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Opinión

Lo que cierta derechita no entiende sobre Donald Trump

Miguel Ángel Quintana Paz

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«Nadie despierta a un rebaño susurrándole la Constitución a cada ovejita; es mejor pegar gritos. Aunque los cayetanos arruguen la nariz por tus bruscas maneras»

 

La Casa Blanca vuelve a albergar al inquilino que la abandonó hace justo cuatro años: Donald John Trump. No ha sido un retorno sencillo. Por el camino, el (de nuevo) presidente ha debido enfrentarse a tres intentos de asesinato; a una bala que llegó a herirle (tras un giro de cabeza providencial) la oreja; al Departamento de Justicia de la anterior Administración Biden; al FBI de la anterior Administración Biden; a la acusación de un presunto golpe de Estado (ya ves tú el poder de cambiar un gobierno que tiene hoy irrumpir en un Congreso vacío); a la acusación de incitar a la violencia aquel 6 de enero (cuando, de hecho, tuiteó contra ella y en pro de protestas solo pacíficas); a la hostilidad de la mayoría de los medios de su país; a la rabia de la inmensa mayoría de los medios internacionales; a su expulsión del antiguo Twitter (donde, sin embargo, campaban dictadores y dictadorzuelos de toda laya); y a tantas y tantas vicisitudes que, en suma, si los griegos tenían los 12 trabajos de Hércules, nosotros hemos podido contemplar (gusten o disgusten) los mil denuedos del otra vez líder estadounidense.

Con todo y con eso, tengo para mí que estos próximos cuatro años de Trump irán acompañados de las mismas incomprensiones que llevan proliferando estos últimos ocho años de Trump. Hay errores más resistentes que la silla de un obeso, cabezas más duras que un turrón a finales de enero.

Y no me refiero a la izquierda: poca noticia habría en que esta siga sin comprender a todos aquellos que la confrontamos. Me refiero más bien a los moderaditos asustables, a los liberal-conservadores que en seguida se nos espantan, a los presuntos bravucones como Aznar, ¡Aznar!, que prefieren el pringoso wokismo de Kamala Harris o Biden antes que ese fenómeno inusitado de nombre Donald J. Trump.

¿Cuál es el error de esta derechita? Ojalá estribara solo en no saber captar al renovado presidente. Ojalá consistiera solo en escandalizarse por sus salidas de tono, en elevar la nariz versallesca ante sus improperios, en santiguarse santurrones ante sus gamberradas. En realidad, su ofuscación es bastante mayor.

Pues lo que tal derechita resulta incapaz de aprobar es una asignatura imprescindible para desenvolverse en el ruedo del siglo XXI: la asignatura de cómo funciona la persuasión política hoy. Por eso, dicho sea de paso, nuestra derechita va de fracaso en fracaso —y no me refiero (solo) a las derrotas electorales—; por eso, camina de rendición en rendición ante la izquierda; por eso, se arrastra de humillación en humillación ante la opinión pública.

Dividamos en dos partes la explicación de esto que aducimos: por un lado, pergeñemos de qué va la persuasión política hoy; en un segundo apartado, esbocemos cómo hacer frente a esa persuasión política actual.

1. La persuasión política hoy día

Corría el año 64 antes de Cristo cuando un político romano, de nombre Quinto Tulio Cicerón, decidió ayudar a su hermano, el hoy más famoso Marco Tulio Cicerón, que quería triunfar en política. Por fortuna para nosotros, los consejos que le dio no se quedaron en charlas familiares ni cuchicheos de banquete. De hecho, dieron lugar a un librito, el Commentariolum petitionis, cuyos consejos publicitarios todavía hoy sirven para cualquier campaña electoral.

Sin embargo, no debe llamarnos a engaño esta antigüedad de la persuasión política. Ni tampoco la aún mayor antigüedad de la persuasión a secas —ya presente en Aristóteles, en Isócrates, incluso en la Ilíada o las tragedias griegas—. Aunque retórica, oratoria o política sean disciplinas viejas, eso no significa que hayan permanecido incólumes estos dos mil y pico años, al igual que el acueducto de Segovia no luce hoy igualito que el día en que se inauguró.

El último gran cambio que ha conmovido la arena política reside —no vamos a desvelar ningún secreto— en las redes sociales. Ahora bien, no se entienden tales redes si se consideran solo un nuevo canal que sumar a los antiguos medios de comunicación, a los antiguos mítines, a los antiguos pasquines. No se trata solo de que se haya abierto un nuevo acueducto con el que llevar el agua de tus ideas a tus posibles electores, o con el que atraer el voto de tus electores hacia tus escaños. Las redes sociales, en realidad, representan una transformación mucho mayor.

«David Axelrod comprendió que las redes sociales sirven para ejercer presión grupal»

Y pocos lo entendieron tan pronto y de modo tan brillante como uno de los hombres clave en la persuasión política de este siglo: el norteamericano (y antiguo asesor de Barack Obama) David M. Axelrod. Detengámonos un tanto en él.

Lo que Axelrod comprendió es que las redes sociales no solo sirven para transmitir mensajes, sino que cumplen otra función mucho más poderosa a la hora de convencer a la gente de cosas. Las redes sociales sirven para ejercer presión grupal. Cuando me meto en Facebook, o en X, o en WhatsApp, no solo recibo datos sobre el mundo. Se me informa también de algo a lo que los seres humanos damos una inmensa importancia: qué es lo que piensa la gente que me rodea; qué es lo que he de decir para encajar con «los míos»; qué es lo que caracteriza a los grupos rivales que «se nos oponen».

Hay muchos motivos por los que los humanos otorgamos un peso enorme a asuntos así. Si, como defiende Robin Dunbar, venimos de tribus de unas 150 personas, es normal que estemos muy atentos a casar con quienes nos rodean; hacernos unos pocos enemigos puede resultarnos… letal.  Hay quien postula incluso que nuestra inteligencia evolucionó, allá en las sabanas africanas del homo sapiens, justo para procesar el lío que implican nuestras relaciones sociales –pues, aunque nuestro cerebro sea hoy capaz de descifrar la física cuántica o los crípticos enunciados de María Jesús Montero, no eran esos los problemas duros a que debían enfrentarse nuestros antepasados homínidos—.

Sea como fuere, lo cierto es que un político, o cualquier otra persona, no nos convencerá solo por la brillantez de sus propuestas, lo hermoso de su discurso o el atractivo de su personalidad. Un político nos convencerá también si resulta que ha convencido a aquellas personas con las que nos llevamos bien. Tan simple como eso. Y David Axelrod estuvo entre quienes tuvieron esta verdad clarísima desde el inicio de su carrera como asesor.

«Mediante las redes sociales vemos de continuo qué piensan el grupo social que nos importa»

Es más; también se dio cuenta de que las redes sociales permitían explotar esta vulnerabilidad (o quizá sea mejor decir: este rasgo) de los humanos. Mediante las redes sociales vemos de continuo qué piensan el grupo social que nos importa, qué rechazan lo que nos importan, qué aceptan los que nos importan. Así que si Axelrod conseguía (con un hábil manejo de Facebook, por ejemplo) que una persona se sintiera rodeada de obamitas, al final sería más fácil que esa persona se volviera obamitaY si conseguía que en toda la red prosperaran ciertas ideas (progresistas), la gente tendería a apuntarse a esas ideas (progresistas).  Incluso si esas ideas atacaban al más elemental sentido común.

De no entender este poder de las redes sociales, nos costará captar por qué tanta gente se ha ido apuntando a nociones hasta hace poco extravagantes, como que existen decenas de «identidades de género», que la Justicia debe tratar de modo discriminatorio entre hombres y mujeres, o que los animales deberían ser tratados a la altura de las personas. La ventana de Overton se ha desplazado veloz por esos ámbitos, pero ¿esto ha sido así porque los promotores de esas ideas hayan resultado, de repente, especialmente convincentes? ¿Porque haya habido descubrimientos científicos especialmente rotundos? ¿O todo se ha reducido más bien a que ciertos grupos izquierdistas han empezado a insistir, machacones, en esas ideas, y la gente ha ido apuntándose a ellas porque no quería quedar fuera de lo que iba perfilándose, en las nuevas plazas públicas, como la nueva identidad del grupo de Progresistas™?

De hecho, si nos fijamos, ¿Qué es lo que define hoy a la izquierda? Nos costará dar ideas definitivas (¡han cambiado y siguen cambiando las cosas tan deprisa!); es más fácil decir que eres de izquierda solo si te reconocen como tal los demás que son de izquierdas. Parece una definición vacía, mas solo lo parece. Se trata de una definición que explica por qué un progresista está todo el día insistiendo en que lo es, matraca que a los que no compartimos esos vicios nos resulta un tanto estrafalaria.

Como consecuencia, si ser de izquierdas significa solo que los demás te reconozcan como tal (y si se ha generalizado en tu sociedad la idea de que ser de izquierdas es la única manera de ser buena persona), estás mucho más sujeto (de lo que ya es habitual en cualquier humano) a la presión de tus semejantes. Y si esa presión la ejercen no solo tus conocidos y amigos, sino centenares, miles o incluso centenares de miles de voces en redes sociales, entonces, voilà, ya te has esclavizado a una pléyade de amos que te moverán por la política, te arrastrarán por Overton y te conducirán hasta su urna con mucha más fuerza de la que a los hermanos Tulio Cicerón les cupo imaginar jamás.

Y bien, hasta aquí hemos bosquejado cómo funciona hoy la persuasión política y lo que David Axelrod, entre otros, enseñaron al progresismo estadounidense (y desde ahí al del resto del mundo) para aprovecharse de ello. Pero nos falta lo más interesante: cómo combatir estas tretas. Y ahí es donde tenemos que volver a Donald Trump. Y a lo que no captan nuestros prójimos moderaditos.

2. Cómo romper la presión política progresista hoy día

Llegados a este punto, el lector inteligente habrá ya atisbado por dónde va a transitar este apartado, de modo que no lo prolongaremos en exceso.

Si el principal modo de persuadir que ha tenido la izquierda en la última década y media ha sido la presión de grupo, no tiene sentido enfrentarse a ella solo con argumentos refinados, con tablas de Excel meticulosas, con reflexiones filosóficas alambicadas. (Bien lo sabe un servidor, que apenas sirve para estas pocas cosas). Ojo, todas esas vías están muy bien y dan cierta prestancia en círculos concretos en los que hay que combatir también (no podemos cerrarnos a ninguna batalla). Pero resultan insuficientes. Hay que lanzarse asimismo a cualquier plaza pública, en especial a esa enorme ágora que son las redes sociales.

Y allí, en tales plazas, no podemos limitarnos solo a difundir los citados argumentos refinados, las mencionadas tablas de Excel meticulosas, las mentadas reflexiones filosóficas. Nuestra tarea es más complicada: hay que romper la presión grupal de la izquierda, ese nuevo «sentido común» que están por todas partes implantando, esos novedosos «consensos» que prosperan por doquier frondosos. Hemos de convencer a nuestros congéneres de que no pasa nada por separarse de similares cantinelas. Hemos de demostrarles, con nuestras acciones, que uno puede vivir bien sin someterse a esos nuevos mandamientos.

«Ciertas gamberradas son eficaz lejía con la que ir limpiando nuestro espacio público de sandeces»

Hay, en suma, que desvelar de nuevo que el rey está desnudo. Y, como nos enseña el cuento, eso solo cabe hacerlo con el desparpajo de un niño al que no le importa caerle bien a las masas. Y eso solo se puede hacer gritándolo en público, no sometiéndolo a la revisión por pares de un comité científico arcano. O al libro de Los buenos modales de la señorita Pepis.

El chaval que vociferó «¡Pero si el rey va desnudo, qué ridículo!», el chaval que se río de lo que aparentaba ser un digno monarca, hoy sería llamado un enfant terrible, un gamberrete. Pero su grosería resultó imprescindible para romper el conformismo borreguil de su pueblo. Nadie despierta a un rebaño susurrándole el texto de la Constitución a cada ovejita; es mejor pegar gritos. Aunque los cayetanos y cayetanas de turno arruguen la nariz por tus bruscas maneras.

Esa es la explicación de lo que es Trump. Si contenemos nuestras ganas de erigirnos en jueces de costumbres; si acallamos nuestros grititos de escándalo; si sencillamente nos fijamos en cómo se pueden romper hoy las enormes presiones que nos llegan por todo tipo de redes, empezaremos a captar que ciertas gamberradas son, simplemente, eficaz lejía con la que ir limpiando nuestro espacio público de sandeces. Y un buen escudo para protegernos de leyes que, poco a poco, han ido imponiendo esas sandeces a nuestro derredor.

«Trump es el jardinero que ha sabido arrancar muchas malas hierbas que estaban rodeando nuestras casas»

Trump, en suma, es el jardinero que ha sabido arrancar muchas malas hierbas que estaban rodeando nuestras casas. Siempre habrá el que se queje de que el jardinero es un tanto rudo, de que nos pone perdida la alfombra de barro cuando entra a saludarnos, o de que su lenguaje no es exactamente el de un cortesano de Luis XV. Esa misma gente, sin embargo, también era la que se quejaba de que ya no podía salir a su jardín, ahora poblado de ortigas, a relajarse; era la que temía, con razón, que su huertecito casero le dejase de criar pronto los tomates y acelgas de antaño. Ante gente tan criticona de sus problemas, pero también de sus soluciones, solo cabe concluir una cosa: se trata de gente poco confiable.

Nosotros, en cambio, sabemos que hemos de ser más tolerantes hacia cierta rudeza y menos escrupulosos ante ciertas bravuconerías. La lucha política se llama lucha por algo. Y si solo hubiera consensos, poco sentido tendría la política misma como tal. Expliquémoselo, pacientes, a nuestra derechita, mientras nos sirve un poco de té en su vajilla antigua. Quién sabe. Quizá, poco a poco, acaso un buen día entienda que esa vajilla tampoco sobreviviría al tsunami de locura que, según parece, en este año del Señor de 2025, estamos comenzando a parar.

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Un Análisis de la situación actual. Por J.G.L.

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No soy un analista político, no poseo conocimientos geoestratégicos, no soy politólogo ni sociólogo, ni economista y, gracias a Dios, no pertenezco a la clase política. Es decir, estoy en las mejores condiciones para hacer un análisis que se acerque un poco a la situación tan complicada que nos está tocando vivir.

Hace ya unos tres o cuatro años, en un programa argentino de televisión, le preguntaban a Javier Milei, cuando comenzó a involucrarse en la política, cuál era el problema de la Argentina. Y cuando sin vacilación alguna respondió: «el problema de la Argentina es un problema moral», me dije: «este tipo es un fenómeno. Si pudiera llegar a la presidencia del gobierno, Argentina cambiaría radicalmente». Y como no soy analista político, ni politólogo, ni sociólogo, ni economista, ni nada de eso, acerté. Así que ahora me atrevo a lanzar algunas reflexiones sobre la complejísima e inédita situación en la que nos encontramos.

Los expertos son los que con más frecuencia se equivocan. Saben tanto y analizan tantos datos y variables, estadísticas, antecedentes históricos, aspectos socioeconómicos… que es muy difícil que acierten. Alguien dijo que la economía es la ciencia en la que se puede dar un premio Nobel a dos expertos por decir uno, todo lo contrario de lo que dice el otro. Me parece que esto es aplicable a bastantes más campos y no solo al de la economía. De modo que con la autoridad de quien no es un experto, doy mi visión de lo que está sucediendo.

La respuesta de Javier Milei sobre el problema de Argentina, pone de manifiesto algo que me parece fundamental. Hay que tomar distancia suficiente para tener una perspectiva que no se quede en el detalle sino que vea todo el conjunto y detectar el aspecto central. Milei hizo eso. Jamás escuché a ningún economista decir algo tan sensato y acertado. Milei no se quedó en la perspectiva , meramente económica, de los datos, de la inflación, de la subida del dólar, de la emisión del Banco Central, de los movimientos de los mercados, de la deuda, del ahorro y de la inversión. Conoce muy bien todas estas cuestiones, pero no se quedó pegado a ellas. Tomó distancia. Bastante distancia. Y eso le permitió ver no solo la economía sino todo lo que afecta a la economía y todo lo que afecta a Argentina. Por eso pudo visualizar cuál era realmente el problema.

Ya estoy viendo y escuchando a los especialistas y a los expertos sonreírse y hacer jocosos comentarios despectivos sobre lo que estoy planteando. Y por eso se equivocan y se vuelven a equivocar una y otra vez y se seguirán equivocando. El problema de la compleja situación actual que atravesamos es un problema moral. Quien pretenda dar explicaciones y hacer análisis más concretos y detallados, no encontrará el camino de la solución.

Hay muchos, demasiados expertos, demasiados científicos, cada vez más especializados, muy inteligentes que saben mucho pero de una pequeñísima parte de la realidad. Lo que faltan son sabios. Hombres y mujeres con sabiduría.  Estos sabios no conocen a penas una mínima parte de lo que conocen los inteligentísimos expertos y científicos sobre cada uno de los campos concretos que estudian, pero conocen lo más importante del ser humano y poseen la capacidad de ver la realidad con distancia, con perspectiva, porque poseen sabiduría.

Buscar soluciones con estrategias de alianzas políticas, sinergias ideológicas, cambios estructurales, capacidad económica, proyectos financieros, control de la opinión pública, organismos globales, equilibrios de intereses, capacidad de imposiciones, dominio de avances tecnológicos como la inteligencia artificial, afán y pretensiones de repartos de influencias, y otras muchas cuestiones por el estilo, puede resolver ciertos problemas, pero no «el problema».

Y como ya he señalado antes, el problema es moral. Pero lo primero que hace falta es reconocerlo. De lo contrario no se podrá intentar resolverlo. Reconocerlo es difícil porque supone en cierto modo humillarse, es decir, reconocer que la ciencias, que la técnica, el hacer, no es lo decisivo para el ser humano. Estamos ante la distinción clásica de los griegos entre praxis y poiesis. No es lo mismo hacer que actuar. Los latinos también distinguen entre el hacer y actuar, entre el facere y el agere.

El hacer connota un obrar humano que tiene su fin fuera de él. Mediante su hacer, el hombre transforma el mundo. El actuar, por el contrario, connota un obrar humano que tiene en el hombre su fin.

El problema moral es muy sencillo de describir. Consiste en aceptar la realidad tal y como es, no como quisiéramos que fuera. Y esto es el reconocimiento de que no nos hemos dado el ser y que, por tanto somos criaturas. Aceptando esto podremos afrontar el principio clásico de la metafísica que dice: Agere sequitur esse (el actuar se sigue del ser). Se trata de algo muy sencillo que supone volver al sentido común, saber tratar y aceptar la realidad tal y como es, obrar de acuerdo al ser de las cosas. Es la realidad, el esse, el que nos guía en cuanto al agere. Eso nos permitirá  llamar bien a lo que es bueno, y llamar mal a lo que es malo. Solo los necios se sonreirán escépticos ante esta afirmación. Pero será mejor que tengan en cuenta una advertencia llena de sabiduría: ¡Ay de los que al mal llaman bien, y al bien mal; que de la luz hacen tinieblas, y de las tinieblas luz; y dan lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!

Sí, el problema de la humanidad actual es moral por eso «la ira de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad y la injusticia de los hombres, que por su injusticia retienen prisionera la verdad. No hay excusa. La humanidad se ha extraviado en vanos razonamientos y se ha quedado en la oscuridad. Cuando el mundo y las naciones rechazan a Dios se atraen sobre sí toda suerte de calamidades. La realidad de lo que está ocurriendo ya la describió hace casi dosmil años Pablo de Tarso con una precisión que asombra: «dejándolos [a los hombres] abandonados a los deseos de su corazón, Dios los entregó a una impureza que deshonraba sus propios cuerpos, ya que han sustituido la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador, que es bendito eternamente. Por eso, Dios los entregó también a pasiones vergonzosas: sus mujeres cambiaron las relaciones naturales por otras contrarias a la naturaleza. Del mismo modo, los hombres, dejando la relación natural con la mujer, ardieron en deseos los unos por los otros, teniendo relaciones deshonestas entre ellos y recibiendo en sí mismos la retribución merecida por su extravío. Y como no se preocuparon por reconocer a Dios, él los entregó a su mente depravada para que hicieran lo que no se debe. Están llenos de toda clase de injusticia, iniquidad, ambición y maldad; colmados de envidia, crímenes, peleas, engaños, depravación, difamaciones. Son detractores, enemigos de Dios, insolentes, arrogantes, vanidosos, hábiles para el mal, rebeldes con sus padres, insensatos, desleales, insensibles, despiadados. Y a pesar de que conocen el decreto de Dios, que declara dignos de muerte a los que hacen estas cosas, no sólo las practican, sino que también aprueban a los que las hacen».

Hoy la situación ha empeorado porque son los mismos gobernantes, los dirigentes de las naciones quienes se comportan así, legislan así, y aplauden toda esta inmundicia. Cuando los que rigen las naciones hablan de respeto, de paz, de honestidad, de solidaridad, de justicia, de igualdad y resulta que ellos son mentirosos, cinicos, en corruptos, ladrones, explotadores y viven entregándose a todo tipo de bajezas, abusos, vilezas y maldades ¿qué tipo de sociedad se va a construir?

Sí, el problema fundamental ante el que nos encontramos es moral. No es un problema que tiene solución en lo técnico sino en lo ético. Hay que educar en el bien y la verdad. La educación en las virtudes propuesta en el siglo IV por Aristóteles en su Ética a Nicómaco, es la que puede y debe formar personas honradas e íntegras, que fomenten la concordia y que motiven a los jóvenes desde niños a buscar la «vida excelente». Aristoteles señala que el modelo que hay que seguir para alcanzar esa «vida excelente» es el hombre virtuoso. Son los hombres y mujeres virtuosos los que pueden guiar con prudencia el destino de las naciones.

Cuando la virtud es denostada, y es ensalzado el vicio, la sociedad concibe la vida de un modo puramente materialista y hedonista, y deviene pronto en toda esa serie de vicios que señala Pablo de Tarso: iniquidad, envidia, crímenes, arrogancia, avaricia… En definitiva, una sociedad corrupta y depravada. Es necesario volver al sentido común que posee todo ser humano en su interior y por el que reconoce lo que está bien y lo que está mal. Y hay que exigir, especialmente a la clase dirigente, a los gobernantes, que sean personas honradas, honestas, justas, que asuman sus funciones como un verdadero servicio y no como una posibilidad de beneficios, ventajas, enriquecimiento y ejercicio del poder por el poder. Hay que buscar mecanismos rápidos y eficaces para controlar a los políticos y para desalojarlos de sus puestos cuando se comporten de manera indigna, cuando mientan o se beneficien personalmente de los cargos que ocupan. Los políticos están al servicio de la sociedad y no para servirse de ella. La mayor parte de los gobernantes que tenemos han confundido la «vida excelente», la «vida buena», con darse la buena vida. Y así nos va.

 

J.G.L. 

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