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[H]acía mucho tiempo que la matanza cotidiana en Oriente Medio no abría los telediarios. La muerte armada dormía la siesta en las urgencias y los tanatorios del Coronavirus. Con la inmunidad de rebaño ha vuelto por donde solía, los tambores de guerra redoblan otra vez en los patios de armas de los cuarteles de Oriente Medio. Hay un proverbio libanés que dice “Se odian como hermanos”, que perfila en cuatro palabras la esencia y la urdimbre del delantal del carnicero que, como el mantel del sacrificio, cubre los pedregales de Caín y como una mortaja envuelve, desde que nacen, a los hombres del linaje semita que se degüellan con más placer que odio, sacralizando las hojas de sus espadas en los altares de la Guerra Santa, en el Sanctasantórum del Templo de Salomón, en las mezquitas de Alá y en las sinagogas de Yavé.
Judíos y palestinos, judíos y árabes, se odian como hermanos porque lo son. Ambos veneran en la Tumba de Makpela, con la misma fe e idéntica devoción, al Patriarca de su sangre y su linaje: Abraham. Al que, por cierto, sólo elevan plegarias de venganza. Tuvo Abraham dos hijos, el primogénito llamado Ismael que fue engendrado en el vientre de su esclava egipcia Asar, y el segundo, de nombre Isaac, engendrado en Sara, su legítima esposa. Sara consiguió que Abraham desterrara de las jaimas de sus campamentos nómadas a la egipcia Asar y a su hijo Ismael, por lo que él y su hermano Isaac crecieron separados. Cuando Abraham murió, sus dos hijos acudieron a velar y a sepultar el cadáver de su padre. Después se separaron y no volvieron a verse jamás.
Los hijos de Ismael, fundador del linaje árabe, vivieron en el desierto de Parán y se convirtieron en una tribu salvaje y beligerante, diestros con la espada y con el arco que hicieron de la guerra su modus vivendi, mientras que los descendientes de Isaac a través de sus doce nietos, hijos de Jacob, fundaron las Doce Tribus de Israel que aún esperan al Mesías en la tierra de Yavé.
Judíos y palestinos poseen una dureza moral sin la cual no hubieran sobrevivido. Son dos pueblos esencialmente teocráticos, y por eso profanar la Explanada de las Mezquitas, apedrear el Muro de las Lamentaciones o violentar la Tumba de José, son acciones que llevan implícita una declaración de guerra. Helos ahí, otra vez, matándose como hermanos, con el Antiguo Testamento como catástro de los derechos que se niegan los unos a los otros. ¡¡Shemá Israel!!