Religión

El Cardenal Omella, chamuscado y en la cuerda floja

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El Papa saluda a Juan José Omella en Roma, en 2014.
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Manuel Ángel Patiño.- Aunque parezca mentira, el Vaticano es uno de los Estados de la ONU, es decir del mundo, en que la vulneración de los derechos humanos es más escandalosa. Nada que decir sobre sus altísimas murallas de hormigón (consideradas inmorales en EE UU, en Ceuta y en Melilla) para impedir la inmigración ilegal. Entre las más graves violaciones de los derechos humanos en el Estado Vaticano, la inseguridad jurídica de los acogidos a su singular “sistema judicial” es lo más chirriante. Por eso, en el momento en que un eclesiástico recurre a la justicia de su país en impugnación de una sentencia del Tribunal vaticano, tiemblan los cimientos de ese Estado tan endeble, que en materia jurídico-judicial lo tiene todo atado con debilísimos hilos: tremendamente infectados.

La jerarquía eclesiástica viene cometiendo tantos delitos de negligencia en el más tenue de los casos, y de encubrimiento y complicidad en los más graves; viene cometiendo la jerarquía tal cantidad de delitos, y de tal monstruosidad, que ahora entre la necesidad de salvar su honor y la mala conciencia, anda atareadísima en busca de chivos expiatorios de ese tremendo aquelarre en que está metida desde hace ya algunos decenios. Y como aparte de la debilidad humana, ahí ha intervenido la diligente mafia rosa para poner en marcha sistemas tremendamente proactivos de chantaje y de hermanamiento en el delito, eso ha dado como resultado que la inmensa mayoría de los implicados en los grandes escándalos que han sacudido a la Iglesia son intocables (incluyamos al más significado de todos, McCarrick, que secularizado y todo sigue estando blindado por el lobby no sólo mediática, sino también económicamente). Están protegidos por esa mafia, cuyo máximo centro operativo está en el Vaticano. Y ocurre que al ser ésa la situación de partida, el sistema “jurídico” vaticano anda desesperado en busca de chivos expiatorios que no estén amparados por la mafia, para darles carnaza a los que le piden a la Iglesia que castigue con la máxima severidad a los culpables de esos desmanes. En eso el Papa Francisco ha sacado pecho y ha metido la pata repetidamente. Pero ahí está su amigo el cardenal Omella, que ha decidido echarle una mano: ¿al cuello?

Y del mismo modo que en su día Soler Perdigó fue elogiado y premiado por la enorme habilidad que desplegó toreando a las familias de las víctimas de abusos a manos de los diáconos de su parroquia (S. Pío X), y Sistach reinó felizmente en la diócesis gracias a su connivencia con el poder político, hoy en cambio merecen el más encendido elogio los que le proporcionan a la Iglesia las víctimas indispensables para saciar la “sed de justicia” de los medios; pero eso sí, sin incomodar en absoluto al lobby.

Y es ahí donde hemos llegado. Soler Perdigó y Sistach se acomodaron a la meritocracia del momento, sustentada en la ocultación y la complicidad. Pero los tiempos cambian y no hay que abandonar por nada el cursus honorum. Como hoy la meritocracia está en la aportación de chivos expiatorios, ahí está el héroe Omella haciéndose un hueco a base de codazos y metiéndose en asuntos que ni siquiera pertenecen a su jurisdicción, para presentarse ante el Vaticano (ante el cardenal Stella) como campeón de la voluntad de regeneración de la Iglesia: aportando alguna que otra víctima a fin de hacer un poco más creíble esa voluntad de regeneración que pregona la Iglesia. En vano, porque siendo los casos más escandalosos y los mayormente instalados en el abuso, los más protegidos por el lobby, ya sólo les queda el pobre despistado que pasaba por ahí y sin padrino que le ampare.

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Así es como Omella, que no da puntada sin hilo, ha robado todo el protagonismo en la secularización de un sacerdote que no es de su diócesis, claro, a partir de una acusación además de no fundada, prescrita; más que nada para meterles el dedo en el ojo a los obispos respectivos (son dos) y así hacer sentir su fuerza en la Conferencia Episcopal Española. Es acusado el sacerdote (sí pero no, porque las acusaciones no existen: ni falta que hace, que para eso el tribunal es vaticano) de haberle hecho un hijo a una señora (cosa que la señora niega, aportando las respectivas pruebas de paternidad) y de haberse propasado con un diácono que, ¡oh sorpresa!, recibió una indemnización espléndida del obispado, por indicación de Roma; y obviamente no fue por este caso. Y tampoco es casualidad que Omella capitanease el proceso de expulsión-jubilación del obispo que se atrevió a prodigarse en semejante indemnización. Efectivamente, Omella no está en este caso por casualidad: se metió en él de hoz y coz porque le molaba mogollón.

Un segundo efecto, demoledor, de este gran servicio que ha prestado el cardenal Omella a la Iglesia, es que ha quedado hecho y con un éxito extraordinario, el ensayo del que se habla cada vez más en las filas del anticlericalismo radical: basta que cada militante de esos partidos denuncie a un cura, para acabar en muy pocos meses con todos los curas. La Iglesia está tan asustada, que ante cualquier denuncia actúa como en las denuncias por violencia de género. De entrada, y antes de incoar siquiera cualquier procedimiento judicial, se trata al denunciado como si fuese culpable (Omella ni siquiera le entregó al cura el escrito de condena), para asegurarse el aplauso social: luego ya se verá cómo evolucionan las cosas. Y sí, gracias a la inestimable colaboración del cardenal Omella, la experiencia ha sido un tremendo éxito. Como es tan exagerado el número de Omellas situados en las más altas instancias eclesiásticas, el día que uno de esos partidos tome la decisión de ir a la yugular de la Iglesia, les bastará desencadenar el efecto Omella mediante una batería de denuncias del mismo género de las que ahora han puesto en tela de juicio el decoro jurídico y judicial del Estado del Vaticano, de cuyo Tribunal Supremo es altísimo magistrado nada menos que el cardenal Omella.

Claro que a ningún Estado le gusta que el poder judicial de otro Estado meta las narices en su sistema judicial. Y mucho menos al Estado Vaticano. Pero he aquí que su actuación ha sido tan chapucera, que de momento se ha interpuesto una querella criminal contra el cardenal Omella. Y al haber apreciado la jueza indicios de delito, le ha imputado y le ha citado a declarar obviamente. Y para dilucidar si Omella ha actuado con la complicidad de alguna más alta jerarquía vaticana, se ha cursado suplicatorio al Tribunal Supremo del Vaticano, para que ratifique si se ha procedido como es exigible en derecho en cualquier Estado de Derecho. La chapuza es tal, que todo ese “acto jurídico” está viciado de nulidad de principio a fin.

Y como la culminación del procedimiento es la estampación de la firma del Papa (el juez supremo), en la sentencia de reducción al estado laical, parece que será inevitable requerir al mismo Papa para que dé cuenta del uso que de su firma ha hecho él mismo, o “se” ha hecho (y en el “se” están entrelazados inextricablemente Omella y Stella) para perpetrar semejante chapuza jurídica además del atropello a que da lugar.

Efectivamente, si Omella no se constituye en cortafuegos de ese incendio, es inevitable que el fuego chamusque al Papa; o peor aún, que lo churrasque: que la justicia es de una terquedad demoledora. Como en el procedimiento seguido por Omella no se ha hecho llegar el documento papal al acusado (es el estilo), aún le queda a Omella la escapatoria de decir que tal documento no existe, que todo ha sido un malentendido y que aquí no ha pasado nada. Pero de momento, la justicia española ha metido sus finas narices en la suprema justicia vaticana, gracias a la inestimable colaboración del cardenal Omella. No es nada probable que el Papa se deje churruscar por su gran amigo Omella.

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