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La claridad es poder

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José Javier Rueda.- En el verano de 1914, un grupo de ciudadanos ingleses, franceses y alemanes vivía plácidamente en una isla en medio del océano. Hasta allí no llegaba el cable y el barco postal británico solo recalaba cada sesenta días. A principios de septiembre, los isleños seguían hablando de un cotilleo de París, un juicio por un crimen político-pasional que se debía haber celebrado en julio, pero del que aún no tenían noticia. Cuando finalmente llegó el navío, no se enteraron del veredicto del tribunal sino de que el 28 de julio había comenzado la Primera Guerra Mundial. Durante seis extrañas semanas, unos y otros habían actuado como si fueran amigos, cuando en realidad eran enemigos. Sus compatriotas ya se estaban matando entre ellos en el campo de batalla.

Walter Lippmann narró en 1922 este episodio para explicar que la gente se informaba de forma indirecta, a través de las noticias que les llegaban. Se tendía a considerar que esas noticias eran fiel reflejo de la realidad. Por eso, el analista estadounidense equiparaba al ciudadano con el cautivo encadenado en la alegoría de la caverna de Platón, que solo podía ver las sombras del exterior que proyectaba un fuego, pero no la realidad misma.

Un siglo después, podemos estar informados de todo lo que ocurre en el mundo en tiempo real. Por primera vez, somos habitantes globales de un planeta global gracias a las omnipresentes redes sociales. Pero esta ventaja viene acompañada de inconvenientes. Hasta la revolución de las comunicaciones, la información les llegaba a los gobernantes a través de mensajes que les traían a caballo unos sirvientes después de varios días galopando por el país. Los reyes disponían de semanas o meses para pensar qué tenían que hacer o que decir. Hoy, el gobernante tiene acceso, en el mismo momento en que se produce un hecho, a una cantidad inabarcable de información y de puntos de vista. Tiene, pues, muchos datos y el relato inmediato, pero tiene muy poco tiempo para analizarlos y reflexionar sobre cuál debe ser su respuesta.

La saturación informativa es, pues, un gran obstáculo para los políticos y también lo es para los ciudadanos. Lippmann creía que el hecho de que los ciudadanos no tuvieran información exacta e imparcial constituía el «problema básico de la democracia». Hoy, lo es el exceso de datos. Vivimos en la época de la transparencia. Todas las entidades públicas y privadas se han lanzado a mostrar sus interioridades. Pero sabido es que si quieres ocultar un dato lo mejor es publicarlo, siempre que lo hagas al lado de millones de datos más. En realidad, es el exceso de información bruta, sin filtrar, la que ciega a la opinión pública. Tantos datos hacen imposible la claridad necesaria, esa que conduce a la verdad. Lo analiza el historiador israelí Yuval Noah Harari en su último libro, ‘21 lecciones para el siglo XXI’: «En un mundo inundado de información irrelevante, la claridad es poder».

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La cascada de información es tan intensa que, además, difunde con la misma facilidad los hechos ciertos que las falsedades. Así, la mentira y la propaganda, tan antiguas como la Humanidad, viven hoy una aceleración en la producción, circulación y alcance sin precedentes en la historia.

A pesar de esta confusión, la ciudadanía más politizada no se conforma y busca en la educación esa claridad necesaria para entender lo que ocurre en nuestro mundo. Pero, los centros de saber, las universidades y las escuelas, ya no están para formar a gente que piense, sino que solo instruyen para que los jóvenes puedan contribuir al sistema económico, para que sean buenos funcionarios en la democracia actual. Por eso a los estudiantes se les trata como clientes. Y no hay voluntad de mejora. El ensayista holandés Rob Riemen, director del liberal Instituto Nexus, sostiene que hoy en día las élites no están interesadas en cambiar la sociedad porque, si lo hacen, perderán su posición dominante inmediatamente.

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