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¿Se debe atacar a Trump por querer impedir la mexicanización de Estados Unidos?

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La violencia en México es ya un mal endémico
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C. L.- Se ataca con saña a Donald Trump porque no quiere la “mexicanización” de su país. Nada debería ser más lógico si nos atenemos al fracaso colectivo de México como nación. Una de las perversiones del pensamiento castrado único consiste en la prohibición de que se puedan relacionar algunos hechos de la crónica presente con causas que no convienen reconocer. Estados Unidos ha sido la principal potencia del mundo gracias al alto rendimiento intelectual y la fecundidad creativa de sus habitantes eurodescendientes. El destino de una nación depende de su acervo genético y de que se mantenga el tipo de hombres que la crearon. Si a los excelentes se les convierte en minoría y se fomenta la natalidad sin freno de personas provenientes de sociedades fracasadas y moralmente desestructuradas, entonces esa nación deviene cosa distinta. Si Estados Unidos hubiese sido construido por mexicanos, hoy sería un país radicalmente distinto al que es. Es imopinable que mientras Estados Unidos ha sido punta de lanza del progreso humano en el pasado siglo y en lo que llevamos de este, México es incapaz de garantizarle una vida mínimamente digna y confortable a la mayoría de sus habitantes.

Asesinatos en México.

De acuerdo con fuentes oficiales, existe evidencia documental de al menos 250.547 homicidios en México entre diciembre de 2006 y abril de 2018. Una cifra que evidencia las fallas del actual modelo de seguridad implementado desde hace poco más de una década en el país, el mismo que ha provocado una crisis humanitaria sin precedentes en México, con niveles de violencia equiparable a países en guerra.

En 2016, México se ubicó como el segundo país en “conflicto bélico” con más muertos, sólo detrás de Siria, de acuerdo con un estudio del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos.

En México mueren asesinadas cada día más de 90 personas. El año pasado murieron asesinadas 31.174 personas —la gran mayoría por arma de fuego— 6.615 más que en 2016 (un incremento del 27%) y más del doble que hace solo ocho años. La “epidemia de violencia” que padece México no parece que pueda ser detenida. A la  violencia incrustada en el país hay que unir la cultura del narcotráfico instalada en el ADN de muchos mexicanos, la corrupción generalizada, las desigualdades sociales y el escaso o nulo valor que se concede a la vida humana. A tenor de estas cifras, ¿resulta extraño que Donald Trump quiera parapetar a su país frente a la potencial bomba de relojería que sería el asentamiento en su país de los causantes del desastre en el país vecino? ¿Por qué se exige tanto a Estados Unidos y nada a los gobernantes que provocan tales desastres humanitarios? ¿No sería más razonable que se promoviera la americanización de México y no la mexicanización de Estados Unidos, con lo que las dos naciones saldrían ganando?

Como es natural, la clase dirigente postcomunista y sesentiochista, que ha tomado las riendas de la política europea y que fomenta la asimilación forzosa en las naciones de origen europeo, sin fronteras y sin barreras étnicas, raciales ni culturales, ataca sin descanso a Donald Trump. También los intelectuales que han elaborado teorías deformes en el campo de la física, la biología, la sociología y la política; sin olvidarnos de los lobbies, la Masonería y los potentados financieros que actúan unas veces en las tinieblas y otras a la luz del día. Conocido, por ejemplo, es el papel desempeñado por el financista George Soros y su fundación internacional Open Society.

La política de acogida que se le quiere imponer a Trump, presentada como la religión de los puentes, opuesta a la religión de los muros, supondría de facto la destrucción de todos los valores que han convertido Estados Unidos en el país más odiado por los progresistas de toda laya: el valor de lo sobrenatural, el culto al trabajo, la fortaleza humana, el esfuerzo a veces sobrehumano, el instinto promotor, la unidad familiar en la escala más alta de la organización social, la tradición identitaria como elemento clave para la convivencia, el maridaje de cada persona con su entorno natural. En estos valores nos reconocemos y reconocemos en ellos la América que defiende Donald Trump.

El ideal de vida que defienden los proinmigracionistas es un producto de la decadencia, y al mismo tiempo un acelerador de la misma. Esta surge siempre en un contexto de crisis terminal, en una fase de inversión completa de los roles y de los valores, en el capítulo de la universal corrupción moral y del profundo trastocamiento de las creencias; es decir, en el desbarajuste general propio de las sociedades que se vienen abajo, incapaces en esa etapa de su decaimiento de distinguir el día de la noche. En un ambiente tal se instala una extrema tolerancia hacia todo lo que mina, todo cuanto socava los fundamentos del edificio tambaleante de la civilización.

No nos engañemos: El odio de los progresistas a Trump se debe a que el mandatario estadounidense no quiere ignorar las cuestiones antropológicas, como son ignoradas por los traicioneros dirigentes europeos, títeres del poder real en la sombra. Si lo hiciera, entonces el futuro de Estados Unidos sería inevitablemente el mismo que el de México o Venezuela.

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