Europa

La devastación nada accidental de la catedral de Notre Dame como símbolo de la destrucción de Europa

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AN.- La destrucción de Notre Dame como consecuencia de un devastador incendio es también el símbolo de la destrucción de Europa. Ha tenido que ser devorado por las llamas uno de los más sobresalientes iconos de la Cristiandad para que conozcamos que innumerables iglesias en toda Europa occidental están siendo destrozadas, defecadas e incendiadas. En Francia, cada día en promedio dos iglesias son profanadas. Según PI-News, un sitio de noticias alemán, en 2018 se han registrado 1.063 ataques en contra de iglesias o símbolos cristianos (crucifijos, íconos, estatuas) en Francia. Esto representa un aumento del 17% en comparación con el año anterior (2017), cuando se registraron 878 ataques, lo que significa que tales ataques están en aumento salgan a la luz.

Francia ha perdido su principal seña espiritual identitaria y pocos franceses parecen dispuestos a conocer la verdad. No quieren saber para no tener que comprometerse. El pueblo francés ha sido castrado moral y espiritualmente. Hace tiempo que los franceses dejaron de ser depositarios de la gloria de Austerlitz, herederos de la firmeza derramada en Jena, fedatarios de la victoria en Marengo, orgullosos compatriotas de los héroes de Borodinó. Francia se convirtió en una sombra de su pasado cuando olvidó que un pueblo sin fortaleza espiritual es un pueblo condenado a la destrucción. Las civilizaciones no sucumben cuando pierden su poderío militar, sino cuando pierden el alma. Los viejos y tramposos partidos identitarios europeos, lacayunos y traidores, han olvidado esta máxima. Marine Le Pen nunca creyó en el Cristianismo como eje vertebral de la fortaleza de Francia. A decir verdad nunca creyó en nada que no fuese ella misma. Francia, como casi toda Europa, está enferma de debilidad, de confusión, de cobardía, de traición, de estupidez. El portentoso espíritu creativo de una Europa antaño tan fina y segura de sí misma ha entrado en una fase de pérdida de velocidad, de intensidad, de vitalidad. Europa se ha convertido en un inmenso hormiguero que se contenta con vivir, y lo hace a la manera de las hormigas y las abejas: vive de sus rentas, es decir del trabajo y la previsión de generaciones anteriores, más inteligentes y valerosas que las actuales. Aquellas dejaron algo a sus hijos y aseguraron la continuidad de una estirpe que nunca como ahora ha descreído tanto de sí misma. Las generaciones presentes no parecen que vayan a legar nada al porvenir, más bien pueden llegar a su término habiendo dilapidado lo recibido y acabar en la más absoluta miseria. Pues el capital acumulado por milenios de cultura vigorosa se agotará pronto.

Por culpa de un fallo persistente en el reclutamiento de nuestras élites, por una prevalencia de las doctrinas de goce continuo e inmediato, por el descrédito de todo espíritu de sacrificio y austeridad, por un rechazo empecinado de todo ideal y por una deificación de los progresos mecánicos y los beneficios materiales, se ha educado a las últimas generaciones en el espectáculo de una lucha encarnizada y codiciosa, de una actividad puramente utilitaria que desdeña la paz del alma, las alegrías del corazón y las sanas satisfacciones del intelecto. No debemos por tanto extrañarnos de ver a esta humanidad nuestra correr en cuesta abajo hacia un estado de bestialidad en el que puede desaparecer en un momento la civilización acumulada durante siglos. La resistencia de la civilización no es indefinida, las civilizaciones son mortales, nos advertían Georges Bernanos y Paul Valéry.

El hombre occidental continuará durante un tiempo subsistiendo, inflado de orgullo y sostenido por la carcasa puramente material de las obras de sus ancestros, magníficos linajes ya agotados sin remedio. Bastará con una crisis de importancia, con una revolución o una guerra para que la desgracia y la desesperación se abatan sobre el rebaño europeo, incapaz ya de ligar su alma a nada heroico y virtuoso. s la grandeza de las doctrinas científicas el llegar a esta conclusión que ningún vago misticismo podría alcanzar: una disciplina moral es necesaria a la vida del hombre, a la perennidad de la especie humana.

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La muerte del espíritu, el ocaso de la inteligencia, la noche del alma que se cierne sobre nuestras desventuradas cabezas, ¿es acaso inevitable? ¿No queda ya nada por hacer? No está a nuestro alcance la respuesta al misterio impenetrable del destino del hombre. Pero aunque así fuera, que todo estuviera ya escrito, que la partida estuviera jugada y el resultado establecido, nos quedaría el impostergable deber de preservar, en el umbral de las tinieblas definitivas y en medio de la tormenta desatada, la luz de la razón, la llama de la conciencia, la esperanza de la redención.

Las civilizaciones son mortales. Las civilizaciones mueren tanto como los hombres, y sin embargo estas no mueren de igual manera que los hombres. En las civilizaciones la descomposición precede a su muerte, contrariamente a los hombres a cuya muerte le sigue.

Europa se ha olvidado de Dios

Hace tiempo que los europeos fueron inducidos a dejar de creer en el Cristianismo como el linimento de la musculatura moral de nuestra civilización. Europa se ha olvidado de Dios, perdida en los últimos tiempos tras las dos guerras mundiales que, si bien hubo heroica persecución contra el comunismo ateo y enemigo de la civilización cristiana, a la vez aceptó el nuevo paraíso terrenal del liberalismo globalista, igualmente ateo-práctico, sin confesión directa, pero arrancando a Dios de sus constituciones civiles y el ataque secular de los enemigos de Dios y de las patrias.

Europa viene sembrando ese falso igualitarismo llamado democrático, para allanar el terreno a la dictadura mundial que pretende, al fin, a través del control económico, instaurar el reino del becerro de oro, aunque más del oro que del becerro. Tratan así de arrebatar el Reinado social de Cristo por el dios Mammón de la supuesta y única bienaventuranza terrenal.

De esta ingratitud contra el Creador, que mientras más favorece al hombre, éste más se olvida de su origen divino, trascendente y sobrenatural, muy bien puede cosecharse el fruto del castigo divino a través de fenómenos catastróficos naturales (como aviso), o de guerras y de calamidades propiciadas por la misma soberbia humana.

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No es Dios el culpable de nuestras miserias. Es la criatura humana que repite aquella voz soberbia de Luzbel: «Non serviam» -en español: «No te serviré»-. En definitiva, Europa se ha alejado de Dios y Dios ha abandonado a los europeos.

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