El independentismo catalán se mueve en territorio emocional. Una suerte de religión donde hay que creer en dogmas sin cuestionarlos, confiar ciegamente en la pureza de lo que está por venir (la corrupción, los recortes sociales e incluso las colas en el autobús se marcharán con España) y, tarde o temprano, comulgar con enormes ruedas de molino. Como toda religión, la fe nacionalista también ha asumido una serie de rituales y símbolos que, como explica Jordi Canal en su libro «Con permiso de Kafka» (Península Atalaya), adquiere el rango de obsesión en algunos casos.
El nacionalismo catalán, siempre ojo avizor en lo que se refiere a la reinvención del pasado, no ha tardado mucho en dar una explicación histórica a posteriori del empleo de lazos. Se ha recordado que el amarillo tuvo gran significación en la Guerra de Sucesión española, presentada como guerra de secesión por los nacionalistas. El azul borbónico de Felipe V contra el amarillo imperial austríaco. En 1705 parece que algunos barceloneses se colocaron lazos amarillos en el sombrero como protesta contra las autoridades borbónicas. Hubo detenciones e incluso algún ajusticiado por esta causa.
Concretamente, fue el virrey de Cataluña Francisco Antonio Fernández de Velasco y Tovar el que prohibió el uso de escarapelas amarillas en Cataluña para evitar crear discordias entre las familias separadas en bandos:
La historia del amarillo, claro está, se hunde en lo más profundo del pasado. El color amarillo estaba vinculado en la Antigua Grecia a los dioses solares Helio, Apolo, Sol, que eran representados con cabellos rubios. Una de las primeras connotación negativas hay que buscarla en la Guerra de Troya, donde la manzana de oro es el origen de la discordia y la envidia entre pueblos.
No obstante, fue en la baja Edad Media cuando empezó a ser asociado a la desgracia. En «Enciclopedia de los símbolos», Udo Becker explica que, en las culturas populares europeas, el amarillo era símbolo de la envidia y la arrogancia a modo de vinculación con la figura de Judas, que empezó a ser representado en la iconografía de esta manera. Ya fuera con mantos, pañuelos o alguna prenda de color amarillo.
En algunas regiones de Europa, esta asociación demoníaca (el amarillo era Judas y, al mismo tiempo, Lucifer, por el azufre) se vinculó al destierro y a los marginados de las sociedades. Los proscritos y también las prostitutas eran obligados a ponerse en la cabeza un pañuelo de este color. Una ordenanza de Hamburgo de 1445 les ordenaba llevarlo, si bien una ley de Leipzig de 1506, concretaba que debía ser un mantón. Las madres solteras, un gorro, los herejes, comparecían frente a la inquisición con un capote de esta tonalidad, mientras que los mendigos, los mahometanos y los judíos también debían usarlo. Sin olvidar que a los bufones de la corte y los locos se los vestía tradicionalmente de amarillo, a modo de esperpento.