Opinión

Pasa el ángel exterminador (3): sobre langostas de Abbadón y Pachamamas

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Por Laureano Benítez Grande-Caballero.- En la mentalidad antigua, las calamidades que se abatían sobre un pueblo se consideraban como un castigo divino por los pecados colectivos, a través del cual se mostraba el Dies Irae, la ira de Dios ante una colectividad pecaminosa que se había apartado del sendero recto. Desde este enfoque escatológico, las guerras devastadoras acabadas en derrota, las sequías, las hambrunas, los desastres naturales, las plagas y las epidemias eran consideradas como una manifestación de la justicia divina ante un pueblo sumido en el delito.

El Diluvio, la devastación de Sodoma y Gomorra, la Peste Negra… desastres incontables fueron juzgados por sus coetáneos como demostración de la ira divina.

Y no solamente se veían de esta manera las catástrofes colectivas, sino que incluso había un conjunto de enfermedades que por su especial carácter también se consideraban como reflejo de un castigo divino por la impiedad del que la sufría, o incluso de algún ascendiente. El caso más significativo es el de la lepra.

Como expresión de esta mentalidad, surgió el mito del llamado «ángel exterminador», una entidad preter o sobrenatural que hacía de verdugo, de ejecutor implacable de las sentencias divinas condenatorias, entidad de naturaleza ambigua, ya que no se tenía demasiado claro si era celestial o infernal, un ángel o un demonio. Como es lógico, si lo que exterminaba esa entidad era los enemigos del pueblo o los enemigos de Dios, se la consideraba como celestial, mientras que cuando sucedía lo contrario pasaba a ser un ente infernal.

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Realmente, en los dos casos estamos ante un ser angélico, ya que los demonios son precisamente ángeles, pero caídos, pertenecientes a la legión que, al mando de Lucifer, se rebeló contra el mismo Dios.

¿De qué manera ejecutan estos ángeles exterminadores los decretos divinos o los planes luciferinos para dañar a la humanidad? Considerando el asunto fríamente, incluso los más denodados ataques diabólicos contra la humanidad sirven al plan de Dios, que se vale de esta estrategia para purificar al ser humano y separar el trigo de la cizaña, acrisolando a través del fuego del sufrimiento, de la tentación, del espanto, de la muerte… Es así como sobre los páramos de la historia han cabalgado desde tiempo inmemorial los cuatros jinetes del apocalipsis: la Conquista, el Hambre, la Guerra, la Muerte (o la Peste).

La Peste… cabalgando un caballo bayo, con una guadaña en la mano, seguido por el Hades: «Y el hades le seguía, y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra». (Ap. 6,7-8)

Junto a estos jinetes apocalípticos, destaca la figura del ángel exterminador más famoso, conocido en la Biblia con el nombre de Abbadón: «Y tenían sobre sí al ángel rey del abismo, cuyo nombre hebreo es “Abaddon”, en griego “Apollyon”» (Ap. 9, 11).

El nombre de Abbadón proviene de una raíz hebrea que quiere decir «ruina, destrucción o perdición», por lo cual el apodo de Abbadón se puede traducir como «el exterminador», y como «el ángel exterminador».

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Según la creencia, Abbadón fue uno de los principales ángeles que acompañaron a Lucifer en su rebelión, responsable de incitar a la orgía y la ilegalidad en los líderes, causando el desconcierto, la muerte y la destrucción a nivel universal, motivado por su maldad y su crueldad, que utiliza para destruir la raza humana, deseando asesinar hasta el último ser humano que quede sobre el planeta, en especial aquellos que no tengan impreso en la frente el sello de Dios.

Desde su origen angélico encargado de la justicia divina, con poder para exterminar las culpas y pecados cometidos por los demonios, Abbadón, al ver que los humanos cometían muchas culpas y pecados constantemente, solicitó permiso para descender a la Tierra y escarmentar a los pecadores, solicitud que le fue denegada.

Ante esa negativa, Abbadón tomó la decisión de destruir sin piedad a los pecadores con la muerte de miles de personas, inclusive inocentes, sin importarle cuál había sido la falta cometida.

Derrotado por arcángel San Miguel, Abbadón vive en el infierno como gran gobernador de los demonios.

Además de como un personaje ambiguo entre lo celestial y lo infernal, con el nombre de Abbadón se nombra en los textos sagrados un abismo donde salen los demonios.

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Especialistas del mundo de la demonología de afirman que Abbadón es el promotor de las guerras, hostilidades y catástrofes, incluidas las pandemias, estando bajo su gobierno las legiones de plagas que tendrán un gran protagonismo en el Armageddón, en especial las plagas de las langostas, la legión con más fuerza y poder entre todas las tinieblas, langostas que no hay que et identificar con los insectos depredadores, sino más bien con un ejército de engendros monstruosos, guerreros infernales que se enfrentarán a las legiones celestiales en el Apocalipsis, y que previamente torturarán a los seres humanos durante cinco meses.

Aplicando la cosmovisión antigua al tiempo actual, ¿puede considerarse la pandemia del coronavirus como un castigo divino a una humanidad apóstata, enfangada en el infecto muladar de la depravación moral, de la perversión de costumbres, de la degeneración monstruosa del materialismo? ¿Son acaso los maléficos virus la viva encarnación de las langostas de Abbadón?

Según Bergoglio, no, pues hace días, en el transcurso de una entrevista que le hizo el presentador impresentable Jordi Évole, preguntado sobre si esta pandemia es una «venganza» de la naturaleza, Bergoglio respondió: «Hay un dicho, que vos lo conocés. Dios perdona siempre. Nosotros perdonamos de vez en cuando. La naturaleza no perdona nunca. Los incendios, los terremotos… la naturaleza está pataleando para que nos hagamos cargo del cuidado de la naturaleza».

Lo que se trasluce de estas sorprendentes palabras ―por no emplear otro calificativo― es que Dios no castiga ―como mantienen ya muchos teólogos, encabezados por el ínclito Leonardo Boff―, sino que quien castiga es Gaia, la Madre Tierra, un ente inserto en un lugar de honor en la «New Age», que maltrata a los humanos depredadores que la explotan, la mancillan, la ensucian, la contaminan…

Es el llamado «síndrome Greta Thunberg», virus letal que devasta mentes y conciencias, y que tuvo su explosión más majestuosa en la ceremonia de homenaje a la «Pachamama» realizada en el Vaticano. Esa Pacha es la diosa incaica que encarna la Madre Tierra, un bocado exquisito para quien adoptó el nombre de Francisco porque es el santo del ecologismo, el del hermano lobo, el más «pachamamo» del santoral.

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Y es que hay «pachamamas» y «pachapapas», con lo cual la Madre Tierra se ha convertido en «Ángela exterminadora», en una «Abbadona» de tomo y lomo, que nos golpea con sus zarpas, que con sus pataletas nos arroja al abismo de los coronavirus, dándonos puntapiés en salva sea la parte.

Pachamama transmutada en una diosa pagana, con estatua representada por Venus al estilo Willendorf, solo que con mil pies en vez de mil pechos, pataleando sin cesar para sacudirse a los molestos humanos que la deshonran.

Pues venid y vamos todos, ofreciendo frutos, incienso y cantos a esa diosa de las langostas, haciendo franciscanadas, con guirnalditas en el cuello entre vaharadas de incienso dulzón.

Venid, pachamameros, y tendréis un refugio, ahora que han cerrado las iglesias, que no se pueden oficiar misas, que no hay sacramentos… En dos mil años de historia nunca se había prohibido el sacrificio perpetuo, dos mil años en los que la humanidad ha sido devastada por plagas mucho peores que el coronavirus, en las cuales las iglesias abrían día y noche para dar refugio, para consolar a los sufrientes, para salvar las almas de la gente atemorizada ante su posible muerte. Sin embargo, ante un virus con mortalidad del 2% e incluso menos, se cierran las iglesias, porque las beatas y los pocos fieles que acuden a las misas de diario, separados por bastantes metros, son una posible fuente de contagio.

En aquellos tiempos, cuando había epidemias, se sacaban en procesión las Vírgenes y los Cristos, a San Roque y San Sebastián, a toda una pléyade de santos con acreditado poder milagroso, y hay constancia de muchos portentos en este sentido. Hoy, ¿sacaremos a una pachamama de ésas? ¿Es que ni los obispos ni los sacerdotes saben que el Santísmo sana también los cuerpos, que las iglesias son hospitales del alma, que en esos sagrados recintos no puede entrar ninguna pestilencia?

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Pero las langostas abbadónicas no son pachamameras, no, pues provienen de otro sitio, pues a los abbadones ya los conocemos, ya sabemos quiénes son, con nombre y apellidos.

En el fragmento final del Protocolo X de los Sabios de Sión, donde explica cómo el sufragio universal es en realidad un arma para destruir estados y valores familiares y cristianos, podemos leer esto: «Sabéis muy bien vosotros que para que estos deseos se realicen es necesario perturbar constantemente en todos los pueblos las relaciones entre ellos y sus gobiernos, con el propósito de cansar a todo el mundo con la desunión, la enemistad, el odio, y aun con el martirio, el hambre, la propagación de enfermedades y la miseria para que los Gentiles no encuentren otra salvación que la de recurrir a nuestra plena y absoluta soberanía. Si damos a los pueblos una tregua para respirar, tal vez el momento favorable no llegará jamás».

Y el Linga Purana (siglo V a.C.), sobre los signos del final de los tiempos:

«Los ladrones robarán a los ladrones. Las personas se volverán inactivas, letárgicas y sin objetivo. Las enfermedades, las ratas y las substancias nocivas les atormentarán. Personas afligidas por el hambre y el miedo se refugiarán en los refugios subterráneos (kaushikä)».

«En refugios subterráneos»… Sí, porque, cerradas las iglesias, es tiempo de catacumbas. Otra vez.

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Pero quizá el nombre de Ángel Exterminador de hoy día no sea Abbadón, sino un nombre más cercano, más de nuestro milenio.

En 1988, la revista Deutsche Press Agentur entrevistó a Felipe de Edimburgo ―consorte de Isabel II―, y, refiriéndose a la superpoblación global, se aventuró a hacer una declaración que hoy, en estos terribles tiempos pandémicos, resuenan con eco profético: «En caso de que me pudiera reencarnar, me gustaría hacerlo como un virus mortal, para ayudar a resolver el problema del hacinamiento». Brutal, este santo de la Pachamama… : un virus con corona…

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