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Sucesos

(VÍDEO ESTREMECEDOR) El exmarido de María Sevilla, tras ser indultada: «Irene Montero incita al odio para ganar poder y subvenciones»

Redacción

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Rafael Marcos fue apartado de su hijo durante siete años gracias a las 6 denuncias falsas de su entonces pareja. Su exmujer, María Sevilla, secuestro al menor, lo escondió, lo dejó sin escolarización y sin vacunas y utilizó todo ese tiempo para decir al niño que su padre era el hijo del demonio. Tras ser condenada a prisión por ello, Marcos ve ahora cómo el Gobierno de Pedro Sánchez e Ione Belarra, indulta a Sevilla y pretende convertirla ante la opinión pública en una heroína feminista. Marcos no puede entender lo que ocurre. «Irene Montero incita al odio para ganar poder y subvenciones«, señala en su entrevista con Libertad Digital. «¿Por qué los hombres tenemos que probar nuestra inocencia? Igualdad es igualdad, ni machismo, ni feminismo», afirma. «Llevaré a los tribunales a Irene Montero por llamarme maltratador. Y la obligaré a retractarse», avanza.

«Llegó a interponerme seis denuncias falsas por abusos sexuales a mi hijo», apunta Marcos. «Todas fueron desestimadas, pero nunca se actuó contra ella por denuncia falsa porque yo soy un asalariado y no podía pagar los gastos judiciales de un proceso así», aclara.

«Me apartó siete años de mi hijo, y ahora Podemos asegura que es una madre protectora. Y yo un maltratador. No puedo entender lo que hace Irene Montero salvo por su deseo de lograr más poder y más subvenciones», señala Marcos. La prueba son «los 21.000 millones de euros que le acaba de dar el Gobierno, más que a partidas muy importantes para los ciudadanos, 21.000 millones concedidos gracias a un discurso de odio contra los hombres«, explica.

El padre del niño secuestrado e hijo de la madre recién indultada por el Gobierno se pregunta: «¿Por qué los hombres tenemos que probar nuestra inocencia? ¿Por qué se ha eliminado la presunción de inocencia? La igualdad es igualdad, ni machismo, ni feminismo».

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Rafael Marcos no «ve por ninguna parte el argumento de justicia que defiende el Gobierno en su indulto a María Sevilla diseñado para liberar a una mujer que secuestró a un niño, lo dejó sin escolarización, lo apartó de cualquier ambiente infantil y le privó de 11 vacunas con tal de que no viera a su padre».

Pero este padre sí ve «un interés electoralista en lanzar un mensaje de odio contra los hombres«. «Si yo hubiese sido María Sevilla, me hubiesen condenado a la máxima pena y nadie me hubiese indultado. Simplemente por ser hombre», concluye.

«He conseguido recuperar a mi hijo y que él mismo se recupere con mucho amor. Y ahora recibo la noticia de este indulto. Es increíble», explica.

Sevilla usó un informe psicológico para acusar a Marcos de abuso sexual al menor. Y mientras se demostraba la falsedad de la acusación, ella cosechaba intervenciones, entre otras, en el Congreso de los Diputados, para dar lecciones de cómo combatir el abuso infantil. Le invitaba Podemos. Y su relación, de hecho, fue muy cercana a Ione Belarra, empeñada en la ejemplaridad de quien acusaba de falsedades al padre y secuestraba a su propio hijo para dejarlo sin escolarizar acto seguido.

La Policía encontró al niño, tras dos años de búsqueda. Estaba secuestrado en una finca perdida de Cuenca, sin escolarizar y sin vacunar. Sin saber cuestiones tan básicas a sus 11 años como restar. Y en una habitación con frases de la Biblia escritas en las paredes.

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España

Así funcionaba la sauna Adán, el prostíbulo más lucrativo del suegro de Sánchez: «Era una máquina de hacer dinero»

AGENCIAS

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Sabiniano Gómez, suegro del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y padre de Begoña Gómez, llegó a gestionar casi una veintena de locales que, aunque aparentaban ser saunas, en realidad, eran prostíbulos. Este periódico comparte un fragmento de un capítulo del libro «La Sagrada Familia» de Alejandro Entrambasaguas, donde se describen con detalle el interior y las actividades de la sauna Adán, la más rentable de la familia política del jefe del Ejecutivo.

Hay lugares donde el poder no se exhibe, sino que se esconde. Donde no hay discursos, sino miradas esquivas; donde no hay focos, sino rincones. Donde los apellidos se disuelven en la penumbra con la misma facilidad con la que se dejan en el perchero los escrúpulos. Allí, en ese vapor denso y cargado de anonimato, la moral no desaparece: se adapta. Se pliega. Se retuerce. Como una toalla húmeda al cuerpo. La sauna Adán, en pleno centro de Madrid, a escasos metros de la Gran Vía y no muy lejos del Congreso de los Diputados, es uno de esos espacios. En apariencia es un local más dentro del circuito de saunas para homosexuales que hay en la ciudad. Pero, en realidad, es mucho más. Es un punto de encuentro oscuro y decadente, una cápsula de penumbra donde convergen historias y estructuras de poder con una relevancia mucho mayor de lo que su fachada anodina podría sugerir.

​Lo que convierte a este lugar en una pieza clave del puzzle político no es su clientela, sino su propiedad. La sauna Adán pertenece a la familia de la esposa del presidente del Gobierno. En San Bernardo, al calor de un sótano húmedo, el suegro del presidente gana dinero —y no poco— con la prostitución encubierta de hombres. Hay dinero, silencio y complicidad. Durante meses, esta sauna no fue más que un apunte entre mis notas. Un nombre más, perdido entre otros datos marginales. Pero todo cambió cuando logré localizar a un cliente habitual. Lo llamaremos Eme. Su relato es simplemente un testimonio detallado, lúcido y desgarrador por momentos. Una descripción minuciosa del estado lamentable del establecimiento, una mezcla entre lo sórdido y lo insalubre, entre lo cutre y lo peligroso, pero también una radiografía del ecosistema que allí se cultiva. Un caldo turbio de deseo, poder, abandono y cinismo.

​Antes de sumergirse en los pasillos húmedos de la sauna conviene detenerse unos segundos en su fachada. Un cartel de neón verde, encendido día y noche durante años, proclamaba sin ambages la palabra sauna. Un anuncio luminoso que era, a la vez, invitación y advertencia. Un faro turbio para quienes sabían bien lo que iban a buscar. Dentro, olor a humedad antigua, desinfectante barato y cuerpos sudados. Una toalla áspera, unas chanclas de plástico combado y cinco euros bastaban para adentrarse en ese ecosistema sin preguntas, sin nombres, sin registro. Allí sobraba la vergüenza. Solo existían la piel, el silencio y la necesidad.

​A la izquierda estaba la zona de vestuarios: taquillas metálicas que parecían sacadas de un gimnasio abandonado. Cerraduras sueltas, metal rugoso de óxido, un suelo que era una charca disimulada con lejía. Sin música. Solo el eco de las chanclas y un olor espeso, agrio, que se quedaba en la garganta como un nudo. Dos caminos: escaleras hacia las habitaciones privadas y escaleras hacia el sótano, donde empezaba lo serio. Un pasillo largo, húmedo, sin ventilación. Suelo pegajoso. Paredes cubiertas de condensación y algo más. Bombillas colgando como heridas abiertas. Cubículos con colchones plastificados y mantas sucias. No eran camas. Eran superficies de uso, y el uso era evidente.

​Al fondo, duchas con agua intermitente y olor agrio. No sabías si estabas limpiándote o infectándote. Si entra Sanidad aquí, los mete a todos en la cárcel. Pero allí seguía. En funcionamiento. Con tráfico constante. Ese sótano era el secreto de una familia poderosa. Apenas cuatro o cinco chicos se movían por las instalaciones. Jóvenes delgados, cuerpos cuidados, piel morena. No eran visitantes. Eran parte del mobiliario. Se acercaban sin disimulo. Voz baja, tono neutro, mensaje claro: no había deseo. Había tarifas. Se tarifaban. Era una máquina de hacer dinero.

​Una barra servía cerveza caliente en un vaso de plástico blando. Una televisión sin volumen. Alrededor, chicos turnándose para acercarse. Algunos con sonrisa rápida, otros con ojos gastados. No había espontaneidad, pero todo parecía natural. Era un sistema silencioso y constante. Además de prostitución, allí se mueve droga. Cocaína a cincuenta euros el gramo. Sin disimulo, sin miedo, como si ofrecieran un caramelo. Una economía integrada en la humedad del local. La sauna ya no era sauna. Era una pequeña economía del subsuelo. Sexo, droga, compañía, evasión. Un engranaje funcional, sin fricción, sin sobresaltos.

​En 1984, el local fue escenario de una muerte terrible. Un hombre recibió una descarga que lo mató en el acto al tocar una caja de conexiones mal cerrada. El Tribunal Supremo ratificó la responsabilidad civil subsidiaria de Sabiniano Gómez. Pero el local siguió abierto. Dinero, vapor y silencio. Hoy, el local está cerrado. Pandemia, no ética. El cartel apagado no es la huella del tiempo, sino de una historia que alguien prefirió dejar así, a medio borrar. Porque mientras la familia de sus propietarios levantaba banderas por la igualdad, en San Bernardo se abría cada día un negocio donde la dignidad se alquilaba por minutos. La sauna Adán fue eso: una grieta en el relato. Un negocio discreto. Un sótano sin ventanas donde los cuerpos y el dinero cambiaban de manos. Y el poder, simplemente, miraba hacia otro lado.

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