A Fondo

¿Qué se puede esperar de un sistema electoral viciado en origen?

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Ángel Gutiérrez Sanz.- El proceso electoral en el que nos encontramos, entre otras cosas, trae como consecuencia un parón político. Una vez más nos encontramos bajo los efectos del síndrome de las urnas que hace que nos olvidemos de España y de los problemas reales de los ciudadanos para centrarnos en asuntos concernientes a estrategias electorales con los ojos puestos en posibles pactos para alcanzar el poder. Es un tiempo en que se apela a la conciencia ciudadana para que se sume a la fiesta, como si no supiéramos por experiencias pasadas que las elecciones son juegos de malabares consistentes en cambiar algo para que todo siga igual, es decir, aparecerán nuevos rostros, cambiarán los gestos y los discursos se ajustarán a la situación presente a tenor de las encuestas; pero en el fondo seguiremos donde estábamos porque en realidad se trata de los mismos perros que ya conocemos con distintos collares.

Son muchos años los que llevamos votando y las cuestiones trascendentales siguen ahí sin resolverse, si es que no han empeorado como lo muestra el hecho evidente de que nuestra identidad religioso-cultural se ha ido diluyendo, España como nación ha ido debilitándose cada vez más y se evidencian signos de una sociedad escindida en dos mitades ¿ Para qué ha servido tanto voto, si con ello no hemos sabido mantener lo mejor de nuestra historia, nos encontramos ferozmente enfrentados y España que es lo que importa, no ha salido fortalecida?

Estamos ya cansados de tantas promesas incumplidas, cansados que nos engañen y nos tomen el pelo, cansados de que esa regeneración política a la que se apela en las campañas electorales no llegue nunca, cansados de que los intereses partidistas prevalezcan sobre el bien general de la Nación, cansados en fin de tantas palabras vacías que se las lleva el viento y a los cien días de haber echado a andar la legislatura ya nadie se acuerda de ellas. Cuantas ilusiones frustradas por parte del electorado que se han ido quedando en el camino durante estos cuarenta años de confrontaciones políticas.

Durante el periodo de transición hemos visto pilotar la nave a políticos de distinto pelaje y al final te das cuenta que si algo hemos cambiado no ha sido para mejor.

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Después de todo lo que llevamos visto es para estar hasta el moño de tanta farsa como bien se puso de manifiesto en la concentración espontánea de “los indignados” procedentes de todas las clases sociales en mayo de 2011 en la Puerta del Sol y en más de 50 ciudades españolas al grito de “No nos representan”. No viene mal recordar esta masiva y espontanea manifestación, ahora que estamos a las puertas de nuevas convocatorias electorales en las que presumiblemente, la ciudadanía volverá a dejarse seducir por el canto de sirenas y acudirá a llenar las urnas complacida, pensando una vez más que ésta será la ocasión en que se produzca el milagro; pero mucho me temo que todo acabará como siempre, con un enorme desencanto, porque lo que nos está pasando no es cuestión de un cambio de siglas de los partidos, ni tampoco de un relevo de las personas, sino que se trata de un cambio más profundo que afecta a las estructuras del Estado. Mientras no entendamos esto no llegaremos a ninguna parte y estaremos perdiendo el tiempo, tejiendo destejiendo el velo como Penélope.

Yo no dudo que el actual sistema político relativista y aleatorio viene exigido por el signo de los nuevos tiempos de la posmodernidad, pero ello no es óbice para hacer una autocrítica y reconocer sus agujeros negros. Ya va siendo hora de que nuestros gobernantes dejen de ser elegidos por un procedimiento que no garantiza su honestidad y competencia. Es inexplicable que para pilotar un avión, un tren o un simple tranvía se exijan pruebas, acreditaciones y certificados de todo tipo en cambio parta pilotar la nave del Estado a los candidatos no se les exija nada. No deja de ser vergonzante que a los trabajadores de cualquier profesión para poder ejercer con cierta garantía su trabajo se les pida la titulación correspondiente, a parte de otros requisitos, en cambio para ser político basta con que cualquier mindungui que nadie conoce aparezca en unas listas cerradas. Esto explica por ejemplo que mientras los funcionarios gozan de buena salud con un razonable nivel de aceptación ciudadana, los políticos por el contrario estén por los suelos. Como mucho lo que a los políticos se le pide para ejercer su función es que tenga labia, verborrea, que sean capaces de engatusar a la gente, porque como bien decía Joseph Adenauer “en política lo importante no es tener razón sino que se la den a uno”.

Después de lo visto a mi cada vez me van quedando menos dudas de que el mundo de la política, tal como hoy se nos muestra, está hecho más bien para vividores que no para gente que va con la verdad por delante, más para sujetos astutos que para las personas nobles, más para los que vienen a servirse que para los que están dispuestos a servir. Los manuales de política desde tiempos de Maquiavelo y de Gracián nos ilustran con todo lujo de detalles cuales habrán de ser esas “habilidades y artimañas” que deben adornar a quien se precie de ser político avispado. Con esto no trato de dar a entender que en el mundo de la política no haya personas honorables, sin duda que en política como en el resto de las profesiones militan sujetos decentes, lo que quiero decir es que éste es un terreno muy resbaladizo, donde no se compite con lealtad y la mejor parte se la llevan el truhan astuto, sin escrúpulos que no le importa hacer trampas. Quien juega sucio tiene más posibilidades de ganar que quien juega limpio, el vividor tiene más fácil el triunfo que el sujeto honesto, el trepa, adulador va a tener un tipo de compensaciones y consideraciones de las que va a carecer con toda seguridad la persona íntegra e insobornable.

Estamos hablando de un mundo duro y difícil, donde para subsistir, a veces, se precisa recurrir a las malas artes, por esto tienen todas las de perder quienes se someten estrictamente a las reglas de juego y posponen la eficacia a la rectitud. Como es bien sabido en el arte de la política lo que cuentan al final son los resultados obtenidos y no tanto los procedimientos utilizados, pues como bien dijera Gracián “todo lo dora un buen fin”. En este contexto nada de extraño tiene que entre los políticos se haya extendido la creencia de que “para nada sirve los principios si no se consigue el poder”; cuando lo sensato debiera ser pensar exactamente lo contrario, “para nada sirve el poder sino no se pone al servicio de los nobles principios”.

En tanto no se corrija nuestro actual sistema electoral y se encuentre la formula idónea para que los políticos sean elegidos entre los más honrados y competentes, seguiremos como hasta ahora enredados en un proceso electivo que no pasa de ser un “engañabobos” con la puesta en escena de algún cambio para que todo siga igual tal y como hemos tenido oportunidad de ver durante estos 40 años. Se precisa con urgencia impregnar de moralidad el mundo de la política y si esto no se hace estaremos condenados a no avanzar. Se habla del “voto útil” y del “mal menor, yo prefiero que asuntos de tanto calado se afronten de raíz y se conviertan en cuestión de conciencia. Lo legal debe estar supeditado a la moralidad. Si esto no es así, no sirve darlo vueltas, nunca saldremos del lodazal.

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Las convocatorias electorales al uso no solo vienen viciadas por lo que a nivel personal de los candidatos se refiere, sino también por lo que respecta a las formaciones políticas que concurren a las mismas. Los partidos hace tiempo que carecen de credibilidad, porque aunque tuvieran voluntad política de hacer lo que prometieron, que ya es mucho decir, en la mayoría de los casos, les resulta imposible cumplir con la palabra dada, es decir tienen que hacer unas determinadas promesas para que les voten y luego naturalmente si te he visto no me acuerdo. Lo extraño es que ante tanta frustración y desengaño como llevamos padecido, los electores no hayamos escarmentado y continuemos dispuestos a perpetuar con nuestro estúpido conformismo una situación que cada vez se hace más insostenible. En la vida todo es perfectible y hay que intentarlo y procurar que así sea. ¿ Por qué entonces tanto conformismo? ¿ Acaso no hay nada mejor que lo que tenemos? Los españoles a estas alturas debiéramos saber que más que políticos lo que necesitamos son de gestores y funcionarios eficaces y honestos entregados al Bien General, poco o nada ideologizados y sobre todo no poseídos por delirios separatistas.

Como bien se dice por ahí, la primera vez la culpa la tiene quien te engaña , pero a partir de la segunda vez la responsabilidad es de quien se deja engañar y son ya muchas veces. Si hemos de hacer caso al humanista J. L. Sampedro todo esto sucede porque el electorado en general no está educado para desarrollar un juicio crítico, razonado, sino que actua por pura visceralidad, bien sea porque se siente identificado con unas siglas o en el peor de los casos porque siente odio y aversión al otro. Esto explica la incongruencia de que no pocos votantes se acercan a las urnas con las narices tapadas y se dicen: “Quédeme yo con el tuerto con tal de ver al adversario ciego”. A esto hay que añadir la presión mediática a la que nos vemos sometidos los ciudadanos, por lo que el voto en la mayoría de los casos no es libre, sino que se trata de un voto cautivo.

Así las cosas a mi me parece que es ingenuo pensar que la solución al grave problema estructural que padecemos en España se vaya a resolver recurriendo a la consulta popular. Creer que con votaciones prefabricadas vamos a encontrar la respuesta a la grave situación por la que atraviesa España viene a ser semejante a pensar que por el hecho de que nos repitamos muchas veces la misma pregunta vamos a dar con la respuesta adecuada. Poco vamos a adelantar quitando a unos para poner a otros cuando sabemos por experiencia que en los pactos poselectorales, las siglas van a quedar entremezcladas y confundidas. Si no cambiamos las reglas de juego previsiblemente todo va a seguir igual.

En cualquiera de los casos, cuando haya de producirse una convocatoria electoral, yo pido a nivel personal que se respeten dos cosas: Primera: que sin mi autorización dejen de enviarme los sobres con la propaganda de los partidos correspondientes y el dinero ahorrado con esta medida sea destinado a la ayuda de familias necesitadas.

Segunda: que se ponga fin a la campañas publicitarias volcadas a favor de la participación en las urnas que acaba siendo un lavado de cerebro. Se supone que el ciudadano con derecho a voto es una persona adulta y sabe, sin que nadie le adoctrine, qué es lo que tiene que hacer y si debe o no debe ir a votar.

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Hay que respetar la libertad de decisión de las personas y nunca someterles a un bombardeo propagandístico hasta hacerles creer que si alguien no va a votar es un mal ciudadano. Esta práctica no deja de ser una asquerosa y burda manipulación seguramente mucha más peligrosa que la represión. Si la cosa fuera al revés, seguramente que el puritanismo democrático hubiera puesto el grito en el cielo y sin duda hubiera encontrado motivos suficientes para deslegitimizar una supuesta abstención masiva.

Hay que acabar con el circo mediático de las propagandas electorales por puro respeto a la espontaneidad ciudadana y también porque nos ahorraríamos un pastón, que si no me equivoco andaría en torno a los 174 millones de euros con lo que se podría cubrir urgencias mucho más importantes.

En todo caso, si las distintas formaciones políticas están interesadas en dar a conocer sus propuestas de dudoso cumplimiento, pues que se lo paguen de sus bolsillos y no se lo carguen al erario público.

Alguien me podrá objetar que lo dicho hasta aquí es pura teoría que poco tiene que ver con el mundo de la realidad, como poco tiene que ver el “deber ser” con lo que realmente “se es”; pero pensándolo bien ésta tenía que ser precisamente la gran tragedia capaz de quitarnos el sueño.

Catedrático de Filosofía

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