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¿Hay que meter en la cárcel al tenor que se oscurezca la piel para hacer de Otelo?

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Por Alberto González Fernández de Valderrama.-Una nueva categoría de tontos se ha puesto de manifiesto recientemente con las declaraciones del primer ministro canadiense Justin Trudeau, que se ha mostrado avergonzado por haberse pintado la cara de negro en varias fiestas de disfraces a las que asistió en su juventud. Alguien descubrió esas fotos y las publicó para tratar de hundir su carrera política, consciente de que la ola antirracista que la izquierda ha extendido por el mundo como un tsunami se encargaría de crucificarle por su osadía.

Pero el primer ministro pertenece a un partido liberal que encaja perfectamente en la definición de “derechita cobarde” – fielmente representada en España por el PP y por CS- y no ha tenido agallas para defenderse diciendo que él en sus fiestas privadas se disfraza de lo que le da la gana y que no tiene por qué dar cuenta de ello a nadie. No: es tal la ola de estupidez reinante en el ambiente que ha preferido la humillación de la corrección política antes que la dignidad. Y por ello el primer ministro se ha hecho merecedor de entrar en una nueva categoría de tontos que se podría llamar “tontos internacionales”, aquellas personas de notoriedad pública que por afán de poder no tienen inconveniente en bajarse los pantalones y arrodillarse ante la progresía mundial para pedir perdón humildemente por sus supuestos errores ideológicos del pasado, de los que en su fuero interno no pueden arrepentirse, pero que les incomodan terriblemente en su carrera política y por los que les viene al pelo pedir perdón como si hubieran sido simples “pecadillos de juventud”.

Si pintarse la cara de oscuro para representar a la persona de un negro –lo que en América se conoce como “blackface”- es algo malo por ser ofensivo para los negros, yo me pregunto: ¿qué pasa con los actores de ópera que interpretan personajes de otras razas?; ¿hay que meter en la cárcel al tenor que se oscurezca la piel para hacer de Otelo, o a la actriz que se maquille con rasgos orientales para interpretar a Madame Butterfly?. Si a alguien le molesta que otro se disfrace de su raza será porque el primer racista que existe es el ofendido, que debe ver algo malo en él como para que le imiten. A mí me importa un bledo si un negro -ya sea en una fiesta privada o ante todas las cámaras de televisión del mundo- se aclara su piel para interpretar a un hombre blanco o se viste de chino mandarín y se maquilla los ojos para que parezcan oblicuos porque quiere interpretar a Fu Manchú. ¿Y qué va a pasar con los imitadores?: ¿se va a perseguir a los que pongan voz de chino pronunciando la letra erre como si fuera una ele o a los que simulen el acento mejicano para contar un chiste?; ¿se va a prohibir la venta de disfraces del lejano Oeste para que los niños no hagan el indio vistiéndose de comanches?

Ya dijo Einstein que solo conocía dos cosas que eran infinitas: el universo y la estupidez. Y alguien cuyo nombre se escapa a mi memoria le corrigió en cuanto al universo, que podría ser limitado. Pero no he oído a ningún científico negar la validez del enunciado del sabio alemán en cuanto a su segundo objeto.
Los gobiernos occidentales, todos en cascada, van cayendo poco a poco en ese pozo de idioticia que sopla desde el lado izquierdo del cerebro humano y va penetrando sin encontrar resistencia en su lado derecho. Y así veremos algún día prohibidas las películas de Tarzán o las del Oeste – ya que los indios aparecen como más crueles y atrasados que los soldados norteamericanos-, y los cómics de Tintín, los disfraces de indígenas y hasta las fiestas populares españolas de moros y cristianos, porque recuerdan de un modo doloroso a ciertos colectivos religiosos que perdieron una guerra hace quinientos años y que no pudieron imponernos sus leyes y costumbres. Y como la estupidez es infinita, según hemos aceptado como un axioma, se acabarán prohibiendo todas aquellas novelas, películas, tebeos y cualquier otra obra artística cuyos principales protagonistas o héroes sean varones, heterosexuales, de clase acomodada y de raza blanca. Solo quedarán incólumes entre estos héroes de tebeo el Pato Donald, que seguirá siendo aceptado por la corrección política por el hecho de ser un animal, y el ratón Mickey, que además de ser un animal es casi totalmente negro. A Caperucita Roja y a la Cenicienta ya las hemos visto apartadas de las bibliotecas de algunos colegios públicos, primer paso para su defenestración cultural, aunque esta vez no por motivos antirracistas sino animalistas en el primer caso y feministas en el segundo: los lobos no son tan malos como para comerse a las abuelitas y engañar a las niñas; y las mujeres pobres o arruinadas que se casan con los viudos ricos ni pueden tener dos hijas feas ni ser malas y explotadoras de sus ahijadas (aparte de que los príncipes no pueden ser guapos y felices sino que deberían ser derrocados por el pueblo si no guillotinados).

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La suerte del cuento de Blancanieves no la tengo tan clara, pues ella es protagonista de la historia y muy bella; pero eso de que unos enanos la sirvan podría ser despreciativo para el colectivo de las personas que sufren de esta discapacidad.

Pongamos, pues, en la lista de tontos internacionales a este ministro Trudeau y dejemos debajo un espacio muy amplio para otros nombres, porque lo iremos rellenando en muy poco tiempo. La lista de los tontos nacionales es de todos conocida y no la voy a publicar aquí para evitarme demandas que no daría abasto a contestar. Pero tampoco podría publicarla si quisiera porque no hay espacio suficiente para ello en este periódico digital.

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