Cartas del Director

Tierra de acogida, país de imbéciles

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Los robles estaban allí desde hacía más de 100 000 años, bien plantados en la tierra generosa, regados por las lluvias, saludables y robustos. Formaban una magnífica floresta. Eran árboles a los que les gustaba vivir a sus anchas y para poder estirarse confortablemente dejaban entre ellos grandes espacios.

Traídas por los vientos del sur, unas semillas de pino vinieron a caer en el bosque majestuoso. Resecas por el viaje, castigadas por las fatigas del camino, daba pena verlas. Decían que eran las supervivientes de terribles incendios y otros cataclismos y que todas sus semejantes habían perecido. A los robles se les saltaban las lágrimas ante el relato de esas tragedias, y las dejaron instalarse en el humus a la sombra de su protector ramaje.

Hoy el bosque secular se ha transformado en un denso pinar. Las noches de verano los pinos se rememoran entre risas la historia de los terribles incendios y de esos grandes imbéciles de robles que se la creyeron, y de los que ya sólo queda unos tocones carcomidos, silenciosos testigos de un mundo sepultado.

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