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Defender nuestros valores

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Raúl González Zorrilla (*) .- El siglo XXI comenzó realmente el día 11 de septiembre de 2001. Aquella jornada aciaga de hace 18 años que no se nos olvidará jamás a quienes defendemos las sociedades libres, la libertad de pensamiento, la tolerancia religiosa y los valores que han sido durante siglos el faro de Occidente, el terrorismo islamista asesinó a casi 3.000 personas en Nueva York y Washington, destruyó el World Trade Center de la que, a pesar de muchos, aún sigue siendo la auténtica capital del mundo, y nos colocó, de repente, ante la constatación cierta de que las hordas bárbaras, utilizando recursos ingentes liberados por las nuevas tecnologías y la globalización económica, se habían marcado como objetivo atacar a las sociedades occidentales en sus principales centros de decisión política, social, económica y cultural.

Desde el primer momento, cuando todavía los dos colosos de acero se mantenían en pie en las pantallas de nuestros televisores, entendimos que aquella era una embestida cruel, cargada de simbolismo y rebosante de aborrecimiento contra nuestra civilización. La elección de las Torres Gemelas como objetivo no fue, obviamente, algo azaroso: aquellos edificios, como tantos otros en otras muchas capitales de Europa o de Estados Unidos, representaban excepcionalmente las ilusiones de Occidente, nuestras querencias más íntimas, nuestros sueños más ocultos, la evidencia de nuestra grandeza y las dimensiones abismales de nuestra debilidad. Que el atentado más brutal tuviera lugar, además, en Nueva York suponía una declaración formal de guerra contra todo lo que representa esa ciudad sobrecargada, extremadamente vital, bulliciosa y extrañamente melancólica para quienes apreciamos, entre otras muchas cosas, la libertad, el mestizaje bajo nuestras leyes, los hot-dogs, el MOMA, Gran Central Terminal, Lexington Avenue o las mejores librerías del mundo.

Es un hecho que los clérigos fanáticos y los musulmanes integristas que diseñaron los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, no solamente querían conseguir miles de víctimas en la primera potencia mundial y en la nación abanderada de la democracia liberal, el capitalismo y el progreso. Además de extender la muerte y el dolor, deseaban también y, quizás, sobre todo, quebrantar la libertad, romper la tolerancia, humillar a los infieles y profanar las normas básicas de convivencia que definen a Occidente y que los islamistas no pueden soportar, como no pueden tolerar la independencia de una mujer paseando sola por cualquier avenida de París, Londres o Bruselas, la secularización enriquecedora de nuestras instituciones, la creatividad de nuestros artistas o los derechos individuales de nuestros ciudadanos.

Nos encontramos a las puertas de una gran guerra de civilizaciones, y, por ello, tras el 11-S y después de tantos ataques como luego habrían de llegar en Madrid, Londres, París, Bruselas, Túnez, Barcelona, Berlín y tantos otros lugares, Occidente debía haber comprendido que es necesario prepararse, que debemos entrenarnos con firmeza para defender todo aquello que nos hace ser mejores y que, actualmente, y a pesar de todo, convierte a nuestros países en los más prósperos, en los más libres, en los más equitativos y en los más avanzados del planeta.

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Occidente no está (todavía) preparado para la guerra contra el islamismo, pero quizás debería estarlo, porque desde aquel 11 de septiembre de 2001 todos tenemos que ser conscientes de que debemos estar listos para defender nuestra forma de vida (¿cuándo olvidamos esta expresión?) de esta chusma bárbara que ha llegado con el advenimiento del siglo XXI y que, aunque está encabezada por el islamismo fundamentalista, también está formada por un ingente colectivo de fuerzas locales, generalmente de inspiración comunista y nacionalista, y siempre marcadamente totalitarias, que cabalgando sobre la ola globalizadora, y aprovechándose obscenamente de las ventajas que ésta produce, tratan de expandirse a lo largo y ancho del planeta.

Dieciocho años después del 11-S, urge aprender que nuestra lucha por la libertad habrá de ser para siempre, aunque el ocaso del deber, la renuncia al esfuerzo y la negativa a perseverar en el resguardo de los mejores valores de la civilidad moderna se han extendido preocupantemente entre los hombres y mujeres del viejo continente.

El escritor italiano Pietro Citati, autor de “Luz de la Noche”, ha descrito perfectamente esta situación: “El mundo europeo del siglo XXI es irreal, teatral, fantasioso, televisivo, espectacular. Ningún occidental sabe ya usar la fuerza. Y cuando recurre a ella, la usa de forma inexperta, torpe, excesiva, o acompañada de tanta cautela, tanto miramiento, tanta excusa y tanta precaución que se vuelve totalmente ineficaz y perjudicial. (…) Para una democracia, defenderse del terrorismo elevado a sistema es muy difícil, casi imposible. (…) Tendremos que renunciar a numerosos placeres: pequeñas libertades, garantías jurídicas, riquezas, ayudas. Durante muchos años, todo estará en peligro. A veces existe la impresión de que muchos no están dispuestos a hacer esos sacrificios y que, para ello, la civilización occidental puede hundirse sin nostalgias. (…) Parece que la paciencia, el valor y la capacidad de aguante se han desvanecido. Mejor conservar la vida, al precio que sea”.

Imposible decirlo con mayor claridad y con más rotundidad. Tiempo después de que un puñado de suicidas islamistas, con el apoyo de una importante caterva de clérigos y multimillonarios musulmanes, destruyeran el World Trade Center, apenas hemos avanzado nada en cuanto a la comprensión del tamaño de la amenaza que se nos avecina. Padecemos una absoluta falta de recursos éticos para convencer y para convencernos de que, efectivamente, nuestras sociedades democráticas son muy superiores, desde un punto de vista moral, político, social y cultural, a cualesquiera otras sociedades del planeta. Aún hoy, cuando día tras día observamos cómo la sinrazón, el odio y la barbarie son profusamente jaleados en distintas partes del mundo, y siempre contra Occidente, somos incapaces de entender que los elevados niveles de convivencia y tolerancia que hemos alcanzado en nuestras ciudades están en peligro porque, amparándose en la mundialización de la economía y de la cultura, todos los totalitarismos, y especialmente los islamistas, están atracando en las costas de Europa y Estados Unidos.

Y lo están haciendo gracias a una lacia mezcolanza ideológica, a un batiburrillo de eslóganes pseudoéticos y a una caótica mixtura de bienpensantes pancartas políticas que, al final, se han fusionado en una de las creencias más absurdas y erróneas, pero también más repetida, del espíritu occidental actual: el precepto de que “todas las ideas son igualmente válidas”. Este certificado de dogmática igualdad que el pensamiento débil occidental otorga a la totalidad de los juicios de valor ha abierto una puerta fatal a la infantilización intelectual de nuestras sociedades, al quebranto del proyecto humanista occidental y a un “todo vale” global que, especialmente en España, ha alcanzado niveles de ruindad y demérito difícilmente superables.

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Pretender una paridad radical de todas las ideas en un magma multicultural siempre candente, presumir la nobleza de todas las creencias y admitir como iguales todas las religiones, por ejemplo, no solamente supone voltear la gradación de los valores intelectuales, espirituales, éticos y estéticos heredados de la modernidad sino que significa también proporcionar una carta de legitimidad absoluta a quienes, como los fanáticos islamistas o los neocomunistas en Europa o en Estados Unidos, producen, alimentan y propagan proyectos de exterminio, de eliminación, de racismo, de discriminación o de aniquilación, y, además, implica que quienes defienden estas opiniones tienen tanto derecho a ser respetados como quienes desarrollan e impulsan criterios no atentatorios contra el resto de la humanidad. El relativismo ideológico y cultural y la corrección política se han convertido para Occidente en cánceres demoledores que permiten otorgar a las voces de los bárbaros, los crueles, los fanáticos y los irracionales la misma validez moral que a los mejores y más elevados discursos y planteamientos.

Nos encontramos al límite de nuestras posibilidades de supervivencia y Occidente no puede seguir siendo el saco de los golpes de todos los totalitarismos que campean por el globo, que son muchos.

Debemos comenzar a ser conscientes de nuestra grandeza, de nuestra historia, de todo lo que hemos conseguido a lo largo de los siglos. Debemos ser conscientes de que el futuro solamente existirá para nosotros si somos capaces de recordar detalladamente nuestro pasado y defender nuestro presente tal y como nosotros lo queremos, y no como nos lo quieren imponer. En palabras, nuevamente, de Pietro Citati: “La civilización occidental es culpable de muchas cosas, como cualquier civilización humana. Ha violado y destruido continentes y religiones. Pero posee un don que no conoce ninguna otra civilización: el de acoger, desde hace 2.500 años -desde que los orfebres griegos trabajaban para los escitas-, todas las tradiciones, los mitos, las religiones y a casi todos los seres humanos. Los comprende o intenta comprenderlos, aprende de ellos, les enseña, y después, con gran lentitud, modela una nueva creación que es tan occidental como oriental. ¡Cuántas palabras hemos asimilado! ¡Cuántas imágenes hemos admirado! ¡Cuántas personas han adquirido la ciudadanía “romana”! Éste es un don tan grande e incalculable que tal vez valga la pena sacrificarse, pro aris et focis, a cambio del derecho de pasear y ejercer la imaginación ante la catedral de Chartres, en el gran prado de la universidad de Cambridge o entre las columnas salomónicas del palacio real de Granada”.

(*) Director de La Tribuna del País Vasco

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