Historia

No se llamaba dictador, su nombre era Francisco Franco Bahamonde (y 2): así fue la España del 18 de julio

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Por Laureano Benítez Grande-Caballero.- Junto a todas las conquistas económicas y sociales que España adquirió durante el régimen franquista, otro argumento poderoso a la hora de valorar la España de Franco es la constatación de que la vida cotidiana en aquella época se regía por unos parámetros construidos sobre los valores tradicionales de la civilización cristiana, valores que daban seguridad a las personas, que creaban a su alrededor un universo armonioso donde la vida tenía sentido, ya que ésta se desarrollaba bajo un profundo sentido de la ley natural. La aplicación de esa ley, en exitoso maridaje con los principios emanados de la doctrina cristiana, fue la base de una extraña «dictadura», plena de paz y de progreso, de numerosas libertades en casi todos los ámbitos de la vida, características que provocaron la larga vigencia y el gran apoyo popular que tuvo Franco.

Veamos cómo fue aquella «dictadura», que tuve la suerte de vivir durante 23 años, que explico en mi libro EL HIMALAYA DE MENTIRAS DE LA MEMORIA HISTÓRICA:

En los tiempos de Franco se tenía padre y madre, pues aún no estaban de moda los términos tan igualitarios y democráticos de «guardadores» y «progenitores». Las madres eran «mujeres embarazadas», pues la dictadura no permitía la libertad de expresión suficiente para que se las pudiera llamar «personas preñadas». Así que todas las familias que había eran «tradicionales», pues el dictador nos coartaba la libertad de tener otra.

Cuando nacía un niño, todo el mundo decía que era un niño, sin la democrática @ con la que el igualitarismo de hoy sustituye a la machista «o». Y como, repito, no había libertad de expresión, nadie llamaba «criatura» al neonato. Y es que aquella dictadura era terriblemente machista.

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Las familias eran numerosas por lo general, pues aquella dictadura no estaba muy por la labor de la anticoncepción. Si sería fascista, que el aborto ―ese derecho tan democrático de las mujeres― estaba prohibido. A pesar de que muchas familias eran numerosas, y de que la mayoría de las mujeres no trabajaban, muchas familias tenían viviendas en propiedad en pocos años, algo impensable en estos tiempos tan democráticos, en los que, trabajando los dos guardadores, y teniendo solamente dos criaturas, los sueldos dan para muy poca cosa.

Y, como aquellos tiempos fascistas eran muy represores, las escuelas no eran mixtas, por lo cual la primera persona de otro sexo que veíamos en las aulas era ya en la Universidad. Eso no era democrático desde luego, como lo es el hecho de que algunas Comunidades Autónomas hayan denunciado en la actualidad a las escuelas que no son mixtas, por considerarlas discriminatorias. Y es que no hay nada más democrático que imponer tu ideología a la gente, bajo pena de sanciones. Las demandas en este sentido no han prosperado, pero todo se andará.

Siguiendo con el tema de la represión franquista, tampoco nos daban en los centros de enseñanza ni preservativos ni pomadas anales y vaginales, productos democráticos con los que se democratiza el sexo.

Y es que aquellos fueron tiempos monjiles, gazmoños y pazguatos. A pesar de todo, los estudiantes de aquellos años nunca tuvimos problemas de relación con las personas de otro sexo debido a la separación en los centros de enseñanza, y no conocí nunca a nadie que precisara ir a la consulta de un psicólogo para superar ningún trauma.

Donde se veía a las claras el fascismo dictatorial era en la disciplina militar que había en las aulas, ya que cualquier susurro era motivo de parte disciplinario. Además, nos levantábamos cuando entraba el profesor, nunca le tuteábamos y nos esforzábamos en el estudio, pues teníamos espíritu de trabajo y sacrificio.

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Hoy en día no existe ese fascismo pedagógico, ya que los gamberros disruptivos son los amos del cotarro en los centros de enseñanza, incluso modelos a seguir, ya que muy posiblemente acabarán el día de mañana ostentando algún cargo público. Y es que es muy democrático que cada uno haga lo que quiera, no sea que se creen en los jóvenes traumas irreparables de los que tendremos que responder en el día del juicio.

Mención aparte es que la dictadura obligara a todos los centros a tener crucifijos en las aulas, y a rezar padresnuestros antes de empezar las clases. Hoy, sin embargo, tenemos instalaciones más democráticas, ya que, con que un solo padre proteste porque haya un crucifijo en un aula, éste se elimina de inmediato.

Ya se sabe, pues en esto consiste la democracia: en que una sola persona puede más que muchas. De todos modos, pocos crucifijos nos quedan ya.

Luego está el asunto de la policía política que controlaba nuestras vidas, como en toda dictadura que se precie. Y no como sucede hoy, en nuestra magnífica democracia, donde las calles, los medios de comunicación, los hemiciclos y las redes sociales están en manos de una jauría violenta y chillona, agresiva e intolerante, que amenaza, insulta, provoca, incluso golpea a quienes no comparten su ideología antisistema. Extraña democracia la nuestra, donde somos constantemente vigilados por drones, cámaras de vídeo, fiscales contra el odio, colectivos izquierdistas que procesan nuestras palabras y hasta lo que cantamos en la ducha, malditos bulos, y toda esa parafernalia superdemocrática…

Por supuesto, en aquella dictadura franquista no había libertad de expresión, faltaría más. Hoy, por el contrario, cualquiera puede decir y hacer lo que le venga en gana, excepto aquellos que criticamos el pensamiento política y sexualmente correcto, que tenemos que mordernos la lengua ante la censura de la ideología de género, la islamofobia, la francofobia, la cristianofobia, y otras lindezas democráticas de ese estilo. Y es que no hay nada más democrático que cambiar nuestra lengua milenaria, en la que ya no se puede decir que alguien es sucio «como un cerdo», sin que se te eche encima la tribu animalista, que protesta incluso por el hecho fascista de querer ordeñar a las pobres vacas.

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La censura de prensa existía, claro, como en toda dictadura, no como ahora, donde la censura no existe porque en muchos artículos los periodistas tienen que morderse la lengua y autocensurarse para no incurrir en la ira y las amenazas del rojerío.

Franco nos quitó también el derecho a quemar la bandera nacional y silbar nuestro himno, pero, en realidad, hay que decir que a nadie se le ocurría siquiera hacerlo, y no por miedo a represalias, sino porque las mentes y los espíritus de los españoles de aquel tiempo estaban firme-mente anclados en valores, en respeto, en honor, en dignidad, en educación, en patriotismo.

Sin embargo, no se puede considerar fascismo que la gente no tuviera la libertad de asaltar capillas, por la sencilla razón de que a nadie se le ocurría incurrir en esa blasfemia; tampoco se reprimía el derecho de asaltar fincas, porque a ningún españolito se le ocurría siquiera la posibilidad de hacerlo.

La España del 18 julio también arrebató a las mujeres el derecho a matar a los fetos en sus vientres, a los gays la posibilidad de kabalgatear en cueros vivos y exhibir sus corazoncitos en los semáforos, y a los terroristas la posibilidad de convertir 2000 años de cárcel en 20 añitos de nada; también se quitó a los separatistas norteños sus derechos a decidir, sus lavados de cerebro mediáticos, sus «prusés», porque los totalitarismos son así, y no pueden remediarlo.

Otro rasgo típico de las dictaduras es la xenofobia, por supuesto, y por eso había entre nosotros poca musulmanía, ya que el fascismo de aquellos tiempos no daba ni una perra gorda para que hicieran sus ramadanes, ni mucho menos les ponía alfombra roja para que vinieran y abarataran multiculturalmente la mano de obra española.

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El caso es que, con esta dictadura atroz, en España había pleno empleo, y, de ser un país sumido en un secular subdesarrollo, alcanzamos a ser la octava potencia del mundo, sin apenas deuda pública, y con una presión fiscal muy leve. Por si esto fuera poco, había paz, y la ley y el orden enseñoreaban su imperio en todos los ámbitos de nuestra vida.

Otra imposición fascista de aquellos tiempos de Franco era cantar el «Cara al sol» con el brazo en alto, mientras se prohibía cantar las internacionales, y el puño en alto. Hoy en día, en estos tiempos tan esplendorosamente libres, en un régimen que ampara todos y cada uno de nuestros derechos ciudadanos, apenas se puede cantar el «Cara al sol», y es anatema la bandera con el águila de san Juan ―sí, la misma de Isabel la Católica―.

Una multitud se congrega en la plaza de Oriente de Madrid para para protestar por la injerencia extranjera en los asuntos de España y expresar su apoyo al Jefe del Estado, Francisco Franco, en su última aparición pública.

Como conclusión y demostración de que Franco no fue ningún dictador sanguinario, cabe tener en cuenta el hecho incontrovertible de que, si bien es cierto que la mitad de España estaba con Franco al inicio de la Guerra Civil, a su muerte en 1975 el 82% del pueblo español aprobaba su gestión, y hoy día la inmensa mayoría de los españoles que vivieron aquella época respetan e incluso veneran la figura de Franco, conformando un amplio franquismo sociológico después de los muchos años transcurridos desde su fallecimiento.

A grandes rasgos, así fue la España de Franco, la época donde nuestra Patria sufrió la dictadura de la ley, la moral, el respeto, la autoridad, la disciplina, el trabajo, la paz, el esfuerzo, la educación, la fe católica, la ley natural, el orden, el patriotismo, y la reconciliación.

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