Opinión

Aprendiz de bruja

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Cuenta la prensa de hoy que la Excelentísima y Honorabilísima doña Carmen Forcadell, nuestra inefable expresidenta del Parlament Catalán, anda aturdida en la cárcel.

Dice la prensa, en base a declaraciones de una compañera de celda, que Forcadell llora su desgracia por las esquinas del trullo mientras echa pestes de Junqueras y del fugado Puigdemont.

Dicen que dice. Dicen que afirma. Dicen que gimotea.

Sin embargo a mí, cuando pronuncio su nombre –Forcadell–, se me aparece un afilado rostro de mirada penetrante, de gesto altivo, prepotente y altanero.

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Oigo pronunciar su nombre y la veo alzada en la tribuna, guerrillera, inmisericorde, desafiante.

Oigo pronunciar su nombre y me asusta su pose de tirana, de fanática, de persona plagada de desprecio y de certezas.

¿Cuándo te engañaron, Forcadell? ¿Cuándo fue eso?

¿No exigías en las plazas –ante un enfervorecido auditorio– que se sacaran las urnas a la calle?

¿No aceptaste de buen grado ser presidenta del Parlament catalán?

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¿No recibiste a un motorista del Tribunal Supremo advirtiéndote en persona de que estabas desobedeciendo las leyes que habías jurado cumplir?

¿No recibiste a un motorista del Tribunal Constitucional advirtiéndote en persona de que estabas al margen de la Ley?

¿No oías las advertencias del Gobierno de España sobre lo que te podría suceder?

¿No oías a tus propios letrados del Parlament Catalán cuando en reiteradas ocasiones te decían que todo el chiringuito que montabas era una absoluta ilegalidad?

Yo comprendo que el poder ciega. Y mucho. Los ujieres haciendo reverencias, el puesto de honor en la tribuna, los patrióticos himnos resonando en tus oídos, los aplausos de tu bancada independentista y de sus cómplices de Podemos, la humillante salida de tus adversarios en el momento de la votación parlamentaria, el instante solemne de la proclamación de la efímera República…

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¡Qué tiempos aquellos, Forcadell! ¿Verdad? ¡Qué momentazos! Eran días de vino y rosas, como en la famosa película sobre el alcoholismo. Tu creías que jugabas a ser diosa, o a aprendiz de maga. Pero jugabas con fuego, o con el Juego de Magia Potagia. Tú creías ser Bolívar el Libertador, pero con faldas y a lo loco. Tú creías ser George Washington, o Adams, o Jefferson, pero eras –ahora lo sabemos todos– una simple marioneta del fugado Puigdemont, a quien maldices.

Lloriqueas, Forcadell, por no poder ver a tus nietos. Lo siento mucho. Pero sé valiente, mujer. Decenas de miles de familias catalanas lloran también, ahora mismo, por no poder reunirse en Nochebuena. Decenas de miles de amistades están rotas por la maldita política. Miles de empresas catalanas han quebrado, o han salido forzadamente del manicomio en que habéis convertido a Cataluña. Habéis estado a punto, incluso, de cepillaros a la Caixa y al Banco de Sabadell. Habéis hecho temblar al turismo, a Freixenet y a Editorial Planeta. Y habéis estado en un tris –no lo permita Dios– de repetir la hazaña de 1936.

Dices, amiga Forcadell, que no te mereces la cárcel. No lo sé. Los jueces te lo dirán. En todo caso, lo que no te mereces es vivir en un pueblo –el catalán– que ha sido siempre de paz.

Dices, amiga Forcadell, que te engañaron. Que tú no sabías. Que pasabas por allí. No lo sé. En todo caso, el resto de los mortales no tenemos tantos eruditos en las proximidades para advertirnos, con antelación, de nuestros yerros.

Y dices, finalmente, que estás en la cárcel por tus ideas.

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Bueno. En esto último te doy la razón. Todo el mundo está en la cárcel por sus ideas, amiga mía. Unos, porque tuvieron la idea de atracar un Banco. Otros, porque tuvieron la idea de violar a una muchacha. Otros, porque tuvieron la idea de asesinar a su jefe. Y tú, presuntamente, porque tuviste la idea –la mala idea– de dar un Golpe de Estado y poner al país en un brete.

Así que menos lloros, Forcadell.

Menos lloros.

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