Opinión

Historia criminal del PSOE (IV) El PSOE y los «fascistas»

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Como vamos viendo, el PSOE justificaba su plan de imponer su propia dictadura, de tipo soviético, en razones históricas presuntamente científicas: el mundo, y por supuesto España, entraba en una nueva etapa histórica en la que el llamado socialismo se impondría, acabando con la democracia, con el liberalismo y, desde luego, con la cultura cristiana. Sin embargo, por razones tácticas y como había señalado Wenceslao Carrillo, necesitaba aliados, por lo que no le convenía insistir demasiado en el sovietismo, y al mismo tiempo no debía hablar de democracia para no desorientar a su propia gente, por lo que el asunto debía vestirse como simple “antifascismo”. Ese lema serviría para disimular sus intenciones y atraerse a posibles aliados.

Por lo tanto, el grueso de su artillería propagandística se dirigió contra el fascismo, que, como hemos visto, podía abarcar hasta a sus recientes socios republicanos de izquierda. La CEDA era fascista, la Falange era fascista, los monárquicos eran fascistas, lo mismo los católicos en general, desde luego el centro derecha moderado de Lerroux y , en fin todo aquel que disintiera de los designios del PSOE. Lo cual se explicaba de modo presuntamente científico porque, al agravarse la lucha de clases, los enemigos del marxismo se fascistizaban inevitablemente. El peligro fascista, pintado con los más negros colores, servía entonces como eje para agrupar a otros partidos, sindicatos y sectores sociales, incluidos anarquistas, comunistas y “liberales progresistas”.

Los historiadores tipo Preston, Juliá, Viñas, Tuñón y muchos más, recuerdan constantemente alguna frase suelta como la de “los puños y las pistolas”, ocultando que fueron los socialistas quienes empezaron con los puños y las pistolas y los emplearon a fondo, mientras que los falangistas solo replicaron al verse desasistidos por el poder público. O insisten en algunas amenazas y gestos crispados de Gil-Robles y sus juventudes para sostener la tesis de un fascismo violento en la derecha. Preston incluso mutila las frases, método que emplea muy a menudo para crear impresiones falsas. Pero esas frases no marcaban una línea coherente, como las de los jefes del PSOE, y en ningún momento fueron acompañadas de asesinatos y violencias, como sí lo fueron los socialistas.Ç

Pero a pesar de todas estas distorsiones, son muy pocos los historiadores que hoy sostienen un imaginario fascismo en la CEDA. Por lo cual, los falsarios recurren a otros trucos. Por ejemplo, Marta Bizcarrondo descubre de pronto que “El problema no es si Gil Robles era fascista o no , sino si, en la coyuntura de 1933, la desconfianza de la izquierda era o no justificada”. Naturalmente, Bizcarrondo cree que sí lo era, sin pensar ni un momento en lo que podía pensarse de un PSOE metido abiertamente en la senda de la guerra civil. Santos Juliá abunda en lo mismo: “No importa ahora que la CEDA fuera o no fascista. Todo el mundo (sic), incluso Martínez Barrio, así lo creyeron, y la CEDA hizo todo lo posible por alentar esa creencia”. ¿En qué consistiría ese “todo lo posible”? ¿En series de asesinatos, huelgas salvajes y manifestaciones violentas, como el PSOE? ¿Y cómo que no era importante saber si la CEDA era o no fascista, cuando el PSOE hacía de ello el eje de su agitación? Al parecer, los crímenes socialistas se debían a una ilusión, a una ensoñación o cosa así. Este es el nivel habitual de la mayoría de los “historiadores” de la memoria histórica.

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Pero la verdad es que no solo la CEDA no era fascista, epíteto con el que se pretende justificar cualquier cosa, sino que los jefes socialistas lo sabían perfectamente. En junio de 1933, Largo Caballero señalaba a los representantes hispanoamericanos ante la Organización Internacional del Trabajo, que era prácticamente imposible el fascismo en España porque “No hay peligro de que se produzca un nacionalismo exasperado. No hay un ejército desmovilizado. No hay millones de parados que oscilen entre la revolución socialista y el ultranacionalismo. No hay nacionalismo expansivo ni militarismo. No hay líderes”. Y el principal inspirador intelectual de la cúpula socialista, el periodista Luis Araquistáin escribía en la revista useña Foreign Affairs en abril de 1934: “En España, al revés que en Alemania o Italia no existe un ejército desmovilizado, no existen cientos de miles de universitarios sin futuro, no existen millones de parados. No existe un Mussolini, ni siquiera un Hitler, no existen las ambiciones imperialistas ni los sentimientos revanchistas. ¿A partir de qué ingredientes podría obtenerse el fascismo español? No puedo imaginar la receta”.Ç

Como vemos, eran los jefes socialistas los primeros convencidos de la inexistencia de aquel supuesto peligro. Pero lo utilizaban machaconamente para soliviantar a las masas y crear el ambiente necesario para implantar su propio totalitarismo, en imitación, insistamos, del régimen de Stalin.

Hasta tal punto conocían la ausencia de ese peligro y la debilidad anímica de la CEDA y del gobierno, que cuando decidieron lanzarse finalmente a la guerra civil, en octubre, acordaron negar su responsabilidad en caso de fracasar, a fin de proteger de la represión a sus dirigentes y organismos. Y habría sido muy lógico que, aun sin ser fascista, un gobierno democrático ilegalizase a su partido, así como a los separatistas de la Esquerra. Pero estaban convencidos de que en ese aspecto no correrían peligro. Y tuvieron razón: ni ambos partidos ni sus órganos de expresión serían eficazmente reprimidos, lo que contribuiría a los desencadenamientos posteriores.

El diciembre de 1933, Largo Caballero, peroraba en el restaurante Biarritz de Madrid ante un nutrido grupo de dirigentes: “El mito de la República” había retrasado la revolución , pero “sabíamos que la república era exactamente lo mismo o peor que la monarquía”. Hizo un llamamiento al “armamento general del pueblo” aunque esto “llenase de horror a algunos, incluso a algunos socialistas”. E hizo un llamamiento asimismo a comunistas y anarquistas a participar en la tarea común. Este discurso fue difundido entre los socialistas como material de formación política.

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