Cartas del Director

Cuando los pueblos dan la espalda a Dios y abrazan los ideales materiales que los destruyen

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El Paseo del Prado, vacío de coches y de gente el miércoles por la mañana
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De entrada, si estamos en esta situación de caos y emergencia sanitaria, obviada la negligencia del Gobierno, es por y no a pesar de la ciencia. España y toda Europa yacen indefensas ante la propagación de un virus del que poco o nada sabemos. Lo inunda todo el patetismo indeleble al terror de un pueblo sin alma que se aferra a la vida porque carece del ideal trascendente de nuestros mayores, los que forjaron un imperio desde la nada. Es sobrecogedor que el coronavirus esté atacando sobre todo a países contaminados durante años por patologías sociales tan mortíferas como el aborto. Tiene su aquel que el kilómetro cero de la propagación del virus haya tenido que ser un aquelarre feminista. O España recupera su identidad cristiana o sucumbirá despedazada por el globalismo vírico. Un pueblo aterido se confina en sus casas para burlar al destino. Los objetivos vitales de la población se han reducido a vaciar las estanterías de los supermercados, de forma atropellada y grotesca. Que al menos tantas horas ociosas sirvan para que meditemos acerca de la “cultura de la nada”, de la libertad sin límite y sin contenido, del escepticismo ensalzado como conquista intelectual. Esta cultura de la nada no esta en condiciones de resistir el asalto de una pandemia. Solo el redescubrimiento del acontecimiento cristiano, como única salvación para el hombre y, por consiguiente solo una decisiva resurrección del alma antigua de Europa, podrá ofrecer una solución diversa a esta confrontación inevitable entre la humanidad y los que quieren reducirla a escombros.

Por mucho que la ingeniería social haya hecho su trabajo de una forma contumaz y efectiva, me resisto sin embargo a creer que este pueblo español indolente, cobarde y debilitado sea el mismo que expulsó a los sarracenos, que conquistó el Nuevo Mundo, que puso freno al expansionismo napoleónico y que derrotó al marxismo. ¿Qué nutriente sería necesario para revitalizar a este enfermo que, sin embargo, gozó hasta no hace mucho de una excelente salud de hierro?

No es el pueblo el que ha cambiado, pero sí ha cambiado una gran parte de las generaciones subsiguientes a la Transición.

El “alma” de la nación ha sido atacada y la ha debilitado. El ataque ha sido a sus tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad. A la memoria histórica auténtica mediante la memoria falsa; al entendimiento, despreciando los valores innegociables y a la voluntad, con el desamor a la herencia recibida. De esta forma, unas generaciones, que no es lo mismo que un pueblo, pueden cambiar de conducta, tal y como está sucediendo en la España de hoy. A la viga de hierro, que permanece firme, la convierte en masa, que es moldeable. Si el cuerpo del hombre se convierte en cadáver y se pudre cuando cesa el soplo de vida, la nación, privada del suyo, deja de serlo, y económica, cultural y políticamente se reduce a zona de riesgo.

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El nutriente revitalizador, el resurgimiento, no pude ser otro que el de reencontrar sus raíces cristianas y cumplir con su misión histórica.

No es lo mismo estar juntos, que estar unidos. Juntas están las maletas sobre la baca del coche, y sujetadas por el pulpo. Si el pulpo se quita o se rompe, las maletas, al moverse el coche, se caen al suelo. Lo mismo sucede con respecto a la nación cuando la diversidad y el pluralismo, estimulan su fraccionamiento y no hay baca ni pulpo político que lo impida.

Por el contrario, cuando la diversidad y el pluralismo son fruto de la unidad íntima de la nación manifestada durante siglos, con su fuerza creadora, la diversidad y pluralismo se complementan, y enriquecen.

Vemos que en España, la diversidad se interpreta como la privación al hermano de cualquier derecho. Algunas comunidades autónomas aprueban protocolos de actuación que colisionan con la de al lado. No hay una estrategia sanitaria común. Se quiere criminalizar a los madrileños porque muchos de ellos están haciendo uso de su segunda vivienda en otras zonas de España. Como si España ya hubiera dejado de ser la patria común, la casa común donde ninguno de sus hijos es forastero. No es solo el miedo lo que nos hace actuar tan cobarde y miserablemente. Es la falta de pertrechos morales que blinden nuestra raquítica existencia humana. No es una pandemia el principal problema que tienen hoy España y Europa. Es un problema espiritual. Es la apostasía en masa de los ciudadanos europeos. Ahora, debido a esa apostasía, tenemos una Unión Europea que no es más que un instrumento para extender el Nuevo Orden Mundial.

Si seguimos buscando la verdad en los científicos y en los políticos chamanes, entonces la respuesta no debería ser otra que hacer acopio de papel higiénico a la espera de la próxima pandemia. La verdad se halla en los valores innegociables, que son a modo de roca viva sobre la que se apoya el edificio, es decir el Sistema. Dichos valores son básicos, inamovibles. Si el edificio se construye sobre la arena de las opiniones, el primer temblor de tierra, o un viento huracanado, derribará el edificio, convirtiéndolo en un montón de escombros.

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La esperanza está en el Cristianismo, que ha sido el instrumento eficacísimo de la civilización occidental contra todos los que antes también quisieron convertir nuestras patrias en un gigantesco campo moral de ruinas.

Solas, borrachas y con coronavirus llegarán todas a una casa sin padre ni madre, a oscuras, habiendo abortado varias veces y sin esperanza. Este es el mundo que ataca el coronavirus.

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