Historia

Las Cruzadas, Al-Ándalus y la Reconquista

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LTY.- Apenas salidos del estupor y la conmoción de los terribles acontecimientos del 11-S, desde algún lugar ignoto al este de Suez nos llegaba la reivindicación de los atentados por el mismo que asumía, desafiante, su autoría.
En su primer mensaje después de aquella pavorosa jornada, difundido el 7 de octubre del 2001 por la cadena Al-Yazira, Bin Laden hacía referencia a la desaparición de Al-Ándalus y advertía contra la “nueva cruzada occidental contra el islam”. A este respecto cabe señalar que la “tragedia de Al-Ándalus”, en palabras del saudí, es la culminación victoriosa de una cruzada: la Reconquista. Una cruzada atípica, si se quiere, pues ésta no tenía, a diferencia de las otras, como destino geográfico Tierra Santa, ni por misión la liberación del Santo Sepulcro, pero cruzada al fin.

Dice el eminente historiador francés René Grousset en su “Balance de la Historia” (1957): “Esa dura Reconquista, esa cruzada a domicilio, llevada a cabo sin tregua durante tantos siglos (la única cruzada que había triunfado), había, como una hoja de Toledo, templado el carácter español”.

Y añade en otro momento: “Sólo España había quedado fuera de ese gran movimiento (las Cruzadas), pero sin abandonar la península, ella también hacía una guerra dura y terrible al islam, cruzada perpetua empezada con Pelayo en las montañas asturianas (711), y que acabaría en 1492, después de una lucha ocho veces secular”.

Más adelante, Grousset, al analizar la génesis de las Cruzadas, en la obra citada, apunta: “He mostrado en otra parte cuales fueron los elementos originales de la idea de cruzada. En primer lugar, el precedente de la Reconquista española, a la que se habían asociado ya tanto barones franceses”.

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La Reconquista no sólo fue una cruzada distinta (“a domicilio”), la única victoriosa (cuya victoria había perdurado en el tiempo), sino también fue, cronológicamente, la primera (comenzó en Covadonga casi tres siglos antes de las prédicas de Bernard l´Hermite).

Podemos añadir que también fue la última, ya que culminó a las puertas del siglo XVI (1492, más de 200 años después de la última de las Cruzadas a Tierra Santa en 1270).

La “Cruzada” española reúne pues, unas características originales que la sitúan en una categoría aparte, si bien en paralelo a las Cruzadas a Tierra Santa. A estas particularidades diferenciadoras entre la Reconquista y las Cruzadas, podemos añadir otra que consiste en la naturaleza de sus respectivos objetivos. Utilizando una terminología no habitual para hechos de esas épocas, diríamos que la Reconquista española fue una lucha de liberación nacional, una guerra antiímperialista contra una potencia (o entidad) colonizadora, el rechazo de una invasión, ocupación y dominio extranjeros, así como el repudio inapelable de un mundo completamente ajeno al ser español y enemigo de sus más profundas esencias, que significaba ni más ni menos la negación de su universo moral y cultural, un antagonismo que sólo admitía la lucha hasta la total erradicación de esa amenaza. Las Cruzadas, en cambio, se sitúan en sentido distinto, aunque su enemigo es común: el islam. Aquí se trata de una acción de naturaleza expansionista (pero expansionista desde el punto de vista político, pues desde el punto de vista religioso (la Cristiandad) se trata en realidad de una recuperación de unos territorios que fueron los primeros en ser cristianos).

A este respecto dice Grousset (op. cit.): “Después de la mística de cruzada iban, con el éxito, a intervenir otros factores, lo que yo llamaría el hecho de conquista y el hecho de colonización. La predicación de 1095 (Primera Cruzada) desencadenaría, en efecto, el imperialismo territorial de la feudalidad lotaringia y el imperialismo económico de las repúblicas marítimas italianas: el peregrino se convertirá en un conquistador que irá a hacerse reinos al sol de Oriente… La colonización franca (en Tierra Santa) había hasta entonces obedecido a dos móviles principales: el idealismo religioso y el imperialismo territorial. En el siglo XIII cambian los puntos de vista. Si Occidente continúa interesándose en las bases de Siria es por su importancia económica, porque constituyen el principal puerto de comercio del Levante”. Y concluye: “La Cruzada había ido a parar en la primera expansión colonial del Occidente cristiano, expansión realizada en detrimento del islam”. En conclusión: la “Cruzada” española, como su nombre define acertadamente, es reconquista, recuperación, empresa de liberación, lucha nacional. Las Cruzadas a Oriente Próximo son (sino en su impulso inicial, si en su posterior desarrollo) conquista, expansión, empresa colonial, dominio imperialista.

Llegados a este punto y conocidas las conclusiones a las que llega René Grousset, conviene precisar un detalle, que no viene a desmentir ni a modificar nada de lo dicho, sino a ensanchar el enfoque sobre un aspecto en concreto. El historiador francés habla de conquista. Y aquí reside, como se decía más arriba, una importante diferencia entre la Reconquista y las Cruzadas. Pero las analogías del origen histórico de ambos movimientos son llamativas, y no por obvias cabe pasar sobre ellas sin detenernos a exponerlas: Reconquista y Cruzadas son una respuesta a la expansión islámica sobre tierras cristianas. España es cristiana cuando Tarek y sus huestes ponen pie en algún lugar de la costa andaluza en los primeros años del siglo VIII. Palestina (y Siria, Egipto, Asía Menor) es cristiana desde hace siglos cuando las tribus de la Península Arábiga se abalanzan sobre ella en los albores de la riada musulmana.

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Ni las Cruzadas ni la Reconquista son usurpación, sino restauración, no apropiación, sino restitución, no expolio, sino recuperación. Reconquista y Cruzadas responden a un mismo impulso original: recobrar para la Cristiandad tierras originalmente cristianas de manos del invasor mahometano. De ahí, que si la Reconquista es una cruzada, las Cruzadas son, a su vez, una reconquista. Pero la Reconquista es llevada a cabo por cristianos “locales” (españoles, pero también por otros europeos en ocasiones) para liberar a su patria, mientras que las Cruzadas lo son por cristianos occidentales, “foráneos”, que van a liberar el Santo Sepulcro caído en poder del enemigo.

El sentimiento o el móvil religioso no es dudoso en ambos casos, pero en el primero se añade el sentimiento patriótico que origina la reacción natural de defensa ante el invasor, mientras que en el segundo entra en acción el ideal y la mística antes que el instinto de conservación que ordena empuñar las armas para sobrevivir. La Reconquista toma la forma de una defensa para liberarse, las Cruzadas las de un ataque para dominar. Y estas diferencias de móviles y de actores predestina, sin duda entre otros factores, el carácter colonialista que llegarán a tomar posteriormente las Cruzadas, y tal vez, a la larga, el fracaso de esta gesta histórica.

Los españoles luchaban por la patria que habían perdido y los cruzados lo hacían en tierras lejanas, escasamente apoyados en muchas ocasiones por los cristianos orientales. (Aquí también hay unas consideraciones de raza que tendríamos que tener en cuenta). Nacidos ambos movimientos de un mismo impulso espiritual, las Cruzadas, por su parte, se transformarán con el tiempo en una empresa imperialista. Pero lo que desencadena estos acontecimientos, que llevarán a generaciones de europeos a luchar contra el islam en las comarcas de Oriente, no es un afán de opresión, sino un afán de liberación, no el efímero entusiasmo de la aventura, sino el permanente empeño de la justicia, no la turbia pasión de la codicia, sino la clara consciencia de un deber.

Por lo demás, la epopeya de las Cruzadas constituye un momento glorioso del Occidente cristiano, lamentablemente malogrado. Las nefastas consecuencias de ese fracaso se han proyectado en el tiempo, y atravesando siglos se hacen presentes en nuestra casa europea, confirmando una vez más esa ley histórica, al parecer inexorable, según la cual todo retroceso del Occidente cristiano se hace, a la corta o a la larga, en beneficio del islam. Tragedia aun más aterradora cuanto que ya no podemos contar, en el espeso aborregamiento que reina en el triste panorama que ofrece la España actual y la Europa en general, con ningún Pelayo, Cid, Godofredo o San Luis (nobles estirpes de épocas menos indignas agotadas hace tiempo), sino con todo lo contrario: un nutrido pelotón de compañeros de viaje de la plaga mahometana, una manada de descastados a la espera del momento oportuno para consumar su traición y arrasar, Ad Majorem Alá Gloriam, con lo que nos queda.

500 años después de la Toma de Granada por los Reyes Católicos, último capítulo y culminación victoriosa de la Reconquista (1492), y cuatro siglos después de la eliminación por Felipe III de los últimos flecos del islam en España con la deportación de los moriscos (1609), falsamente convertidos al cristianismo y peligro permanente para la seguridad nacional, asistimos, el alma encogida, al deprimente y estomagante espectáculo, imprevisto y ni siquiera imaginado hace apenas un par de décadas, del regreso de un islam triunfante clavando una vez más la media luna en suelo español. La actual eclosión de mezquitas es el elemento más significativo de ese retorno que, desde la óptica y la lógica musulmanas, es una reconquista (¡!) que pretende ser definitiva, de su paraíso perdido, de su arrebatado y mítico Al-Ándalus. La invasión esta vez es incruenta (no bélica, aunque no carente de violencia) pero no menos avasalladora y funesta. El aluvión demográfico no viene precedido en esta ocasión de una conquista militar, por la sencilla razón de que esta es ahora innecesaria: en las playas de desembarco, los españoles de hoy no esperan a los nuevos invasores mahometanos con la “espada desenvainada”, sino con mantas térmicas y tazones de café con leche. Y ese detalle marca la verdadera medida de nuestra decadencia nacional.

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El avance demográfico del islam en España, así como su implantación y expansión cultural, al amparo de una tolerancia bobalicona de una parte, y de una cobardía inaudita por la otra, rebasan las peores pesadillas que hubiéramos podido tener al respecto, antes de verificar en los hechos que perciben los sentidos la envergadura de este mal sueño materializado. El impacto de esa realidad en una sociedad reblandecida y desnortada, húerfana de referencias morales y vaciada de toda elevación espiritual, llena de complejos, cuando no de odio hacia sí misma, hace que el desafío a nuestra propia existencia como nación cristiana y occidental, y como sociedad libre y civilizada en definitiva, carezca de respuesta apropiada a tamaña provocación, y de oposición activa a tan brutal amenaza, y sea asumida pasivamente en medio de una borrachera de palabras huecas como tolerancia, diversidad, mestizaje, multicultura, etc, patéticos trapos de colores que no alcanzan para ocultar las vergüenzas de la impotencia intelectual y el descalabro espiritual de una sociedad desmoralizada y átona, tan desorientada que parece dudar del valor de los propios fundamentos de su singularidad histórica y de su pertenencia plurisecular a una civilización superior.

La amenaza es real, concreta e inminente. La voluntad de enfrentarla decididamente es prácticamente nula. El reconocimiento del mal que nos afecta no nos da necesariamente la fuerza de carácter para acometer su solución. Y esta es la verdadera dimensión del dilema: tenemos un cáncer y debatimos cual es el tratamiento oportuno: Agua del Carmen o Flores de Bach. Algunos parecen pensar que así como vino el problema sin haberlo llamado, éste se irá sin tener que pedírselo.

Asistimos a una ofensiva general del islam contra Occidente en toda la línea de frente. La presencia invasora (no solicitada ni bienvenida, sino impuesta y además agresiva) de millones de musulmanes en Europa significa la primera fase de la conquista de Occidente por un islam que retorna por caminos ya andados: las hordas mahometanas llegaron a Poitiers en 732 y a las puertas de Viena en 1529 y otra vez en 1683. Hoy ya han alcanzado Escocia y Noruega y la mitad de los Balcanes es dominio musulmán o a punto de serlo. Y toda Europa Occidental está plagada de colonizadores musulmanes llegados de todos los puntos cardinales del orbe islámico. La amenaza que se cierne sobre Europa no es únicamente un temor fundado y una pavorosa posibilidad, sino también un objetivo abiertamente declarado por aquellos que no hacen de sus metas un misterio. En los últimos años, destacados líderes religiosos y comunitarios musulmanes, desde la propia Europa y desde fuera de ella, han expresado públicamente, con una sinceridad apenas superada por su cinismo, sus esperanzas de ver una Europa convertida al islam, sometida al imperio de la sharia y entregada a la adoración servil del “verdadero” dios Alá.

El islam no es solamente nuestro inmediato vecino (Norte de África, Balcanes, Caúcaso, Oriente Próximo), sino que ya ha puesto un pie en nuestro solar patrio. Esa legión de “inmigrantes”, de “refugiados”… que pululan por nuestros pueblos y ciudades, son la cabeza de puente, la avanzadilla, la quintacolumna de un ejército innumerable que espera la orden del asalto definitivo al continente europeo. Y mientras llega ese momento, los que ya han sentado sus reales en el patio de nuestra casa van procreando a ritmo sostenido más soldados para el ejército de Mahoma, con las facilidades que les damos.

El futuro que se vislumbra es sombrío, y a mediano plazo nos instalaremos en el desorden absoluto de una libanización que ya asoma en el horizonte. En las trágicas tribulaciones recientes del pueblo serbio debemos mirarnos como en el espejo que nos devuelve la imagen de nuestro porvenir inmediato. Pero para enfrentar el proceso de balcanización al que vamos de cabeza parece faltarnos lamentablemente el carácter, la energía y el coraje de ese admirable pueblo eslavo, cobardemente agredido y ruinmente traicionado en la década del 90 por una Europa que ha perdido la conciencia de sí misma, y vilmente vilipendiado por el miserable odio de los mismos bastardos que escupen sobre el sagrado nombre de España, a la espera de poder clavarle un artero y definitivo puñal por la espalda.

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