Opinión

La Cruz a punto de ser devorada por la crucesita

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“El peor defecto de un apóstol es el miedo. El miedo incita a dudar del Maestro y estrangula el corazón y la garganta” (Cardenal Stephan Wyszynski. Diario de la cárcel).

Ante el peligro cierto en que está la imponente Cruz del Valle de los Caídos a causa del proceso de revancha iniciado por Pedro Sánchez y secundado borreguilmente por los que presumen de ser partidos del apaciguamiento y el orden, he ido hilando la siguiente reflexión:

Franco fue un personaje sobrevenido (es decir un actor secundario) en la guerra civil desencadenada por la revolución comunista. Por eso pecaron de ingenuos los que creyeron que los revanchistas iban a por el cadáver de Franco. Eso no fue más que un espejismo y un pretexto. Fue el tiro de salida para retomar la revolución truncada por la guerra. Cuando se inició la revolución comunista, el enemigo no era Franco (que andaba perdido por ahí), sino LA CRUZ; que es obviamente la segunda parte (¡ya anunciada!) de la operación de desagravio a los vencidos por Franco y por la Cruz. Y por si eso no significara nada, la cruz que se han propuesto dinamitar es la más grande del mundo.

¡Menuda victoria para esa gente! No menor que la que se han apuntado expulsando a Franco del Valle de los Caídos. Que, por cierto, la decisión de su enterramiento en el Valle fue decisión (quizá desacertada) del anterior jefe del Estado (el rey Juan Carlos). Pero he aquí que los amigos de la revolución y cuantos los han secundado, ni siquiera han tenido la inteligencia y el decoro de esperar a que se muriera para desautorizarle de esa manera tan burda y humillante. Y eso lo hicieron las Cortes en pleno (en ellas, todos los partidos políticos) más los altos tribunales de justicia del Reino. ¡Como si las leyes y costumbres funerarias las hubieran instaurado ellos! ¡Menudo lucimiento! Menos mal que la veracidad, solidez y vigencia del teorema de Pitágoras, no depende del número de los que confiesan estar de acuerdo con él.

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Pero resulta que el peor enemigo de la Cruz, su auténtica carcoma, no son los que proclaman su enemistad; no son esos, sino la fatídica crucecita (la de Hacienda, digo) de la que se sirven sus amigos para ejercer su acción filantrópica, que no es otra que la de alimentar la vida de la estructura eclesial mediante el chantaje. Sí, sí, son los amigos… Porque la verdad última es que ni los que se sirven de ella, ni la mayoría de los curas, ni los empleados de las curias, sabrían qué hacer de sus vidas si no fuésemos financiados por el Estado en virtud del maravilloso invento: un invento que antes lució el nombre de asignación tributaria; una asignación que hoy queda más discreta tras la crucecita.

Es ésta, en efecto, la que nos tiene narcotizados y alienados. Creo que ya va siendo hora de que despertemos. Resulta que en ese tinglado todo el mundo cobra no en función de los resultados, sino en función de su adicción al poder; y tanto más cobra y tantos mayores cargos ostenta, cuanto mayor es su adicción a ese mismo poder. Ahí tenemos perfectamente diseñado el amordazamiento de la comunidad eclesial por el poder civil. Con el señuelo de la nefasta crucecita nos tienen anestesiados, mientras nos amenazan con arrebatarnos la Cruz sin el menor escrúpulo. Y sin que se alce ninguna voz (bueno, alguna honrosísima excepción se ha dado), que diga esta boca es mía, y la Cruz es intocable.

La estructura eclesiástica (el que en otros países ocurra lo mismo, no hace que esto sea bueno o menos malo) vive en gran parte de la funesta crucecita, que desnaturaliza profundamente a la Iglesia, y crea una “dependencia delegada” de los curas con la jerarquía episcopal (que es el interlocutor único del poder político y el administrador delegado de éste). Una dependencia marcada por la crucecita, es decir ¡por el poder civil! Ante el cual hay que presentar una memoria anual para justificar los gastos. La Iglesia al servicio del que la mantiene (qui paga mana, que dicen por aquí). ¿Qué otra cosa podía ser?

Es la manera con que el poder tiene sujetos a los curas, a través de sus superiores inmediatos. Con una característica fundamental, y es que canónicamente, a causa de los escándalos de pederastia, a los que tantas veces se hizo la vista gorda, han visto aumentado su poder con el objetivo de subsanar por vía administrativa lo que, incluso en el ámbito civil, se hace por proceso penal, hasta llegar al absolutismo más desatado: Acusación y condena penal sin juicio. No sólo por los delicta graviora, sino por cualquier otra cosa. Ni presunción de inocencia ni mandangas. La Iglesia debe dar ejemplo de diligencia y ejemplaridad ante un mundo que exige condenas -sólo de curas, claro- sin contemplaciones.

Ni siquiera los sacerdotes tienen relación laboral con los obispados -no así los empleados laicos-, pues no hay contrato firmado, sino una comunión entre el actor y su superior jerárquico, derivada de la profesión de una misma fe, como afirmó la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid: El sacerdocio se presta por vocación, dedicación o entrega a los demás, y no a los superiores jerárquicos, que no espera recompensa o contraprestación alguna, asevera la justicia. Por ello, la retribución que perciben no es salario, sino un “medio de subsistencia”. (¡Qué espirituales se ponen los jueces cuando a alguien le conviene!). Lo que cobran los curas no es pues un salario, sino un medio de subsistencia y aunque nos paguen los obispados, podrían no hacerlo, pues no tenemos derecho a exigirlo.

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https://www.religionenlibertad.com/espana/63525/sentencia-curas-religiosos-tienen-relacion-laboral-con-obispo.html

Con una particularidad extra, y es que la organización jerárquica de la Iglesia responde a unos criterios que tuvieron pleno sentido cuando se creó y durante los muchos siglos en que funcionó el sistema; y es que la Iglesia era un servicio social universal; era uno más de los ministerios del Estado y del gobierno.

Servía a toda la población: a todos los contribuyentes, diríamos hoy. Tenía por tanto una estructura (diócesis y parroquias) que abarcaba a toda la población. Y justamente por eso, era económicamente autosuficiente: la Iglesia se autofinanciaba.

¿Pero qué pinta hoy tanta estructura y tanto escalafón y tanto acervo inmobiliario, si hay diócesis en las que los “fieles” actuales no alcanzan ni al 3% de lo que fueron hace sólo un siglo? ¡Y eso a pesar de haber crecido la población! La estructura institucional está en absoluta bancarrota: por eso es absurdísimo empeñarse en mantenerla, porque los recursos propios no dan de sí ni para pagar los impuestos. Eso sólo es sostenible gracias a la generosísima e interesadísima aportación del Estado. Gracias a la crucecita: la carcoma que va corroyendo por dentro la cruz.

Ocurre en efecto, que el sistema de dominación está maquiavélicamente sofisticado. Lo que está en boga es que el sometido al sistema impositivo, ni siquiera se entere de cómo le estruja el sistema: se le hace creer que él no paga impuestos, porque es el patrón el que hace de recaudador de los impuestos de sus trabajadores para pagárselos al Estado. Y lo hace de tal manera que como el patrón siempre le retiene de más (por indicación-imposición de Hacienda, ¡claro está!), cuando llega el momento de ajustar las cuentas con el fisco, casi siempre toca “a devolver”. Con lo cual son infinidad los ciudadanos que se creen que Hacienda está para repartir dinero.

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Pero esto es maravilloso para el poder, porque los contribuyentes al no enterarse de que pagan (¡y cuánto!), tampoco están para exigir, ni menos para afinar el voto; con lo que el poder vive beatíficamente relajado, sin sobresaltos.

Está muy bien calculado esto, porque a la gente le encanta ser mantenida (es decir, que se le den servicios gratis). Pero el poder procura que no se enteren de que manutención es, a la vez, tenerle a uno cogido de la mano -por no decir otra cosa- para que no se escape (para que no sea libre y no pueda hacer lo que quiera), y por supuesto es también mantenerlo. De lo contrario, se queda sin tener sobre quién ejercer el poder.

Y por supuesto, dentro de este plan maquiavélico en que coinciden plenamente derechas e izquierdas, está la manutención del clero por parte del poder civil mediante la fatídica crucecita: la crucecita que nos asfixia. Tanto las derechas como las izquierdas están encantadas de “mantener” a la Iglesia. Porque al no ser capaz (ni por fuerzas, ni por voluntad) de mantenerse por sí misma, no le queda otra que aceptar ser mantenida. Y eso jamás sale gratis. ¿Que el que nos mantiene decide entrar en sagrado y disponer lo que mejor le parezca? ¡Pues qué le vamos a hacer! A callarse y achantarse. ¿Que decide ponerse a predicar desde el poder y a promocionar mediante las leyes la lucha frontal contra la ley de Dios? ¡Pues a seguir callando! Y eso que el oficio de esa extensísima nómina tan mal pagada y peor dimensionada, es justamente La Palabra.

No hemos caído en la cuenta de que no hay ninguna diferencia entre mantener y ejercer el poder sobre el mantenido. O sí, pero nos damos con un canto en los dientes por tener quien nos mantenga y cargamos con las consecuencias.

La solución, encontrar los curas la manera de sacudirnos de encima la crucecita (¡qué gran limpieza en la Iglesia!) y abrazarnos a la Cruz de verdad. No consentir los fieles que sea el Estado quien les resuelva (nunca desinteresadamente) la manutención del clero, tanto el alto como el bajo. ¿O es que cree algún ingenuo que van a dinamitar la Cruz del Valle y nos van a mantener la crucecita? Una vez eliminada la Cruz, ya no les sirve para nada la crucecita, así que la eliminarán también: el poder político se deshará de los que viven de la crucecita. Y así, tal vez, seguiremos calladitos y sin molestar, pero ahora sin que al Estado le cueste nada… que el horno ya no está para más bollos.

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