Hispanoamérica

Argentina, el fracaso de una nación

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B.D (R).- Con respecto de la calamitosa situación imperante en la Argentina, conviene ante todo llamar a las cosas por su nombre y renunciar, en aras de una mejor comprensión de la cuestión, a esos eufemismos (piadosos o no) tan caros, por cierto, a una sociedad que ha hecho del culto a las apariencias una de sus más destacables señas de identidad.

La Argentina no está pasando por una crisis, esta es una valoración compasiva e inexacta. No es indispensable recurrir al diccionario para comprobar que el término no se ajusta a la realidad y se encuentra superado por los acontecimientos. La crisis no es un estado indefinido, permanente, duradero. Es un agravamiento de una enfermedad, una recaída en un proceso de recuperación, un percance, más o menos grave, prontamente superado. Lo que define una crisis es su carácter temporal, transitorio, limitado: un paréntesis regresivo antes del restablecimiento o la fase final del acabóse.

El estado de crisis prolongada, crónica, que viene padeciendo la Argentina desde hace décadas ha desembocado en lo que hay que nombrar sin tapujos: en el fracaso de una nación. La Argentina no está simplemente enferma, está moribunda, postrada en un estado agónico que no es únicamente la expresión descarnada de un descalabro económico y político sin precedentes, sino la etapa final de un largo proceso de degradación social, moral, cultural, que ha venido socavando las endebles estructuras de un país construido sobre la arena, y que ha conducido a la quiebra de un Estado incapaz ya de garantizar lo elemental a sus ciudadanos.

Como proyecto político la Argentina ha fracasado y urge una refundación del país sobre bases más acordes a sus verdaderas posibilidades, y sobre todo sobre los cimientos de una cultura de moralidad y eficiencia, cosas absolutamente desconocidas para una clase política argentina que es el reflejo de los profundos vicios sociales y el hundimiento moral de toda una nación.

El desorden, la indisciplina, la insolidaridad, el patrioterismo bananero, la corrupción generalizada, el saqueo inmisericorde y el despilfarro de los recursos nacionales por parte de unas clases dirigentes y unos grupos económicos ineptos y desalmados han llevado el país al caos y a la ruina.

Alguien dijo alguna vez que había cuatro clases de países: los desarrollados, los que están en vías de desarrollo, Japón (país sin recursos naturales que es una potencia económica mundial) y Argentina (país que tiene de todo en profusión y es un país atrasado).

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La sociedad argentina ha logrado lo más difícil: pasar hambre en un país de abundancia (ver los índices de malnutrición, propios de un país africano). En la Argentina el hambre no es el fruto de la carencia o la escasez (es un primerísimo exportador de cereales y carnes), sino de la profunda incuria de las clases dirigentes y de su incapacidad fundamental para construir un Estado organizado, coherente y moderno.

En estos graves momentos resuena, con un severo eco, el perentorio consejo (ya casi octogenario, pero más vigente que nunca) de Ortega y Gasset: “¡Argentinos, a las cosas!”.

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