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La rufianización

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Del envilecimiento, que ahora habría que llamar rufianización, de la vida política y parlamentaria no sólo tienen la culpa esos diputados que han convertido el Congreso en una cloaca. Hay una cuota de responsabilidad compartida que no puede ser ignorada. La tiene el periodismo, que en su búsqueda desesperada de audiencias concede máximo protagonismo a cualquier bufón dispuesto a acaparar la pantalla con hiperbólicos numeritos de dialéctica chabacana. La tienen las redes sociales, donde la morralla ha impuesto un guerracivilismo de barra tabernaria. La tienen los partidos que en sus listas electorales arrinconan la meritocracia para otorgar a los gamberros las primeras plazas. La tienen los ciudadanos que se escandalizan ante el alboroto canalla pero siguen votando a los que lo arman. La tiene, en fin, un modelo social que desestima el talento, la educación y la perspicacia; que abomina de las élites por su presunta arrogancia y que sólo concede atención a la trivialidad vacua, a la pamplina mediocre, a la simpleza, a la astracanada. Se trata de un proceso de vulgarización que hace mucho que está en marcha; ya en 1991 advirtió Neil Postman –«Divertirse hasta morir»– que la tendencia contemporánea a adaptar el debate público al formato de entretenimiento de masas acabaría conduciendo inevitablemente a la degradación democrática.

Estaba escrito. El éxito de los Trump, de los Salvini, de los Iglesias, de los brexiters o del Rufián propiamente dicho llevaba tiempo reflexionado y discutido, pero ese sombrío vaticinio ha sufrido el desdén, o más bien la ignorancia, de una posmodernidad desacostumbrada a los libros. Cuando los intelectuales de referencia son sustituidos por los tuiteros de referencia sólo ha lugar para el pesimismo.

El populismo no ha hecho más que aprovechar ese vacío de ideas para obtener rédito político. Primero transformó –por decirlo en la jerga semiótica de Errejón– los significados en significantes, y luego los significantes en meros signos, hasta crear un espectáculo de propaganda abyecto pero entretenido. Una revuelta como la de Cataluña sólo se explica por un fenómeno de aturdimiento colectivo. El «efecto Hamelin»: un ejercicio magistral de sugestión capaz de seducir con la música de las patrañas a un pueblo teóricamente instruido. El tipo que escupió, o amagó con escupir, a Borrell es un maestro de profesión al que muchos catalanes no tendrían reparo de confiar a sus hijos.

En cierta medida Rufián somos también nosotros, no nos engañemos. Porque aunque lo miremos con desprecio, sus payasadas y excesos son el único momento en que la mayoría presta interés a lo que sucede en el Parlamento. Porque le pagamos al mes ocho mil euros para que nos divierta con sus zafios aspavientos. Porque como comunidad, como ciudadanía, le hemos perdido el respeto a unas reglas que sólo pueden funcionar si se las toma en serio.

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