Historia

Esto sí fue un dictador (1): Lenin, el creador del Terror Rojo

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Laureano Benítez Grande-Caballero.- Es un juego divertido: consiste en introducir en una bolsa una miríada de adjetivos con los que se puede calificar la crueldad, el salvajismo, la brutalidad, la bestialidad y la barbarie más abyecta; después, se barajan bien, y luego se aplican como epítetos a Valdimir Ilich Ulianov, alias Lenin, el personaje más sanguinario de la historia. ( (Dedicado a los que dicen que Franco fue un dictador… y advertimos que el contenido de esta serie de artículos sobre el demente genocida puede herir la sensibilidad de los lectores).

El triunfo comunista en la Rusia de 1917 fue perpetrado por una banda de golpistas judeomasones, capitaneada por el ínclito demente, genocida de las estepas, terror de las taigas, empalador de proletarios, Leviatán rojo surgido de las cavernas del Tártaro, Rasputín de los infiernos, cuya mirada reptiliana embaucó a aborregadas multitudes, a las que, en vez de conducirlas mesiánicamente hacia la Tierra Prometida de las famélicas legiones, guió inmisericorde hacia la desolación siberiana, hacia lóbregas ckecas, hacia los gulags del horror, hacia apocalípticas guerras y hambrunas, cuyo conjunto ―rematado después por el monstruoso Stalin― constituye el holocausto más pérfido de la historia.
Resulta sumamente curioso que, mientras la ominosa figura del salvaje dictador Stalin está ya más que amortizada, pues es un hecho cada vez más conocido por todo el mundo la horrible carnicería que perpetró ―entre 20 y 40 millones de víctimas―, el mortífago mongol, el que inauguró y justificó argumentalmente la hecatombe represora del comunismo, sigue gozando de un reconocimiento cuasi-religioso, hasta el punto de que su momia en el mausoleo de la plaza roja de Moscú sigue gozando de amplio reconocimiento.

Sin embargo, cada vez es más imparable la corriente historiográfica que destapa las vergüenzas del asesino bolchevique, que patentó la hecatombe humanitaria que pasó a la historiografía bajo el nombre de «Terror Rojo», que tuvo lugar entre 1918 y 1922, y donde el color púrpura revolucionario se lo proporcionaba ―además de sangre vertida a torrentes― la estrella roja de cinco puntas, curiosa y sospechosamente parecida al «escudo rojo» que traduce el nombre «Rotschild».

En efecto, después de los dos alevosos golpes de estado perpetrados por la minoritaria facción bolchevique capitaneada por el destripador calvo, en la segunda mitad del año 1918 se desencadenó una horrible persecución que sembró Rusia de cadáveres.

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En la praxis revolucionaria bolchevique, se justificaba que el Terror Rojo era imprescindible para eliminar a las «clases dirigentes», y a los contrarrevolucionarios, a los que acusaban de implantar el «Terror Blanco». Sin embargo, en la ideología bolchevique el terror es un instrumento revolucionario
indispensable en la implantación de la dictadura del proletariado, a la cual es intrínseco. Ya el mismo Marx afirmaba que «Sólo hay una manera de acortar y facilitar las convulsiones de la vieja sociedad y los sangrientos dolores de parto del nuevo: el terror revolucionario».

Ya desde un comienzo Kámenev y sus seguidores advirtieron a los bolcheviques que el terror sería necesario para gobernar después de la toma golpista del poder por el luciferino genocida, y su rechazo a la democracia, pues, siendo una minoría, estuvieron obligados a implementar el terror para acallar los críticos, y para dominar totalmente a un pueblo que no podían controlar por otros medios.

En septiembre de 1918, cuando empezó a desencadenarse el terror, el líder Grigori Zinoviev afirmaba que «Para superar a nuestros enemigos, debemos tener nuestro militarismo socialista propio. Tenemos que llevar con nosotros 90 de los 100 millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto al resto, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados».

En esta misma línea, el carnicero amongolado escribía a Fiodorov el 8 de agosto para convencerle de la inexcusable necesidad del terror de masas para «construir el orden revolucionario». Sirviéndose como excusa del intento de asesinato contra él perpetrado el 30 agosto de 1918, dictó: «Es necesario, secretamente y urgentemente preparar el terror».

Nada más triunfar el segundo golpe, se modificó el Código Penal, con la finalidad de introducir la figura del «enemigo del pueblo», es decir: «todos los individuos sospechosos de sabotaje, especulación, oportunismo…» que podrían ser detenidos inmediatamente y puestos a disposición de la nueva Policía política, no de los jueces.

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El Partido Constitucional Demócrata (KD) fue ilegalizado en diciembre y arrestados sus principales dirigentes. Sin embargo, la principal fuerza política en Rusia seguían siendo los Socialistas Revolucionarios (SR), los cuales se oponían se oponían a los brutales métodos de control social que pretendía imponer el mortífero.

Claro está que la Guardia Roja no tardó en detener a los principales dirigentes del SR, bajo la irónica acusación de ser enemigos del pueblo, cuando eran los que más apoyo popular tenían entre los trabajadores.

La campaña terrorista se inauguró oficialmente como represalia por el asesinato del líder de la checa de Petrogrado, Moisés Uritski, tras el cual fueron ejecutados inmediatamente 500 «representantes de las clases derrocadas».

El 3 septiembre de 1918 se publicó en «Izvestia» el primer anuncio oficial del terror rojo, titulado «llamamiento a la clase obrera»: «Aplastad la hidra de la contrarrevolución con el terror masivo. Cualquiera que se atreva a difundir el rumor más leve contra el régimen soviético será detenido de inmediato y enviado a un campo de concentración». A esta proclama siguió, el 5 septiembre, el Decreto Acerca del Terror Rojo, publicado por la Checa.

En los primeros meses hubo entre 10.000 y 15.000 víctimas ―el triple de las ejecuciones cometidas por el zarismo en el último siglo―, a lo que hay que añadir, según el comunista húngaro Bela Kun, la ejecución ―con la aprobación del destripador― de 50.000 prisioneros de guerra «blancos» a finales de 1920.

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Como consecuencia de la guerra civil y la implacable política represora, en 1922 se construían los primeros campos de concentración, que muy pronto albergaron una cifra cercana al millón de presos. Habían nacido los terribles «gulags».

Pero el Terror no había hecho más que empezar…

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