Opinión

Salvo Sabino Arana, los españoles no somos racistas (y II)

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España ha luchado por mantener su unidad nacional en el sustrato de la fe religiosa. Si algo la ha llevado al supremo sacrificio de la vida ha sido su identidad tradicional católica, nunca la ambición ni la vanidad colonialista y piratera” (seeräuber” en alemán, ladrón del mar).

Si se expulsó en 1492 a los judíos fue por la necesidad de unidad nacional en lo religioso y lo político que aquéllos estaban dinamitando con sus maquinaciones, aparte de las falsas conversiones por querer asentarse aquí, burlando la ley.

Lo mismo ocurrió con las interferencias de los moriscos en el siglo XVII, por su doble vida.

El único racismo anecdótico en suelo patrio lo registra la triste historia de Sabino Arana, con su nacionalismo separatista, a pesar de proceder de una familia profundamente religiosa y antiliberal. Pero en él había más pasión emotiva que racionalidad doctrinal. Y todos sabemos que fue una reacción de revancha por la abolición del régimen foral en 1876, cuando esta región tuvo tan latente el sentimiento foralista, unido a componentes religiosos de origen carlista. De ahí la risible contradicción de Arana proponiendo en Euzcadi un Estado teocrático a la vez que prohibía los matrimonios mixtos, definiendo su nacionalismo como “el derecho de la raza vasca a vivir con independencia de toda otra raza”, y a reclamar la “pureza” de esa raza, preservándola de gentes foráneas.

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Arana murió joven (38 años), sin haber logrado implantar su movimiento más que en Vizcaya y muy débilmente en Guipúzcoa.

Desilusionado, propuso una rectificación de su antiespañolismo y terminaba un período de siembra de ideas confusas, con su vida, quedando solo la afirmación de sus sentimientos.

España ha pecado más de desconocimiento de su propia historia y de ingratitud hacia sus glorias que de complejos de superioridad. De ahí la necesidad de distinguir, si alguna vez se ocasiona una reyerta con un forastero (sea de donde sea), en sí es por cuestión de raza o porque éste se comporta incívicamente.

Nos importa un bledo que frente a nuestra casa viva un negro, un amarillo o un indio. Solo queremos que no nos provoquen con sus conductas intolerables, lo que se suele traducir en una legítima defensa y nunca en un acto de soberbia como la que conlleva el racismo.

Nunca se nos acusó de racismo con los gitanos.

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Es más que sospechoso que se nos acuse de racistas, cuando con Franco hubo tantos o más gitanos que ahora, y nunca se nos aplicó esa descalificación.

Hay que ver la causa de las fricciones más en la falta de autoridad actual para imponer la ley y el orden que en el sentimiento xenófobo, aparte del concepto de invasión, que sobrepasa la mera emigración, en una saturación numérica atentatoria contra la estabilidad social y económica.

¿Y por qué no se seleccionan gentes foráneas de nuestra misma religión, en vez de mezclar incompatibilidades religiosas que a la larga nos harán repetir la historia de los judíos y moriscos?

A quienes nos acusan de racistas habría que preguntarles si no serán los verdaderos racistas aquéllos que se sienten en el derecho de atropellarnos con su conducta incívica y encima quieren sellar nuestros labios con la insultante etiqueta “racista”.

Párroco de Villamuñio (León).

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