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El relativismo moral o el triunfo del terrorismo cultural de la izquierda

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IM.- .- Lo aprendimos como católicos sin temor nada más que a Dios: la rebeldía frente a la sordidez, la imposición totalitaria y el miedo. Las medidas coercitivas de la libertad personal responden a un mismo principio: la estrategia del miedo. Y una sociedad trabada por el miedo se convierte en insolidaria. En cenagosa realidad que excita y favorece la insurgencia de los más bajos instintos. Pero no es lo más aciago que la sociedad sea presa del miedo y abdique de cualesquiera valores morales que le sirvan de referencia para rebelarse contra la tiranía que la corrompe y animaliza. Lo es aun más que los poderes políticos, y otros ocultos tras de ellos, se valgan del Estado para avanzar sin resistencia perceptible en una sórdida conspiración encaminada a desfondar las estructuras básicas de la convivencia, empezando por la familia, y en la asfixia de las libertades más elementales del ser humano.

Existe un amplio debate sobre el relativismo científico desde que Einstein definió su teoría sobre la relatividad. Pero lo es mucho más y controvertido respecto de su traslación a lo que se ha dado en llamar relativismo cultural. Un amplio sector de tratadistas desmiente la pretensión relativista de imponer su propio modelo a un espacio cultural y social con fundamentos arraigados y su lógica singularidad.

Ferreter Mora define el relativismo cultural como “la tendencia gnoseológica que rechaza toda verdad absoluta y declara que la verdad, o mejor dicho, la validez del juicio depende de las condiciones o circunstancias en que es enunciado”. También dice del relativismo cultural, y acaso esté aún más claro, que es “la tendencia ética que hace el bien y el mal dependientes, asimismo, de las circunstancias”. En nuestro caso, y en tantos otros, este entendimiento del relativismo choca frontalmente con el código de valores y principios de la civilización cristiana. Y más en concreto, de la Iglesia católica a cuya influencia y destrucción se encamina el NOM, el cual he elevado el relativismo a la categoría de religión mundial absoluta en la que el bien, sea individual o colectivo, no tiene cabida si condiciona u obstruye el triunfo del mal.

No es ocioso en este punto recordar el origen satánico de la Orden de los Iluminados promotora tanto del relativismo liberalista como del marxista. Toda su estrategia de poder mundial se asienta sobre el relativismo cultural tal como o describe Ferreter Mora. Se trata en definitiva del absoluto totalitario de atribuir al Estado, y al gobierno como ejecutor, la educación de las jóvenes generaciones sustrayéndola a la potestad de los padres en detrimento de la unidad familiar. Normativas anteriores como la legalización del aborto o de la eutanasia, la libertad de abortar para las menores de 16 años sin permiso paterno, la libre dispensa de la píldora postcoital, el feminismo a ultranza y tantas otras, en especial la cristofobia, son consecuencias inseparables del relativismo moral que se ha impuesto hoy en todas las altas esferas.

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Sin negar que Pedro Sánchez es un ignorante, además de un demente irrecuperable, nos preguntamos si su incapacidad de discernimiento no es producto en buena medida de un empacho de relativismo mal digerido. Lo suyo son los sueños de la sinrazón, siempre frente al bien, sea cual sea su adjetivación. Su entorno ministerial y de asesoramiento lo conforma una suerte de clonación ideológica, compuesta por una mayoría de loros mentales y una reducida minoría influyente y anclada en un enconado odio retrospectivo que enlaza soterradamente con los fuentes inspiradoras de la estrategia relativista y alimenta el disolvente que los loros se encargan de esparcir, enlatados en normas imperativas.

El último de estos enlatados relativistas es la anunciada reforma de la Ley de Memoria Histórica para cerrar el Valle y todos los lugares donde se exalte a Franco. Es difícil concebir que un proyecto de ley de esta índole, por muy disparatado que sea, o parezca, pueda ser elaborado por una cabeza cuya vaciedad la ocupa el serrín de los más burdos tópicos progresistas. De lo que se trata en realidad es de relativizar la entraña conceptual de un régimen que ofreció a los españoles un estadio de felicidad que se agranda con el paso del tiempo, dejando en manos del poder político la interpretación “políticamente correcta” de aquel periodo de nuestra historia.

Sostienen los pomotores de la reforma que no se puede seguir humillando a lo que ellos llaman las “víctimas del franquismo”. Se consideraba humillar la acción voluntaria de inclinar la cerviz o doblar la rodilla en señal de sumisión o respeto religioso de otra índole. La humillación se transforma en humillante cuando deriva en imposición degradante, depresiva o vergonzosa. Y ahí reside la triquiñuela relativista del proyecto de ley: atribuir al poder político, y a la judicatura por derivación, la capacidad unilateral de interpretar si decir que con Franco se construyeron pantanos, que apenas había paro, que los abortos estaban prohibidos, que las familias permanecían unidas, que se creó una gran clase media, que se dotó a nuestro país de infraestucturas para acoger a millones de turistas, que nuestro PIB crecía por encima de la media europea… tiene o no carácter humillante.

Esta nueva institucionalización de la arbitrariedad implica una nueva vuelta de tuerca a la sembradura del miedo en la sociedad y a embozar su capacidad de reacción frente al progresivo recorte de sus libertades.

 

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