Opinión

Supremacismo indigenista: marxismo posmoderno y resentimiento social

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En todos los casos, intentan restaurar sus viejos imperios perdidos, o la grandeza de sus tribus, pero siempre mediante el rechazo o el ataque al legado de la Hispanidad.

 

Los indígenas son nuestros hermanos, sea cual sea su país de origen. Pero algo muy distinto es el supremacismo indigenista, que es una estrategia más del marxismo posmoderno para dividir y controlar a la sociedad, intentando enfrentar a los indígenas —o quienes se perciben como tales sin serlo— contra todo el que no lo es.

Hemos escrito antes que el marxismo en su versión clásica enfrentaba a los proletarios contra los oligarcas, contra los propietarios de los medios de producción, para finalmente asesinarlos e imponer una dictadura de los “pobres” a sangre y fuego.

En su versión posmoderna, ese relato moderno fue deconstruído (Lyotard) y se pulverizó en relatos menores que enfrentaban ahora a unos sectores de la población contra otros. Para ello el marxismo posmoderno crea diversos supremacismos: el homosexual, el feminista, el negro, el ecologista y el indigenista.

El supremacismo indigenista es una estrategia del socialismo posmoderno que sostiene que todo lo que llegó a América de Europa es un abuso, porque los conquistadores no aportaron absolutamente nada bueno y sólo vinieron para despojar a los indígenas de sus tierras y sus riquezas naturales, además de violar a sus mujeres y diseminar enfermedades, como la viruela, causando millones de muertes.

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El combustible que alimenta el supremacismo indigenista es el mismo que alimenta a todos los otros supremacismos socialistas: el resentimiento social. Es el culto al odio, al rechazo, a la mala sangre, que tanto promovía Karl Marx, el padre del odio social, y que usó como base para motivar el asesinato contra quienes consideró enemigos.

En la narrativa del supremacismo indigenista, los indígenas vivían en un paraíso fantástico antes de la llegada de los europeos. Disfrutaban de su convivencia armónica entre ellos y con la naturaleza, no había pobreza, enfermedades, ni problemas políticos, eran todos ricos, y gozaban de la mejor educación.

Pero nada más alejado de la realidad, como prueban los datos históricos que muestran que la conquista no la hicieron en realidad unos cuantos cientos de españoles, sino decenas de miles de tlaxcaltecas y de texcocanos que los acompañaron, ya que estaban hartos de los abusos del imperio azteca.

Por supuesto que había muchos problemas entre las poblaciones indígenas. Muchas etnias estaban dominadas por los aztecas, quienes les exigían tributos exagerados y los sacrificaban en sus altares a sus dioses, extrayéndoles el corazón aún latiendo, y con un cuchillo de pedernal. Incluso hay documentos de sacrificios de niños.

Antes de la Conquista la cultura y las tecnologías de los indígenas estaban atrasadas con respecto al promedio en el viejo continente, ya que no manejaban la metalurgia, ni los textiles, ni las armas de fuego, ni la pólvora, ni barcos, ni brújula, ni el papel, ni universidades, y se practicaba el canibalismo y el sacrificio humano.

Un plato típico mexicano que se consume sobre todo en fechas independentistas durante septiembre en México, el pozole, data de épocas precolombinas en las que se preparaba con la carne de seres humanos. Los españoles encontraron tal cosa como un signo de barbarie y sustituyeron la carne humana por la de cerdo.

Idealizar el pasado indígena como algo magnífico, armónico y muy avanzado no tiene sustento alguno en la antropología histórica, como tampoco asumir que todos los españoles eran delincuentes crueles, ignorantes y ambiciosos.

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En México hay corrientes de pensamiento muy minoritarias y sectarias que desde hace décadas han promovido algo así como “la restauración” de la cultura azteca, del Gran Anáhuac, con prácticas que incluyen el culto a líderes aztecas como Cuauhtémoc.

Para los adeptos a esta escuela, muchos de los cuales son socialistas y detestan a la Iglesia Católica, y a todo lo de origen español, incluido paradójicamente este idioma en el que se comunican, porque no lo hacen en náhuatl, es necesario destruir todo el legado europeo para imponer una cultura basada sólo en el imperio azteca, su modelo de vida perfecta.

Estos supremacistas indigenistas rechazan entre sus filas a todos los mestizos blancos, a quienes consideran inferiores en todo, y “descendientes de un pueblo de prostitutas”. Rechazan las empresas con capital español, y en especial los bancos, como el Santander y el BBVA, a los que atribuyen buscar que México y América Latina vuelvan a vivir bajo “el yugo” europeo.

El propio presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha calificado a la empresa española Iberdrola como “corrupta”, y en el aniversario de la caída de Tenochtitlán, el 13 de agosto, montó una maqueta del Templo Mayor en pleno Zócalo, habló de “500 años de resistencia”, y sigue usando como logo del gobierno un “Quetzalcóatl”, uno de los dioses aztecas, con lo que queda en entredicho la laicidad del Estado.

Además, ha participado en rituales indígenas para “limpiarse” de mala energía o para la buena suerte, al tiempo que exige que España y el Rey pidan perdón por la Conquista.

Los supremacistas aztecas se rigen por el calendario azteca, al que no llaman así, sino “tonalámatl” o piedra solar, sistema que consta de 18 veintenas (equivalentes a meses), y 5 días y un cuarto, llamados “nemontemi” o días de reflexión.

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Consideran su calendario como el más exacto del mundo, por empezar cada año en horario distinto, pasando de las 12 de la noche a las 6 de la mañana, a las 12 del día y a las 6 de la tarde, con lo que se evita un día extra y con ello el año bisiesto.

Para ellos la Iglesia Católica es “la gran prostituta”, idea que han retomado de algunos de sus miembros que asistieron a ciertos talleres dentro de algunos ritos de la masonería, que también consideran al catolicismo como “el mayor enemigo” del desarrollo de la humanidad.

Muchos de estos supremacistas organizan grupos de danzas prehispánicas cuyos miembros son altamente intolerantes a todo lo católico y en general a la hispanidad. Pueden regirse por jerarquías militares, siendo el máximo grado el “general” que los manda, y al que a menudo se le atribuyen “poderes” espirituales.

Este tipo de danzantes no aceptan el sincretismo religioso, a diferencia de los conocidos como “concheros”, que sí abrazaron la religión católica desde siempre, y celebran las mismas fiestas patronales que todo el 77% de la población católica que conforma a México.

Los danzantes “guerreros” de la restauración azteca son en realidad una escisión relativamente reciente de los “concheros”. Han ido sumando adeptos en las zonas marginales de las grandes urbes de México.

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En el fondo, como hemos dicho, se alimentan del odio de los lumpen proletariados que, adoctrinados por sus allegados marxistas, culpan al hombre clase mediero blanco y culto de todos sus males, al que atribuyen en general su falta de oportunidades, su pobreza, sus desgracias.

De origen, de todo tienen la culpa los españoles, y desde ahí empezó todo a estar mal según su lectura de la historia. Por eso, si no hubieran venido a conquistar lo que hoy es México —dicen en sus delirios estos supremacistas indigenistas-, los descendientes de los indígenas vivirían aún en el paraíso terrenal, rodeados de oro, frutas, insectos y aves magníficas en tal abundancia que no sería necesario ni trabajar.

Por supuesto, la militancia de estos supremacistas en el indigenismo es un rostro más del marxismo posmoderno. Interrogados, no niegan ser de izquierda y acarician todos los mismos prejuicios que los miembros de otros supremacismos: el de los negros en Estados Unidos, el de los homosexuales, y sobre todo el de las feministas.

A todos juntos, no por casualidad, les repugna quien tiene una posición acomodada de la que ellos carecen, a todos les da asco el mestizo blanco y el descendiente de europeos, igual que los empresarios, los industriales, las universidades privadas, los partidos de derecha, y los sacerdotes católicos o pastores cristianos.

No sólo en México hay supremacismo indigenista, sino en muchos países de América que tuvieron antepasados indígenas, como Perú, Bolivia, Venezuela, Chile y Brasil.

En todos los casos, intentan restaurar sus viejos imperios perdidos, o la grandeza de sus tribus, pero siempre mediante el rechazo o el ataque al legado de la hispanidad.

Son los que han promovido que se retiren los monumentos de Cristóbal Colón en Estados Unidos, México y Venezuela y que se agrupan en movimientos de “resistencia” muy de la mano de partidos de ultra izquierda, gobiernos marxistas o el Foro de Sao Paulo.

 

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Raúl Tortolero

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