Opinión

María, ¡qué gran mujer!

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El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Juan 1, 14) Entre las músicas navideñas que he escuchado últimamente, me impresionó el título de una canción: “María a través de una selva de espinos” o algo así. Pensé de inmediato en lo duro que fue para ella, eso que celebramos tan gozosamente: el nacimiento de su Hijo en un establo, con la única compañía de su pacientísimo esposo, ¡santo varón!, y como quiere la tradición, una mula y un buey. ¡O magnum mysterium.¡Oh gran misterio, que esas dos bestias asistieran al nacimiento de Nuestro Señor! Gran misterio, pero tristísima pena. Ponerse de parto y, ¡menudo apuro!, no poder contar más que con una cuadra, y como cuna para el recién nacido, el comedero de los animales, el pesebre; y como colchón, la paja que tenían para comer. Y con suerte, algo de agua en el bebedero, para poder lavar al niño. ¡Santo cielo!, qué mujer valiente, que afronta todo, absolutamente todo lo que venga para acoger al hijo que nace. Y todo lo que venga, todo lo que venga es lo que nuestra generación no tiene cuerpo ni alma para aguantar. Veo en mi entorno más próximo, veo en las mujeres y madres que tengo cerca, dificultades y problemas ciertamente preocupantes. Tremendos retos vitales que califican de insuperables. ¿Pero qué son las dificultades de la maternidad hoy, comparadas con las que tuvo que soportar María con un coraje tan difícil de ver hoy? María, María, María, ¡qué gran mujer!, ¡qué gran mujer!

¿Cómo nos puede extrañar que María se convirtiese en el excelso modelo de mujer y de madre para la cristiandad y para todo occidente? Mulierem fortem quis inveniet, que dice el Eclesiastés: una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Fuerte, y sin embargo con la inmensa dulzura de una madre. Una mujer que así defiende a su hijo desde el mismo momento en que se entera de que ha concebido, y de que ésa es la voluntad de Dios.

Y eso sólo fue el principio. Una verdadera selva de espinos, que nos hemos acostumbrado a celebrar con gozo. El pesebre, la extrema miseria en que se encuentra Dios cuando viene a fundirse con el hombre. Duro, durísimo desde el primer momento.

Y madre, ¡qué mujer!, ¡qué gran mujer! También esto celebramos cuando celebramos la Navidad. Pero tanto la hemos dulcificado, tanto la hemos mitificado, que la hemos desbrozado totalmente de espinas, transformando la Navidad y el pesebre en un lecho de rosas. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Bendito sea Dios! Una Navidad hecha para la felicidad: ¡Feliz Navidad!

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Pero me gustaría pensar también en la tristeza inicial de la Navidad, la de verdad, la primera. Tristeza pero con sumo coraje, con infinita confianza en Dios y con el soporte heroico de su santísimo esposo. El pensamiento puesto en esta otra Navidad, la primera, puede ayudar a tantas personas para las que la Navidad es triste. Alégrense también en su tristeza, que comparten con la afligida Madre que tuvo que dar a luz en esas condiciones. Pienso en las mujeres angustiadas ante una maternidad cada vez más difícil en cualquier momento. Muy difícil empezando por la gestación, continuando con el parto y los primeros meses y siguiendo con la compatibilización de la maternidad con el trabajo. Con la ayuda y la comprensión del padre de la criatura, o tan a menudo sin ella.

La maternidad gozosa para un buen puñado de mujeres afortunadas, pero una auténtica selva de espinas para muchas otras. Difícil, muy difícil y dura navidad.

También para estas mujeres es Navidad. ¿Quién ha dicho que la Navidad es sólo para los que la pueden celebrar felizmente, entregándose al desenfreno consumista como si ésa fuese la clave de la felicidad? Para estas mujeres y para los hombres que han asumido su misión cada vez más heroica y generosa de no dejar sola a la mujer en la crianza y formación de los hijos, a pesar de todas las dificultades y penurias, también para éstas y para éstos, o más bien preferentemente para éstas y para éstos es Navidad. Ellas necesitan más que nadie el ejemplo y el aliento de María, la que tan valientemente luchó por su hijo; y a ellos les ayuda a seguir en su maravilloso empeño, el ejemplo absolutamente genial del esposo. ¡Qué gran hombre!

En este momento de nuestra degradación cultural, es más difícil que nunca ser madre, y más fácil que nunca tirar por el pedregal ante la menor dificultad. Asimismo va siendo cada vez más heroico ser padre. Es trágica la dificultad que experimentan las mujeres de hallar un compañero que además de compartir la vida con ellas esté dispuesto a aceptar al hijo o a los hijos. Como si se hubiese extinguido la especie de los hombres dispuestos a ser padres.

La maternidad con extremas dificultades, la paternidad en condiciones que sólo se superan con una generosidad heroica: también esto, también esto celebramos con la Navidad. Además de una celebración de alegría (tan a menudo compuesta, tan solemnemente fingida), nuestra Navidad tendría que ser una oración y un recuerdo para todas estas mujeres y estos hombres que como María y José sufrieron en la primera Navidad las mismas angustias que estas madres y padres: porque su navidad viene hecha una auténtica selva de espinas, como dice la canción.

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Ciertamente que hemos acertado en crear la Navidad para los que sufren pobreza y enfermedad, y lo hemos resuelto mayoritariamente con generosidad y con dinero. Es ya una tradición navideña acordarse de los pobres y de los enfermos y volcarse en ellos con corazón navideño. Pero hoy tenemos un reto no menos grave ante la celebración de la Navidad, que es el medio tremendamente hostil con que han de batallar las mujeres que quieren ser madres (muchas más de las que estamos inclinados a creer, nos dicen las estadísticas). Y tenemos ante nosotros el reto del mucho más reducido número de los hombres dispuestos a poner su paternidad a contribución de la vida. La Navidad nos interpela para que contribuyamos entre todos a crear ese clima propicio a la vida, igual que hemos creado el clima propicio a los pobres. Que la Navidad sea fuente de felicidad para unos y para otros.

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