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Los enemigos de Trump por defender las fronteras y las raíces cristianas de EEUU

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Alberto González Fernández de Valderrama.- Nunca en la historia de los Estados Unidos un presidente tuvo tantos enemigos como Donald Trump. Ni Lincoln, que luchara contra los confederados que querían disgregar su nación; ni Roosevelt o Truman que combatieron contra ese medio mundo que quería imponer al otro su tiranía; ni Kennedy, que se enfrentara a su propio gobierno con funestas consecuencias.

Trump tiene aún más enemigos porque la izquierda mundial le ha declarado la guerra con una ferocidad nunca vista anteriormente. Y como la izquierda –dando a esta palabra el sentido más amplio que se le pueda dar- se ha apropiado de casi todos los medios de comunicación que existen dentro y fuera de las fronteras norteamericanas, de las empresas tecnológicas que controlan las principales redes sociales y los motores de búsqueda de internet, de las instituciones internacionales que se erigen en emisoras de principios morales de cumplimiento universal y, en general, de la mente de una buena parte de la población occidental, la lucha de Trump para imponer el orden en su propio país es una guerra sin cuartel que solo un hombre de su fortaleza y de su talento puede sostener con garantías de salir airoso de ella. En Europa tiene, entre sus principales enemigos, a Macron y a la Merkel -que andan como locos intentando crear un ejército europeo para no tener que pedirle permiso si deciden algún día intervenir contra algún miembro díscolo de la Unión- y a nuestro presidente Sánchez, que lo ha convertido en el coco malo de todos los telediarios. Pero Trump, de igual manera que sabe ser amigo de sus gobiernos amigos, sabe también ser enemigo de sus gobiernos enemigos, y ahora lo vamos a comprobar con la ruina de la agricultura española que se nos viene encima por su política arancelaria.

En Estados Unidos la izquierda se camufla bajo el aparato del Partido Demócrata, que tiene mucho cuidado en condenar públicamente el socialismo que tan mala prensa tuvo siempre en su país pero que defiende los mismos valores que ese neomarxismo propagado por los pensadores de la escuela de Frankfurt que es el padre del consenso socialdemócrata que lleva más de cincuenta años descristianizando Europa y convirtiéndola a pasos agigantados en un conglomerado globalista y progre en el que los Estados miembros están perdiendo su soberanía, y con ella su libertad, su seguridad y su identidad cultural.

A Trump no se le perdona ser conservador de las buenas costumbres y raíces cristianas de su país, ni defender sus fronteras con firmeza para frenar las olas migratorias que hasta ahora empujaban a cientos de miles de menesterosos de otros países a penetrar sin permiso en esa tierra de promisión que creían tener derecho a poseer aumentando de paso los índices de delincuencia a niveles alarmantes. No se le perdona tampoco que proteja la creación de empleos en su país y el aumento de la producción en su territorio nacional frente a la deslocalización empresarial que a corto plazo abarata sus mercaderías pero que conlleva una dependencia cada vez mayor del exterior y convierte poco a poco sus ciudades industriales en ciudades fantasma.

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Encontrar en la prensa digital (e incluso en la de papel) una noticia respetuosa sobre Trump era y sigue siendo una misión prácticamente imposible. Desde que se postuló para la presidencia de su país escribir su nombre en un buscador de internet era recibir en primera portada una retahíla de noticias obscenas acerca de su persona: parecía no haber más interés mundial que conocer las intimidades de su vida sexual contadas por mujeres de altos vuelos pero de baja estofa moral. Cualquier frase que dijera se retorcía, se sacaba de contexto, se exageraba y se manipulaba de mil maneras para hacerle parecer el hombre más malo, inmoral y loco del mundo. Si había dicho, por ejemplo, que por la frontera de México entraban muchos delincuentes y grandes cantidades de droga -lo que era una evidencia-, los medios decían en sus portadas con grandes titulares: “Trump llama delincuentes a los mejicanos”. Y el mundo reaccionaba con ira diciendo: “¡qué ofensivo es ese hombre!”. Sus enemigos buscaban cualquier resquicio de su pasado o manipulaban cualquier noticia para vejarlo públicamente y derribarlo a cualquier precio del poder que le había otorgado gustosamente el pueblo americano. No importaban las formas porque todo valía. Imposible enterarse –salvo que uno bucease en la prensa especializada- de que ese presidente estaba reduciendo las cifras del desempleo a un nivel antes no conocido, que estaba aminorando la carga fiscal que ahogaba a las familias y aumentando como nunca su poder adquisitivo; y que estaba disminuyendo notablemente los índices de delincuencia endureciendo las leyes, y convirtiendo a su país en el mayor productor de petróleo del mundo para reducir su dependencia energética del exterior y aumentar su seguridad; y que estaba renegociando tratados comerciales que perjudicaban a su país en beneficio de China, de la Unión Europea y de varios Estados americanos que antes imponían a su país sus propias condiciones, a los que los anteriores presidentes norteamericanos se plegaban porque lo políticamente correcto era ser muy amigo de todo el mundo.

Y como no se le perdona a Trump que tenga sentido común, que defienda a la familia, que repudie el aborto, que ame a su patria por encima de todo y que la quiera hacer cada vez más poderosa y segura, todos los demonios del mundo que se conjuraron para que no alcanzase el poder sin lograrlo se han conjurado ahora para quitárselo. Han iniciado los Demócratas contra él un proceso de “impeachment” o destitución acusándole de cuantos pecados se puedan encontrar en un hombre rebuscando en un diccionario; no creo que lo consigan llevar a buen fin. Sí conseguirán, en cambio, aumentar el coraje de sus partidarios, que acudirán en masa a volverlo a votar.

Trump tiene el apoyo de una buena parte del pueblo norteamericano que hasta hace poco callaba porque no se sentía representada por el Partido republicano que supuestamente debía defender sus intereses; de un partido que seguramente allí los americanos llaman también en su idioma “derechita cobarde” porque, como en España le ocurre al Partido Popular, está tan infiltrado de sorayas y cifuentes que la política que desarrollaba cuando tenía el poder apenas se diferenciaba de la de su oponente demócrata. Trump ha doblegado a su propio partido, lo ha vencido y en gran parte depurado de esas malas influencias. Y además tiene ahora el apoyo del Tribunal Supremo, que antes le era abiertamente hostil. Y con esos dos apoyos tiene lo suficiente para volver a ganar las próximas elecciones y para seguir cumpliendo su gran promesa electoral: hacer a América grande otra vez.

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