De Cataluña a Molenbeek y de Marsella a Malmö, pasando por determinados lugares de Alemania o Gran Bretaña, nuestros países están dejando de serlo porque los derechos fundamentales ya no están en posesión de los ciudadanos que los conformamos sino en manos de múltiples comunidades perfectamente diferenciadas sobre cuyas demandas y exigencias permanentes, nunca saciadas del todo, las élites socialdemócratas, sean éstas de derechas o izquierdas, garantizan su supervivencia. El futuro se ennegrece porque los ciudadanos tenemos padres, madres, familias, estirpes, historia, tradiciones, costumbres y memoria, pero los nuevos protagonistas del porvenir, sean éstos millones de musulmanes recién llegados a Europa o una miríada de minorías recién construidas, soliviantadas y teledirigidas para acabar con los modelos de hombre y de mujer que nos legaron nuestros padres y abuelos, carecen de todo tipo de anclajes con nuestro pasado y con nuestro legado ético, cultural y espiritual. Y, lo que es peor, tampoco les importa demasiado porque, para ellos, el mundo empezó ayer y se mueve en base a eslóganes, pancartas y reclamaciones constantes, saciadas con ingentes cantidades de dinero público “que no es de nadie” (Carmen Calvo, dixit), sobre las que habrán de levantarse los nuevos tiempos que están por llegar.

Los mismos miserables que quieren convertir la reconstrucción de la catedral de Notre-Dame en un espectáculo dantesco en el que uno de los grandes templos de la cristiandad pase a convertirse en un monumento “multicultural” que represente a “la nueva sociedad francesa y europea” han decidido que la tradición occidental, y los valores a ésta asociados, ya no sirve para sus intereses espurios y globalizadores. Y, para ello, han decidido apagar la luz y decretar la ceguera permanente porque, como bien sabemos, de noche todos los gatos son pardos, y en ella las víctimas pueden ser confundidas con los verdugos, los auténticos hombres libres son identificados como peligrosos extremistas, los terroristas y sus apologetas son vitoreados en los Parlamentos y los muchos herederos de Lenin y Stalin pueden ser considerados, otra vez, como los grandes libertadores del siglo XXI. Que nadie lo dude: nuestros ancestros vivieron tiempos duros que crearon personas fuertes; esos hombres y mujeres fuertes crearon buenos tiempos; y esos buenos tiempos han creado tipos infames excelentemente representados por ruinas morales como Pedro Sánchez, Enmanuel Macron, el Papa Francisco o Justin Trudeau, entre otros muchos. No lo duden. Gentuza de semejante calibre solamente puede crear, nuevamente, tiempos duros. Muy duros.

Sí, llega la oscuridad.

(*) La Revista Naves en Llamas puede adquirirse en su propia web o en Amazon

(*) Director de Naves en Llamas

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