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No es país para idealistas

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Tomás Gómez.- Uno de los problemas que tiene la política española es que, en mayor medida, cada vez es más un pequeño coto en el que muchas personas valiosas y con inquietudes no quieren ningún tipo de contacto.

Hace unos días fui al dentista, es hijo de un buen amigo desde hace muchos años, y cada vez que acudo hablamos de todo, también de política. Me dijo que le parecía un mundo apasionante porque tiene en su mano el poder para cambiar las cosas.

Su clínica funciona bastante bien, pero reconoce que desde allí no cambia la vida de nadie, se limita a ganar dinero. Ciertamente es una persona idealista, pero su aportación solidaria no ha ido más allá de algún programa de voluntariado desde el colegio de odontólogos, por eso admira la política y lo que imagina que se puede hacer.

No creo que sea el único español comprometido con la sociedad y que no participa en ningún partido, que son los que tienen al alcance de su mano la transformación social cuando alcanzan el poder.
Sin embargo, cuando observamos la realidad, el idealismo se destiñe hasta desaparecer. Se permuta por las luchas internas, los intereses personales y la sed de poder.

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Rivera ha perdido el norte, si alguna vez lo tuvo. Cada día conocemos una nueva deserción y las facciones internas rivalizan hasta entrar en un proceso de descomposición.

Una amalgama de ambiciones y de objetivos personales. Si hay poder detrás, da lo mismo apoyar gobiernos de izquierda en algunos sitios que participar en coalición con la extrema derecha en otros, como en Badajoz.

Los naranjas están dilapidando su patrimonio electoral más rápidamente aun que Pablo Iglesias y los suyos, líderes en autolesionarse desde el PCE de los años ochenta.

Iglesias y su ex íntimo Errejón, reconstruyeron la historia bíblica de Caín y Abel, para terminar el uno mendigando un ministerio aunque sea sin cartera y el otro llevar la cartera de algún socialista.

Los radicales de Abascal han entrado en la guerrilla de ocupar cargos, pero no por estrategia, no dan para tanto, sino por incoherencia y visceralidad manifiesta.

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Desde luego que no se libran tampoco los partidos clásicos. Casado hizo todo lo necesario para llegar a la presidencia del PP, apartó y vetó a los que no le apoyaron y ha puesto tantas bombas internas como las que ha desactivado.

Le da igual ser de centro derecha o acostarse con la extrema derecha, ser un hombre de estado o un gritón radical si, con ello, obtiene el bastón de mando.

El presidente tampoco es ajeno a este mal endémico. La dureza y el control interno son su marca. En dos años de Moncloa hemos visto movimientos tácticos pero nada de fondo, de hecho, seguimos con los presupuestos del PP de Montoro.

Todos han sacrificado gente valiosa para tener ventaja en sus peleas. Jugar a defender ideales en los partidos políticos es como intentar bailar danza clásica en medio de un partido de futbol americano.

No es España país para idealistas.

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