Religión

Quita tus sucias manos de mi Navidad

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Los católicos españoles estamos pésimamente acostumbrados y, al modo de nuestra Conferencia Episcopal, tendemos a soñar con un cristianismo desleído y menguado, pero aún de alguna manera oficial. España es un Estado aconfesional: exigimos que todas las autoridades públicas, así estatales como autonómicas o municipales, se abstengan de celebrar fiestas de origen religioso.

España es un Estado aconfesional: exigimos que todas las autoridades públicas, así estatales como autonómicas o municipales, se abstengan de celebrar fiestas de origen religioso.

Nunca deja de asombrarme leer a hermanos en la fe pedir que ayuntamientos o gobiernos celebren dignamente fiestas que son, al fin, nuestras, y no responsabilidad de un régimen abiertamente anticristiano en sus leyes y orientación.

Cada Navidad asistimos a un nuevo escándalo menor a propósito de unos ediles decididos a buscar el modo más escandaloso de profanar fechas que no tienen, en esencia, otro sentido que el derivado de una fe que aborrecen. Lo último ha sido, en la Cabalgata de Reyes de Vallecas, una carroza en la que los magos de Oriente estaban representados por tres ‘dragqueens’, es decir, tres varones biológicos disfrazados de mujer.

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Que un hombre se disfrace de mujer para hacer un papel que la tradición bimilenaria asigna a un varón es rizar el rizo de forma prodigiosa, pero es terminalmente ingenuo sorprenderse de lo que es ya una constante empeñada en el ‘más difícil -más ofensivo- todavía”. Una de las transformistas, que lleva el ‘nombre de guerra’ de La Prohibida, ha declarado que aborrece la Navidad, que le da asco, y que lo bonito de estas fiestas son las borracheras hasta las seis de la mañana.

No es inclusión, no es ‘visibilización’, no es diversidad. Es buscar con lupa lo más antitético a la fiesta, lo que la pueda destruir más deprisa, separarla de su origen, pervertirla. Es odio viejo, ya muy conocido en estos lares, del mismo tipo que llevó a una partida de milicianos a ‘fusilar’ el monumento al Sagrado Corazón, pero por medios aún incruentos.

Pero la respuesta no es, no puede ser, pedir que nuestros gobernantes organicen unas celebraciones navideñas dignas y respetuosas. No quiero a ningún representante público metiendo sus sucias manos en fiestas que me son sagradas como no desearía a Herodes junto al pesebre.

Los católicos españoles estamos pésimamente acostumbrados y, al modo de nuestra Conferencia Episcopal, tendemos a soñar con un cristianismo desleído y menguado, pero aún de alguna manera oficial.

Y no. El único modo, la única salida, es acostumbrarnos al hecho constatable de que vivimos en una sociedad poscristiana, y rezar para que desaparezca hasta el menor vestigio de símbolo cristiano de nuestras ceremonias oficiales. Todo lo que puede hacer el Estado con nuestras fiestas es profanarlas.

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