Opinión

Católicos y fariseos

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Soy católico…y pecador. Parece una contradicción, pero es así. Salvo que uno sea un Santo, o tenga vocación de serlo, los cristianos corrientes estamos en el mundo, sujetos a todas las tentaciones que imperan en la decadente civilización occidental.

A veces nos resistimos –quien evita la tentación evita el pecado-, pero otras caemos. Es ley de vida.

Pero si hay algo que realmente me molesta son las personas que van haciendo gala de su condición de católicos, de creyentes, de sus “elevados” principios religiosos. Mi experiencia es, pasada ya la barrera del medio siglo, que es verdad el viejo refrán de “dime de que presumes y te diré de que careces”. Normalmente la persona que actúa guiada por sus principios religiosos, no suele hacer ostentación de ellos. Le basta con acomodar su comportamiento a los dictados de su conciencia.

Aquellos que presumen de religiosos suelen ser o bien hipócritas, que en su vida ordinaria hacen justamente lo contrario de lo que predican en público, o individuos que buscan el apoyo de la Iglesia en sus actividades profesionales, empresariales, búsqueda de empleo, etc., sin darse cuenta de que la Iglesia, como cualquier institución, sólo se apoya a sí misma.

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Yo me eduqué con mis padres, que son quienes tienen que educar a los hijos, pero recibí formación en los Seminarios –ya colegios diocesanos- de Barbastro y Huesca, y de los dos guardo un gratísimo recuerdo. La receta de su enseñanza era muy simple: misa diaria, una hora de latín, austeridad espartana, comida escasa, frío, disciplina férrea…, las claves para triunfar en la vida. (Si yo no he triunfado es problema mío y, posiblemente, de mi carácter y afición a no tolerar injusticias, vengan de donde vengan).

Quiero decir, por tanto, que soy católico, practicante, y, repito, también pecador. Y que nunca he hecho ostentación de ello, de la misma forma que me molesta quienes sí lo hacen, pues entiendo que la mayoría de ellos son hipócritas, sepulcros blanqueados, que diría el Evangelio.

No se trata sólo de cumplir con los preceptos religiosos, asistir a misa los domingos, preferible a misa de doce, para que te vea bien todo el mundo, y luego al inevitable vermut, confesarse de vez en cuando, murmurar de los demás –afición que para algunos meapilas es una verdadera vocación-, ¿y el prójimo?

Pues el prójimo que se joda. A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. En resumen, la insolidaridad total y absoluta. Como mucho asistir a alguna cena de beneficencia para recaudar fondos, tras cenar opíparamente, con el sobrante del menú pagado a precio de oro. Y, eso sí, con mucho fariseísmo por medio, que nos vea bien todo el mundo.

También podemos optar por dar dinero a alguna ONG, en la casi total seguridad de que seremos timados por sus directivos, ya que hay una total falta de transparencia en el sector, por no hablar de auditorías. Pero queda muy bien decir que hemos apadrinado a un niño en la India…, aunque luego envíen la foto del mismo niño a numerosos padrinos, perdón, quiero decir primos. (Mientras tanto, “pasamos” olímpicamente del vecino que está en el paro, desde hace años, o de los ancianos a quienes nadie recuerda ni visita).

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Creo en Dios, y en la Iglesia –con sus imperfecciones-, pero también en el prójimo, en ayudar a todo el mundo a quien pueda serle útil, y en actuar con honestidad con los demás. Aunque haya quien piense lo contrario.

En resumen, que muchos católicos en realidad lo que son es fariseos, pues se atienen a las normas pero no van al fondo de las cosas: no practican la caridad ni ayudan al prójimo, y no será porque en esta aciaga época no haya muchas personas con peor suerte que la nuestra.

Al fin y al cabo, seremos juzgados por nuestras buenas –y malas- acciones, no por la opinión de los meapilas, hipócritas y fariseos, miembros de grupos sectarios, de poder, pseudoreligiosos, que tanto abundan en España.

Abogado y escritor.

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