Hispanoamérica

(VIDEO DE MARADONA) El histerismo por la muerte de Maradona retrata el fracaso de una nación que causa asco y vergüenza

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Recua de acémilas lloriqueando por la muerte de un politoxicómano. Argentina.
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BD/AD.- La muerte de Maradona confirma el diagnóstico: abandonen toda esperanza, Argentina no tiene remedio. El fanatismo y la estupidez, ambas cosas infinitas en Argentina, han vuelto a ir de la mano estos días en un país gobernado por la banda de Cristina Kirchner. Argentina pasa hambre y los argentinos lloran desconsolados por la muerte de quien dilapidó centenares de millones de pesos en toda la gama de vicios conocida. El paroxismo fanático del pueblo argentino lo sintetizó un alto dirigente del país: «Tenemos que aprender a vivir en un mundo sin Maradona». Si Maradona se ha hecho imprescindible en el mundo de los argentinos, entonces los argentinos merecen ser considerados el escalón más bajo de la evolución humana. Porque el mundo de Maradona no debería existir en la vida de cualquier argentino con apego a la decencia y al más estricto sentido de la dignidad humana. Ni todos sus goles ni gambeteos; ni todos los honores concedidos por la corrompida casta bolivariana, incluido el papa Francisco, nos pueden hacer olvidar al personaje misógino, maltratador, borracho y falopero, entre un incontable número de vicios.

Viendo el histerismo colectivo por la muerte de un futbolista, se comprende la calamitosa situación imperante en la Argentina. Conviene ante todo llamar a las cosas por su nombre y renunciar, en aras de una mejor comprensión de la cuestión, a esos eufemismos (piadosos o no) tan caros, por cierto, a una sociedad que ha hecho del culto a las apariencias una de sus más destacables señas de identidad.

La Argentina no está pasando por una crisis, esta es una valoración compasiva e inexacta. No es indispensable recurrir al diccionario para comprobar que el término no se ajusta a la realidad y se encuentra superado por los acontecimientos. La crisis no es un estado indefinido, permanente, duradero. Es un agravamiento de una enfermedad, una recaída en un proceso de recuperación, un percance, más o menos grave, prontamente superado. Lo que define una crisis es su carácter temporal, transitorio, limitado: un paréntesis regresivo antes del restablecimiento o la fase final del acabóse.

El estado de crisis prolongada, crónica, que viene padeciendo la Argentina desde hace décadas ha desembocado en lo que hay que nombrar sin tapujos: en el fracaso de una nación. La Argentina no está simplemente enferma, está moribunda, postrada en un estado agónico que no es únicamente la expresión descarnada de un descalabro económico y político sin precedentes, sino la etapa final de un largo proceso de degradación social, moral, cultural, que ha venido socavando las endebles estructuras de un país construido sobre la arena, y que ha conducido a la quiebra de un Estado incapaz ya de garantizar lo elemental a sus ciudadanos.

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Como proyecto político la Argentina ha fracasado y urge una refundación del país sobre bases más acordes a sus verdaderas posibilidades, y sobre todo sobre los cimientos de una cultura de moralidad y eficiencia, cosas absolutamente desconocidas para una clase política argentina que es el reflejo de los profundos vicios sociales y el hundimiento moral de toda una nación.

El desorden, la indisciplina, la insolidaridad, el patrioterismo bananero, la corrupción generalizada, el saqueo inmisericorde y el despilfarro de los recursos nacionales por parte de unas clases dirigentes y unos grupos económicos ineptos y desalmados han llevado el país al caos y a la ruina.

Alguien dijo alguna vez que había cuatro clases de países: los desarrollados, los que están en vías de desarrollo, Japón (país sin recursos naturales que es una potencia económica mundial) y Argentina (país que tiene de todo en profusión y es un país atrasado).

La sociedad argentina ha logrado lo más difícil: pasar hambre en un país de abundancia (ver los índices de malnutrición, propios de un país africano). En la Argentina el hambre no es el fruto de la carencia o la escasez (es un primerísimo exportador de cereales y carnes), sino de la profunda incuria de las clases dirigentes y de su incapacidad fundamental para construir un Estado organizado, coherente y moderno.

En estos graves momentos resuena, con un severo eco, el perentorio consejo (ya casi octogenario, pero más vigente que nunca) de Ortega y Gasset: “¡Argentinos, a las cosas!”.

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