Historia

A la sombra de la tolerancia aria

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Guerrero ario.
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LTY.- Relata Houston Stewart Chamberlain en “Los fundamentos del siglo XIX” que “cuando Ciro, el noble rey de los persas, conquistó los territorios babilónicos”, liberó a los judíos que habían sido llevados allí en cautiverio por Nabucodonosor después de la destrucción de Jerusalén y de su Templo en 586, y que “con la ingenuidad del indoeuropeo, que no es malicioso por naturaleza, autorizó el regreso de los judíos y les ofreció su apoyo para la reconstrucción del Templo. Bajo la protección de la tolerancia aria se erigió el hogar de donde la intolerancia semítica iba a derramarse durante milenios como un veneno sobre la tierra, para desgracia de todo lo que produciría de más noble y para la vergüenza eterna del cristianismo. (…) Si se quiere dar una respuesta clara a esta pregunta:

¿Quién es el judío?, hay un hecho que no debemos nunca olvidar: y es que el judío se ha convertido en el profesor y el campeón de todo aquello que tiene por nombre intolerancia y fanatismo en materia de fe; y que éste no ha invocado el principio de tolerancia más que cuando se sintió oprimido y que nunca lo aplicó ni lo pudo aplicar en virtud de que su ley se lo prohibía y se lo sigue prohibiendo aún hoy, sin hablar ya de mañana”.

Y prosigue:

“Aquellos que volvieron del exilio en Babilonia pertenecían casi exclusivamente a dos clases de hombres: eran, por un lado, los más pobres y los más ignorantes, y los más dependientes; del otro, sacerdotes y levitas. Los judíos ricos, los mundanos, habían preferido quedarse en el extranjero; allá se sentían mejor que en su propia comunidad, pero siguieron siendo judíos (al menos la mayoría), en parte, sin duda, porque esa fe respondía a sus necesidades, en parte también a causa de los privilegios que sabían asegurarse en todos los sitios, privilegios a la cabeza de los cuales hay que mencionar la dispensa del servicio militar”. (*)

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Vemos que la creación del moderno Estado de Israel tiene un precedente en la restauración posterior al retorno del exilio babilónico. En ambos casos esa restauración ocurre bajo el auspicio y la protección de los amos del momento, de poderosos “imperios mundiales” (el persa entonces, y ahora el occidental liderado por los EEUU). Sin esa ayuda y tutela nunca los judíos, ni los de la Edad Antigua ni los del siglo XX, hubiesen podido levantar de nuevo su Templo, ni recuperar el control de su “Tierra Prometida”, ni afianzar su poder sobre la región. En ambos momentos también debemos resaltar el hecho que el benefactor de la raza judía en su regreso a Sión no pertenece al mundo semítico sino a una civilización indoeuropea.

Parece que el destino de la llamada raza aria a lo largo de los siglos no haya sido otro que el de poner sus energías, sus medios y su inteligencia al servicio de un pueblo que no ha hecho otra cosa desde los albores de su historia que envenenarla con sus doctrinas, de parasitarla con su sistema, de corromperla con su sangre. ¿Existe alguna duda de que si el judío nunca se hubiese cruzado en el camino del ario, el destino de este no hubiese sido otro distinto a la serie de etapas descendentes al que el judío lo ha ido conduciendo hasta el desastre actual? ¿Y es pensable acaso que el judío hubiese logrado, sin ese encuentro providencial, elevarse de su rastrera condición hasta la cima de su poder actual, destinado como estaba en virtud de sus escasos méritos a vegetar como cualquier tribu oriental de su entorno por los siglos de los siglos en algún pedregal arábigo o pantanal mesopotámico?

En cuanto a las características de esa migración hacia la tierra de los antepasados desde la dispersión, vemos una coincidencia en el hecho de que cuando los judíos pueden volver a “casa”, sólo lo hacen, por regla general, los menos fortunados, el “proletariado” de esta ubícua e inextinguible estirpe. Pero las familias encumbradas, los grandes riquezas, los judíos “bien situados”, los magnates, los barones, etc… se quedan siempre allí donde la fortuna les ha sido tan favorable, es decir a la sombra (¿o sería más exacto decir sobre las espaldas?) del ario, del indoeuropeo, del occidental, siempre tan creativo, tan productivo y tan fácil de mistificar y manipular.

(*) En nota a pie de página, añade H. S. Chamberlain acerca de esa predilección característica de los judíos por la relación parasitaria que establecen indefectiblemente con los demás pueblos entre los cuales se infiltran:

“Es extremadamente notable que los judíos no esperaron el exilio (y menos aun la “dispersión”) para evidenciar su afición por el parasitismo. En una serie de ciudades a orillas del Tigris y del Éufrates se han encontrado sellos israelitas de épocas muy antiguas; y ya un siglo antes de la primera destrucción de Jerusalén (año 700 antes de Cristo apróximadamente) el mayor banco de Babilonia era una casa judaíca; esa firma “Egibi Hermanos” cumplía un papel análogo al de la Casa Rothschild en la Europa de nuestros días. ¿Cuando nos dejarán en paz con ese “cuento de viejas” según el cual los judíos han sido “naturalmente” unos agricultores y que sólo se habían vuelto usureros a pesar suyo durante la Edad Media, porque se les excluía de toda otra ocupación? Bastaría con poner en su sitio a esa fábula, leer con un poco más de asiduidad a los Profetas judíos que no paran de gemir sobre el azote de la usura y de denunciar los prestamistas que proveen a los ricos el medio de arruinar a los campesinos. Y podríamos recordarnos ese pasaje del Talmud: “Aquel que tiene cien florines en el comercio, puede comer carne y beber vino todos los días; aquel que deposita cien florines en la agricultura debe comer hierba y coles, y además debe azadear, vigilar sin descanso y hacerse de enemigos por añadidura… Pero nosotros hemos sido creados de tal manera que el deber nos incumbe de servir a Díos. ¿No es, pues, justo que podamos alimentarnos sin fatigas?” (…) Nada choca tanto a los judíos de los medos arios (pueblo emparentado a los persas) que esto: “No hacen ningún caso de la plata y no codician el oro.” (Isaías XIII, 17); y entre las más espantosas maldiciones con que Yahvé amenaza a su pueblo en caso de desobediencia, figura la siguiente: “¡No prestarás más al extranjero!” (Deuteronomio XXVIII, 44).

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