Opinión

Los antifranquistas y su sociedad enferma y sin expectativas. Por Jesús Aguilar Marina

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Transcurridos ya casi cincuenta años desde la muerte de Franco, el antifranquismo activo no sólo no ha desaparecido de nuestro mapa, como sería lo normal en una sociedad sana con la mirada en el futuro, sino que está más vivo que nunca; tan vivo que hasta los gobernantes han decidido utilizar la ley para borrar de las crónicas ese brillante período histórico -y a su líder- que tanto incomoda y perturba a una casta partidocrática siempre enfurecida y peleada con la verdad. 

Ello es explicable porque dichos gobernantes y sus cómplices, cautivos de la realidad y vacíos de razones honestas para modificarla, buscan en el antifranquismo una razón de ser, la justificación de sus abominaciones. ¿Cómo es posible esta morbosa obsesión por un sistema político que salvó a España de la esclavitud estalinista y de la Segunda Guerra Mundial, encumbrándola hasta la cima de la civilización occidental? Ninguna persona sensata podrá entenderlo, salvo aceptando la existencia de motivos tenebrosos, nacidos de un ánimo decrépito y enfermizo. 

Pocos sistemas políticos han tenido tan abundantes y feroces denostadores. Pero es que la insana obstinación de los antifranquistas no es sólo, ni primordialmente, un asunto político, sino moral. Más que oponerse a unas fórmulas socioeconómicas de resultados manifiestamente fructuosos; más que enfrentarse, incluso, a un sistema de gobierno, lo que los progresistas luciferinos atacan es el móvil de sus antagonistas, a favor del orden y del bien, factores básicos, junto con el amor a la patria, que impidió a aquellos enseñorearse en la depredación y el caos que ya creían tener definitivamente establecidos, a mayor gloria de sus abusos. 

Como la bajeza moral de estas hordas antiespañolas es incurable, algo que la Historia y el espejo en que se miran se lo recuerdan diariamente, necesitan mantener el tótem antifranquista bien pulido, como una superstición, tratando de inventarse un pasado y de hacérselo creer a la sociedad. Cualquier mentira, cualquier turbio pretexto, cualquier delito son válidos para la impostura. El objetivo fundamental de la antiespaña es, pues, la justificación moral de su vileza. 

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Nunca alentó en ellos el mínimo anhelo de convivencia con los vencedores. Aunque con fingida tolerancia se referían al franquismo, en los primeros meses tras la muerte de Franco, como el «régimen anterior», poco a poco fueron desuniendo lo unido, hasta llegar a la tiránica legislación y a la violenta acción para suprimirlos; y del silencio aprovechado y oportunista del socialismo en vida del Caudillo se ha pasado al impúdico afán por exhibir una oposición al «régimen», que las izquierdas arrogantes de hoy nunca representaron entonces. Ítem más: todos o gran parte de ellos, con antecedentes familiares franquistas, hijos y nietos de los vencedores, tratan de ocultar sibilinamente sus historiales y biografías pretéritas. 

El caso es que ni quieren ni pueden pasar página aceptando su pasado, porque se desvanecería la propaganda que les mantiene política y civilmente vivos, arropados como se hallan bajo el sombrajo ideológico cuyos palos tratan por todos los medios que no se les caigan encima, sepultándolos para siempre. Mas, en su patológica y obsesiva huida hacia adelante, dispuestos a mantener y extender el odio que les vivifica y no dando más señales de vida que la miseria y el crimen, están arrastrando a la sociedad española a ese caos absoluto que es la seña de identidad histórica de nuestro socialcomunismo. 

Lo grave es que, cuatro décadas largas de desinformación y mentiras, vaciando las mentes y llenando los estómagos con señuelos hedonistas improductivos y degradantes, han debilitado la voluntad ciudadana, y ahora nos encontramos con una sociedad cuyos componentes contemplan su entorno como algo inevitablemente hostil y, al carecer de recursos psicoemocionales para su adaptación a las circunstancias, está abocada al estrés y a la depresión. 

En esta atmósfera frustrante, con unas autoridades que, mediante la provocación y el resentimiento, llevan décadas tratando de romper la paz social heredada del franquismo, el fruto de la derrota anímica y sus traumas consecuentes pueden ser o están siendo ya devastadores, y causarán una agitación y un malestar extremos, difíciles de revertir. Si a dicho ambiente añadimos la crisis absoluta forjada por dicha partidocracia -mediocre, sectaria, irresponsable y empeñada en reactivar el guerracivilismo-, podemos concluir que todo ciudadano es un seguro perdedor, un potencial estresado que, en el mejor de los casos, ante la debacle económica, sociopolítica, cultural y moral que se le ha venido encima, se acogerá en el refugio de la neurosis. 

Lo cierto es que vivimos en permanente sensación de peligro, percibiendo gravísimas amenazas que pueden hacerse efectivas en cualquier momento, o que ya estamos sufriendo. Perdida la confianza en las instituciones, en la casta democrática y en gran parte del prójimo, el futuro es incierto y el presente una trampa que muy a menudo no sabemos o podemos evitar. Y todo ello acaba, como es lógico, en la pérdida de la estima personal y social. La lucha entre las adversidades cotidianas y nuestra capacidad de respuesta para resolverlas, está siempre ahí, y la consecuencia más habitual es quedarnos sin ilusiones ni expectativas, dando paso a la irritabilidad, a la indiferencia o a la apatía, y echando mano de recursos y estímulos vulgares o inconvenientes. 

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Socialistas, comunistas, separatistas, terroristas y paniaguados, con su caterva de cómplices, gobernantes de la tristísima España postfranquista, han corrompido el alma de la sociedad hasta el punto de acabar con sus virtudes e impulsos más nobles. No podía ser de otra forma cuando, desde hace décadas, «en aras de la democracia», se viene imponiendo el silencio a la ciudadanía o negándole los derechos fundamentales con la excusa de erradicar «las veleidades franquistas y fascistas que alientan en su seno». Una visión social ésta, que sería pueril y cómica si no fuera demencial. 

Pero sustentados los luciferinos en esta alucinación, que han transformado en sagrado objetivo, nada ni nadie está libre de ser cercenado con tal de conseguir ellos su fanático fin. Cualquier tipo de perversión, de plebeyez o de brutalidad criminal se considera válida, según el prisma moral antifranquista. Sus falsos ideales de igualdad, justicia, libertad y cultura, junto con sus sinuosidades y turbiedades políticas les autojustifican. La naturaleza de estos liberticidas, traidores a España y a la humanidad, y comparsas del NOM, es insana y corrobora la necesidad de acabar con sus locuras antes de que ellos acaben con España. 

La bancarrota política, económica y moral de la patria así lo exige. Los españoles que no se resignan a ser siervos del antifranquismo activo y aspiran a lo que cualquier gente de bien merece, están defendiendo lo mejor que tenemos. Ante unas autoridades liberticidas y antiespañolas que odian todo lo bueno, bello y verdadero, el único remedio aceptable es su extinción política.

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