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Orgullo gay y decadencia de Occidente

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LTY.- En el prefacio a la obra de E. A. Thompson “Los godos en España” hay un pasaje que llama singularmente la atención, por la analogía que se puede trazar con nuestro tiempo presente: “Así, es hasta el momento casi imposible analizar las razones del espectacular derrumbamiento del poder visigodo ante el asalto árabe; y seguirá siéndolo hasta que se haya trabajado mucho más sobre el periodo en conjunto. El primer inglés que trató el problema de la caída del reino y que intentó explicarlo fue San Bonifacio.

En una carta al rey Etelredo de Mercia en 746-47, la atribuía a la degeneración moral de los godos y a sus prácticas homosexuales. No es en absoluto evidente que la moderna investigación, en el punto en que se encuentra, haya profundizado mucho más”.

Más allá de lo acertado o no de esta explicación del descalabro de la monarquía goda ante la ofensiva árabe, percibimos un evidente paralelismo con la situación actual: el desorden moral que impera en España coincide una vez más con un nuevo embate mahometano. No nos atrevemos a establecer una relación exacta de causa a efecto entre estos dos fenómenos, pero constatamos su contemporaneidad. Debe constituir motivo de seria reflexión el que en estos momentos en que España sufre una nueva invasión musulmana, a 13 siglos de distancia de la primera, esta coincida con la mayor degeneración moral y el más grave hundimiento de los valores que se recuerde por estos tierras, y con la apoteosis de la homosexualidad, encumbrada a la categoría de ideal, casi de estado superior de la humanidad.

La historia no puede por menos que repetirse cuando se dan las circunstancias que hacen la repetición propicia, cuando no inevitable: mismos actores en escena, similar degradación de los invadidos, sumidos en discordias intestinas y en el estancamiento político, idéntico fanatismo de los invasores, movilizados por una fe ciega y un ideal de conquista, y como telón de fondo de este drama reeditado, una subversión galopante del orden natural de las cosas, una sociedad que se tambalea, consumida en peleas estériles, desnortada y ayuna de todo ideal.

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El patriotismo es una virtud eminentemente masculina, y es mucho más que el simple apego sentimental a un territorio ligado a nuestra existencia personal. El patriotismo es una actitud moral que define al hombre entero, sano, noble. ¿Se puede esperar patriotismo de un eunuco, de un depravado, de un rastrero? No es de extrañar que en el momento en que más denigrado está el amor a la patria, y el relajamiento en todo esté a la orden del día, el mariconeo más desfachatado esté en su apogeo. Decía el escritor francés Bernanos que: “Cuando los travestis y los homosexuales empiezan a salir de sus agujeros y a pulular, es el signo anunciador de la caída de Roma”.

En España empiezan a hacerse patentes los signos inequívocos de un gran fracaso inevitable. Caminamos a pasos firmes y acelerados hacia la disolución de la nación, la destrucción de la sociedad, el derrumbe de un edificio otrora espléndido y siempre respetable, la muerte de una estirpe cuyo presente avergonzaría a cualquier generación anterior. Cuando los enemigos internos de España hayan fracturado sin remedio la patria de todos, los ansiosos bárbaros, que esperan impacientes su hora, sedientos de conquista y dominación, arrasarán, en alianza con sus correligionarios ya establecidos como cabezas de puente en nuestro suelo, con lo que no seremos ya capaces de defender. Nos queda como mucho un par de décadas, y España será historia.

Lo peor no será, con todo, el anunciado final que se perfila como inevitable, sino la agonía miserable del ocaso. Submergidos bajo una abyecta masa de color liderada por el islam triunfante, subsistirán aún durante un tiempo, antes de la oscuridad completa, como reliquias de un pasado sepultado, unos grupos cada vez más reducidos de seres cada vez más despojados de la fuerza, de la belleza y de la inteligencia que fueron una vez el patrimonio de sus ilustres antepasados.

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